Zacarías

 

 

Los mandó a todos a la mierda. Pero, como siempre, en silencio – implementado sin esfuerzo por los labios prietos, acostumbrados. Con un odio manso, hecho de tristezas, asentimientos y renuncias. La barba hirsuta, grisácea – amarillenta alrededor de la boca -, apenas tembló cuando escupió una tos hosca. Tiró el cigarrillo al suelo y lo miró fijamente hasta que se apagó. Entonces sí dijo. O, más precisamente, pronunció. “Toda esta vida es una ridiculez. Todo se apaga”. Sin pena, constatando realidad, el viejo Zacarías. Cosas como esas, sí las decía en voz alta. Por qué no iba a hacerlo.

“Arrimate, Zacarías”, lo invitó Juan, “el solo”, desde la mesa única que ocupaba un costado de la pulpería. Zacarías hizo uno (acaso el único y unánime) de sus gestos ariscos de negación – que provocó esas risas blandas de quienes ya conocen sobradamente aquella idiosincrasia que las desencadena, y que generalmente terminan siendo una forma de compasión -, se tocó el ala del sombrero, alzó el vaso petiso y bebió de un trago el culito de ginebra que tenía restos de ceniza. Pidió otro con un arqueo de cejas mezquino que Manuel, el pulpero, comprendió como lo hacía con cualquier gesto que implicara una ganancia.

“Todos a la reverenda mierda”, masticó el viejo Zacarías esas palabras siempre calladas; su regusto tan paladeado. “Sólo dejaría a la Juliana, para recordar lo que es una mujer, para olerla aunque sea”. La Juliana, en tanto, movía el inmenso culo cansado alrededor de la mesa que ocupaban Juan, el tuerto Arístegui, Benito el de la Asteria, el colorado Lucrecio y el tano Enrico, y se dejaba tocar con una fingida repugnancia. Estaban alegres, chispeados, y pataleaban levantando el polvo fino del suelo de tierra endurecida de la pulpería. En definitiva, una nochecita que podría haber sido la anterior o la de hacía tres años. “Pero bien a la mierda”, se dijo Zacarías, de espaldas a la mesa, apoyado en la barra de gruesa madera basta.

Fuera, la noche transpiraba. Un ruido monótono de chicharras o de pampa deteriorada se mezclaba con la humedad y el olor intenso del pasto y la bosta. La única bombilla de luz que alumbraba la puerta de entrada fabricó la sombra que anunció la llegada de Fabricio. Un silencio como de siesta y funeral y vergüenza se les echó encima a los parroquianos de La Querencia. “Todos a la mierda, manga de cagones estridentes”, seguía para sus adentros Zacarías. Frabricio entró precedido por sus cicatrices y los rumores y habladurías que siempre lo situaban en el extremo conveniente de un facón. Fabricio conocía cada uno de los sinceros pavores que provocaba su presencia; se ufanaba de ello, se regocijaba – lo que acentuaba aún más, si eso era posible, los rasgos fieros que la natura le había enchufado con una saña de la gran siete. Caminó sin vacilar directamente hacia la barra. Apoyó un codo en la madera sucia y giró el cuerpo unos sesenta grados, de manera que quedó de frente a la mesa. Repasó a la concurrencia de una ojeada recia y dura, y le dio la espalda nuevamente. Las voces se relajaron, sin llegar ni por asomo a la algarabía anterior.

“Este también que se vaya a la reputa que lo parió. Pero antes, que se vaya a la mierda con el resto”, se dijo Zacarías ante el reflejo falluto que le ofrecía el plato metálico de la balanza.

Fabricio miró a Zacarías y levantó el vaso antes de mandarse al buche un trago rotundo de caña dulzona y engañosa. Zacarías respondió el gesto con lástima de sí mismo por la cobardía que lo impulsaba a devolver aquel brindis sin alegría – una de esas benevolencias que Fabricio ejercía. Imaginó, Zacarías, osadías que nunca había tenido, y que dudaba que a esta altura pudiese tener. “No te correspondo, Fabricio, y si esto te supone un problema salimos para no armar desperdicio acá dentro”, se figuró diciéndole. Pidió otra ginebra. Cuando Manuel se la sirvió frente a él, tuvo un instante de suprema lucidez en el que pensó en dejar el vaso intacto y tomárselas para el rancho. Pero descartó esa sensatez con soberana imprudencia. Bebió de un sorbo el líquido y apoyó el vaso fuertemente sobre el mostrador. Pidió dos más. “Uno ahí, para el amigo Fabricio”. Lo de amigo lo dijo con una entonación equívoca, que bien podía pasar por una chanza o por uno de esos cariños que de tanto en tanto le crecen a la embriaguez. Fabricio lo tomó a bien y aceptó el convite con algo que se pareció a un agradecimiento: apenas un leve temblor de la comisura izquierda de los labios que atajó a tiempo, no fuera cosa de andar mostrando flaquezas, de empezar a mariconear y tirar la reputación al carajo.

Otra vez pidió dos vasos, Zacarias. Fabricio ya puso cara de culo – al menos, no hubo nada que se pudiera interpretar como un reconocimiento. Zacarías se zampó el suyo de un saque y lo dejó sobre la barra con un golpe fuerte. La mesa, a todo esto, ya llevaba un rato en silencio. Los rostros vueltos sin disimulo hacia la barra. Una bronca súbita se acentuó en una cicatriz del pómulo izquierdo (parecía ser el lado de la cara encargado de ejecutar las pocas expresiones que se permitía) de Fabricio. Manuel lo percibió, se acercó al viejo y, bajito y casi buscando la aprobación de Fabricio, le dijo: “Ya es tarde, Zacarías. Va siendo hora de meterse en el catre a dormir la mona”.

“No me jodas, Manuel. Dame una copita más”.

“Ya está bien”, dijo Manuel, alargando paternalmente la “e” del ‘bien’.

“Dame una copita, carajo”, trastabillando la lengua.

“Zaca…”, había comenzado Manuel, pero lo interrumpió Fabricio.

“Ponele la última al hombre; y después te vas sin hacer espectáculos – dirigiéndose a Zacarías, sin prepotencia, con un tono terciador que no se le oía habitualmente”.

“Mi vieja, que en paz descanse, era la única que me daba órdenes”, respondió Zacarías, con una ondulante tranquilidad asombrosa – o no tanto, dada la cantidad de ginebra que llevaba puesta.

El silencio se llenó de un ruido de muerte ensordecedor, una especie de vacío que amenazaba con tragarse a la pulpería para siempre.

Fabricio calló. Y el viejo, atontado, tomó ese silencio como una debilidad o una posibilidad de desquite. “Así me gusta, malevito, bien calladito”.

Arístegui amagó con levantarse para agarrar al viejo y sacarlo de la pulpería pero la Juliana lo paró en seco, con ese don suyo de anticiparse siempre dos o tres segundos segundos a lo que sucedería.

Nadie alcanzó a ver el momento en que Fabricio desenfundó su facón ni cuándo éste entró en el cuerpo de Zacarías. Sólo vieron un reguero discreto de sangre cuando Fabricio retiró el filo enrojecido.

La cara de Zacarías se quedó congelada en una mueca mezcla de estúpida sorpresa y de inquietante alegría. Cayó de rodillas, los brazos muertos a los costados, un hilo de sangre y baba cayendo por el costado de la boca.

“Todos se pueden ir a la mismísima mierda”, se sorprendió diciendo en voz alta por primera vez en sesenta y siete años.

“Bien a la puta que los parió”. Y terminó de caer de frente.

La cara quedó mirando hacia la puerta con un gesto desafiante, ridículo, inútil, justo cuando Fabricio salía, recriminado por las miradas temerosas de todos.

Fabricio supo que esa puñalada había sido la última que daría, que era la que había comenzado a desenvainar el cuchillo aún anónimo que lo mataría a él, más pronto que tarde.

Comenzó a llover a baldazos. Lluvia de verano. Por lo menos refrescaría un poco.

 

© Marcelo Wio

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