Una bruma verdosa

Conocía bien el lugar. Había ido muchas veces ya. Pero, aun así, no me acostumbraba a la agresión inicial. La galería, cuyos locales ya no albergaban el comercio abierto y recto, era larga y oscura, con olor a orines y mugre envejecida. Estaba en lo que una vez se llamó Microcentro porteño, y que ahora era un feudo de transacciones furtivas – quizás, pensándolo bien, no había cambiado tanto; después de todo, en este mismo lugar, según me contaba mi padre, estaban los “arbolitos”, unos tipos que cambiaban moneda nacional por otra más estimada (venerada, incluso), amén de otras trampas que él sólo alcanzaba a imaginar imperfecta e inocentemente. Quizás por eso aquí se produce ahora, no tan leve simetría, este otro comercio al que vengo a someterme. Acaso todo es una continuidad disfrazada de alteración.

“Ahí nomás”, me ordenó una voz tan profunda como ese pasillo.

Me detuve

“¿Qué traés?”

No importa lo que uno quiera, nadie va allí empujado por el capricho; así que es su prerrogativa ofrecer a cambio de lo que uno trae; y si no te gusta, te las tomás. Aunque cabe la posibilidad de que, obedeciendo a un sonido o un gesto, sus compinches le roben a uno lo que lleva e, inclusive, lo finiquiten y lo tiren al fondo de la galería a añadirle adobo al tufo ambiente – un añadido innecesario a la escenificación.

“Tengo un reencuentro con una novia de adolescencia. Una primera novia”, le describí sucintamente el recuerdo que tenía en el bolsillo, donde lo envolvía con mi mano derecha. Uno de los últimos que me quedaban. Si hace, qué, ¿diez años?, me hubieran planteado el hipotético caso del trueque de recuerdos como método desesperado de subsistencia, nunca hubiese pensado que me habría apegado tanto tiempo a él. En un principio, porque no lo ubicaba. Pero una vez las memorias fueron menguando y lo divisé, lejano, no sé por qué en un principio le di prioridad frente a otros. Después se convirtió involuntariamente en un símbolo de algo que se negó a hacerse explícito. Mientras lo sostenía con mi mano hecha puño, pensé que quizás era suerte de ideograma que resumía la felicidad que me ha correspondido: inexperta, breve; siempre pasada.

Se lo entregué. Lo observó brevemente y me dijo: “Te puedo dar un recuerdo de un almuerzo en un puesto al paso. Una milanesa napolitana fina, unas papas fritas evidentemente recalentadas, dos huevos fritos. Un vaso de cerveza”.

“Lo llevo”.

Se guardó mi recuerdo y me entregó el otro. Lo tomé con avidez, como si realmente me estuviese entregando el contenido material de este. Mientras salía de allí, calculé que me serviría para mentirme unas cinco horas de saciedad. Más tiempo para buscar algo comer. Algo real. Guardé el recuerdo en un bolsillo interno que me confeccioné hace tiempo; como si eso fuese una garantía real, y no un de esas formas de seguridad que uno se inventa, que uno termina por convertir en ritual personal. Lo consumiría más tarde – no son como los recuerdos propios, estos se extinguen completamente luego de su uso. Aún el hambre no me acalambraba.

Pensé por enésima vez en ir hasta la República Independiente de La Boca. Pero estaba lejos. Es decir, implicaba una inversión de energía que no tenía. Además, el trecho se hacía aún más largo con las precauciones que debían tomarse para andar por cualquier parte de la ciudad, pero, especialmente, por la que rodeaba a la república. Se decía que era una zona de combates continuos entre los fieles de aquel territorio autónomo y bandas organizadas que pretendían ingresar a saquear las riquezas que, se sospechaba, soñaba había allí – pero a la manera de las mistificaciones: con valor de verdad. Se decía que habían logrado establecer un método para obtener una fuente casi inagotable de proteínas; que tenían medicinas, que había algo que se parecía mucho al bienestar de antes. Y que en La Boca todos conservan sus sueños intactos. De hecho, he llegado a escuchar que no saben siquiera cómo extraerlos.

Sé que es aquello que llamaban utopía. Un espejismo que termina por convertirse en propósito exclusivo – una obsesión interpuesta contra el presente -; en tragedia ineludible. Pero llega un punto que todo destino posible es una fatalidad; así pues, por qué no preferir uno que al menos propone la breve ilusión de esperanza y, en el peor de los casos, una ruptura con la costumbre.

Necesitaría más que ese recuerdo de lacia gastronomía. Y no sólo precisaría conseguir alimentos tangibles, sino un arma. Y sí, recuerdos: de saciedad, de lucidez, de valentía, de descanso. Pero con qué. Me quedaban memorias que había decidido no cambiar nunca: quiero morir como yo mismo, no como un envase vacío, desvivenciado. Me quedaban otras, que había juzgado, dadas las circunstancias, “prescindibles”. Estas no llegaban ni por asomo a una veintena. Es decir, me quedaban, con suerte, dos o tres meses de subsistencia – lo que había ido haciendo de la Boca una promesa cada vez más creíble.

*

Medité mucho sobre cómo hacerme con las necesidades básicas para el trayecto – las distancias son una magnitud subordinada a las necesidades y las facultades de quien las estima; y el número que las mesura sólo se refiere a intervalos ideales, desprovistos de todo rastro de vida, dificultad. Decía que cavilé – y visto está que en tales rumiaciones entraron también otros elementos -, y concluí que no podía hacerme de ninguno de los artículos que precisaba para realizar la travesía mediante el hurto practicado contra aquellos en situación similar. No podía llegar a la Boca convertido en otra persona: quien decide ir es quien debe arribar, no un aprovechado, una sombra traicionera. La única opción era esos “arbolitos” a los que acudía a malvender mis recuerdos – mis trozos. Pero, claro, no sólo intimidaban por sí solos, sino que contaban con varios compinches agazapados en la oscuridad de esas cuevas hediondas donde domiciliaban sus comercios. Allí, estaba seguro, no sólo daría con una buena cantidad de memorias útiles, sino con alimento real y con algún arma.

Decidí vigilar al que acudía habitualmente. Conocer sus movimientos y los de sus matones. Para ello me instalé en el segundo piso de un edificio frente a la galería comercial – así, además, ahorraría energía en traslados.

Me sorprendió la cantidad de personas que pasaban a diario por ese túnel siniestro. El gesto de derrota era lo único que conservaban intacto al salir. Por dentro, lo sabía yo bien, había material espiritual que era degradado aún más. Hacia el final del primer día llegó un auto. Hacía mucho, demasiado, que no veía circular uno. En realidad, era una camioneta visiblemente modificada con planchas de acero que protegían hasta las ruedas, y rejas para las ventanas. Bajaron tres tipos grandes. Con armas de fuego largas – se me vino a la cabeza la palabra Máuser, aunque no tengo ni la más peregrina idea de estas cuestiones; un desconocimiento del que me sigo sintiendo inútilmente orgulloso. Entraron en la galería como si ella fuese una extensión de sus propiedades, sus derechos o algo así se me figuró. El hambre, supongo, Y, sobre todo, el miedo: la empresa que me había planteado se me hacía aún más descabellada. Salieron enseguida. La camioneta pareció decir una orden en un idioma siniestro y desapareció por los restos equívocos de una calle transversal.

Esos tipos confirmaron uno de esos rumores que, de tan repetidos, pasan a formar parte del canon convicciones de una sociedad – al menos, de una como esta, hecha de individuos desperdigados y huidizos, de grupos temibles de siluetas e intuiciones. Una sociedad desasociada, consorcios que monopolizan los medios para un bienestar exclusivo – los únicos que poseían gasolina, por ejemplo. Se decía que los “arbolitos” eran en realidad meros intermediarios, mandados de organizaciones que comercializan los recuerdos obtenidos entre una clientela selecta, que los utiliza como método de mera diversión, una suerte de turismo mental, o, más importante, para atesorar conocimientos que les son esquivos. En este último sentido, los recuerdos de aquellos que tienen más de ochenta años son muy requeridos: la amplitud de lo vivido, esto es, Las Tres Épocas – la Normalidad, el Enfrentamiento y la Catástrofe -, supone un acervo de experiencia enorme que no se encuentra en registro, enciclopedia o documento alguno.

Acaso más que nunca el entendimiento es vital al poder. Digo esto porque los únicos registros del pasado (anterior a la Catástrofe) son los recuerdos personales de quienes lo habitaron. No ha quedado nada más que los esqueletos de las ciudades. Todo documento – en papel, en archivo electrónico – fue quemado durante el Enfrentamiento. El conocimiento necesario para ejercer la potestad sobre lo que resta de lo que fue sólo puede ser obtenido a través de la memoria individual.

Sobre cómo se concibió la manera de extraer los recuerdos nunca he oído nada. Creo que uno debe conocer mínimamente algo sobre el tema sobre el que va a fabular. Es imposible o, al menos, oneroso (en términos energéticos, de disposición de tiempo) entregarse a imaginar lo que no forma parte del común patrimonio de saberes: uno idea a partir del material con el que cuenta. Lo que sí creo, o sospecho, es que es algo que o se urdió antes del Enfrentamiento o que, ya estando muy avanzado entonces, se concluyó antes de la Catástrofe, mientras aún quedaba algún registro al respecto.

Evidentemente hay alguna tecnología detrás del gesto que uno realiza para renunciar a porciones de memoria, que uno desconoce. Lo único que sé es el procedimiento elemental, corriente, que debo realizar para utilizarlos como medio de cambio. Decido qué recuerdo que quitaré – su revisión, reevaluación y jerarquización termina por ocupar gran parte de la rutina -, pienso en él en bucle, me tumbo, coloco una mano abierta sobre mis ojos y, así, me duermo – lo que no es difícil, siempre está uno cansado; lo complicado es mantenerse en una vigilia que dure más de unas cinco horas. Cuando me despierto, siento un bulto en la mano que se apoya en mi rostro; la cierro y lo guardo en el bolsillo. Nunca tuve el valor de mirar el recuerdo una vez separado de mí. Tampoco quiero ese valor. No quiero el recuerdo de esa porción de derrota.

El calor, el hambre y el desaliento que supuso caer en la cuenta de lo ilusorio de mis planes, se conjuraron para someterme al sueño. Apenas si pude oponerle resistencia al peso de la extenuación, a la seducción de narcosis como peligroso medio para la elusión. Riesgoso porque mientras uno duerme, el inconsciente puede llevarlo a uno a que incorpore involuntariamente el recuerdo de “sustento” que un pudiera tener consigo, gastándolos inútilmente – creo que olvidé mencionarlo: los recuerdos ajenos, los que uno adquiere, digamos, sólo se pueden utilizar una vez; luego, se convierten inmediatamente en olvido (al punto que no se recuerda ni su adquisición).

*

No sé cuánto dormí. En cuanto desperté me tanteé el bolsillo secreto. Allí estaba el recuerdo. Me incorporé, pero tuve que volver a recostarme sobre el sueño duro y sucio; un mareo secuestró todo mi afán de pensamiento y movimiento. Tendría que consumirlo ahora. Pero necesitaba alimento. Necesitaba una salida. La Boca quedaba ahora tan lejos como Europa o el pasado que me contó mi abuelo. Consideré que quizás era el momento de canjearlos. Con los pocos que había estimado inmediatamente permutables no llegaría ni siquiera a los dos o tres meses que había calculado. Me encontraba peor de lo que había querido reconocer. Me urgía conseguir comida. Sólo con los recuerdos de mi abuelo podría conseguir ese trueque.

Estuve el resto del día catalogando esas memorias. Repasándolas una a una. Comparando su material, evaluando cómo su pérdida repercutiría en mi personalidad, o en mi esencia, mejor dicho. Por la tarde consumí el recuerdo de la milanesa escasa. Fue suficiente para poder elegir más o menos racionalmente los dos vivencias que ofrecería por la mañana en la galería de enfrente. También decidí que pediría un arma con munición y un paquete grande de proteínas, de los de cincuenta barritas. Y al menos dos recuerdos de coraje. He prescindido de la esperanza pues creo tener la suficiente – o un impulso casi suicida por acabar, aunque sea, con algo que simule lo bien podría denominarse épica. Ya me gustaría verlo a Heracles en esta circunstancia, sin semideidad que valga.

Horas antes de que amaneciera me desperté, aunque aún tenía sueño, pero me restaba todavía extraer las dos memorias elegidas. Una, en la que mi abuelo me relataba una estrategia elemental empleada por un general en una guerra antigua que sus contemporáneos llamaban Segunda Mundial – lo estimé de suma utilidad para quien, contando con milicias, ambiciona extender su poder. Otro, sobre cómo sintetizar ibuprofeno – llegué a la conclusión de que si lo que se decía sobre La Boca era cierto, allí tendrían algo similar; y, además, mi abuelo me había contado que era muy nocivo para el riñón y el hígado, con lo que, en la báscula comparativa, evaluativa, hacía de este un recuerdo canjeable.

*

Sobre el costado rozado decía “Glock”, luego un “17” seguido de “Austria”, y finalmente “9×19”. Cuando me pasó el arma, pensé que pesaría más. Pero era liviana – como un símbolo del abaratamiento de la vida. Me entregó un morral con 25 barras de proteínas, tres litros de agua rehidratada y dos recuerdos – uno de coraje, el otro de vigor. Me mostró cómo se cargaba la pistola, por el mango – el cargador lleno de balas. Me tendió otro cargador.

“De yapa”, me dijo. Y enseguida: “La Boca, ¿no?”.

Asentí. E inmediatamente me arrepentí, como si esa admisión supusiera una traición a mis planes. Mas, aún era capaz de cierto discernimiento: no precisaban ninguna indagación para amasijarme.

“Avanzá de madrugada. De día y a primeras horas de la noche buscá un lugar donde guardarte. Eludí el bajo; demasiado expuesto ahí. Andá por lo que era Montserrat. ¿Conocés?”, me dijo.

“Sí”.

“A la Boca intentá entrar por detrás del parque, no recuerdo el nombre. La zona entre San Telmo y ese parque está muy jodida. Tierra de nadie. Estuve por ahí hace unos años y fue imposible atravesarla, como mi presencia acá manifiesta”.

“Gracias… ¿Por qué me facilitás todo esto?”, le pregunté con cierto resentimiento – habría dado más de un recuerdo venerado por un instante así, de representación de camaradería o lo que fuera.

“¿Por qué no?”

Lo miré y comprendí que todo lo que había vivido yo eran recuerdos que ni siquiera eran míos. De hecho, los primeros en haberse ido eran ese tiempo breve que me había correspondido para formar memoria de los propios actos. Así de insustancial habían sido; o en ello lo habían transformado las circunstancias. Todo lo útil era ajeno.

Le agradecí nuevamente, y me marché. Otra vez al segundo piso aquel. Había decidido comer media barra de proteína, dormir un poco más, despertar ya bien entrada la noche, comer una barra y partir no más tarde de las tres de la madrugada. Eso me daba unas tres horas cada vez. Me permitía andar cuando todos están más agotados, más entregados al ronroneo circadiano; y no gastar mucha energía cada vez.

*

Uno esperaría de las noches que estuviesen hechas de pura oscuridad – sobre todo cuando uno no la rehuye sino, por el contrario, mendiga su clandestinidad. Pero siempre hay una tenue luminosidad, como una bruma invertida; de las estrellas, de una fogata, de vaya a saber qué luces esquivas. Está bien para caminar entre tanto escombro, tanta forma. Pero en cada sombra sobra acrecentada, brillo, movimiento fugaz patrocinado por el viento o la imaginación, veía el prólogo conciso de mi suerte desfavorable. La primera jornada de viaje fue lenta, atenazada por el temor constante, el sobresalto fácil, vocacional. Y, aun así, jamás busqué siquiera el tacto del arma.

Cuando clareaba por el lado del río, y el terreno reentraba en el mundo, volviéndose identidad, nombre, busqué abrigo en los restos de una de esas casas bajas que quedaron como testimonio de pasado: es decir, de esperanza en la cronología como probo augurio de duración. Comí la media barra que quedaba de la noche, y me hice un ovillo de anonimato debajo de una pared caída, entre restos de vaya uno a saber qué propósito pretérito. Dormí profundamente a pesar del estado de excitación y alerta. Cuando salí de ese sueño sin imágenes, hueco, devastado y, por tanto, absolutamente reparador, ya comenzaba a menguar el día. Había dormido no menos de doce horas. Bebí un sorbito de agua. No tenía gusto a nada. Incluso, apenas parecía líquida en la boca: como un velo suave, presuroso. Comí media barra de proteína; la otra mitad la consumiría justo antes de salir. Ahora sólo tenía tiempo por delante repleto de indicios amenazantes. Intenté dormirme nuevamente – el sueño es el refugio módico de los desesperados -, pero ya no había ni un residuo de inconsciencia para caer en él. Revisé el contenido del morral. Sostuve el arma en mi mano, le quité el cargador y se lo volví a cargar varias veces. Me aventuré a observar el entorno. El sol incrementaba su intensidad en la blancura falsa que le imponía a todo. Nada se movía. Ni el aire. Ni el tiempo. Sólo el aroma a putrefacción del río cercano imponía un elemento distinto, aunque, eso sí, complementario. El día era una negación de cualquier atisbo de optimismo que el sueño, el desquiciamiento y el conjuro de la noche, que, aunque triste como el eco de las catedrales, invoca un remedo de fe, de porvenir. El paisaje una horrorosa uniformidad, en que los escombros eran apenas eran el material necesario para que la realidad, al chocar contra ellos, y emitiera unas ondas mezquinas que remedaban existencia diferenciada – como en aquella cueva griega o la otra, más inmediata, donde había mal vendido tantas memorias.

*

Todo termina efectivamente por parecerse a sí mismo en este presente, por convertirse en lo que se denomina rutina, que no es otra cosa que el anhelo de previsibilidad hecho apariencia cabal, sustituto de la realidad. Así, las primeras jornadas terminaron por confundirse en la reiteración de una misma, original. Salir de madrugada, avanzar ralentizado por las ruinas múltiples, por los miedos, por la necesidad de mantener un balance energético positivo y frugal – no sabía cuánto tiempo me llevaría alcanzar La Boca anhelada con la materia anímica de la que se fabrican los credos.

Le había dicho al “arbolito” que conocía, sí; pero apenas la imagen remota de un mapa en visto durante mi infancia en casa de mi abuelo. Cuando le respondí aquello al tipo, ya no sabía más que el recorrido breve de mis hábitos, de mis necesidades; y ni siquiera estaba seguro dónde esa actividad tenía lugar en el mapa aquel que ya no existía. Fue quizás la mirada del tipo que se extendió hacia donde yo mismo había conjeturado que estaba la República independiente, la utopía sureña. La duda me asaltó con la contundencia de lo que no puede ser evadido más que por la fatalidad. Fue una tarde. Apoyado contra un resto de pared, bajo el parapeto de una viga y la metástasis de una planta de hojas vulgares, casi grises, más duras que un cartón. El sol incineraba las voluntades como cada día – la temporada de lluvias estaba lejana aún; entonces habría que buscar mejor refugio, porque las gotas gordas devolvían a la tierra toda la podredumbre y radiación que habían almacenado durante esos meses.

Estaba de esa guisa, entonces. Lo único que tenía para hacer era esperar. Lo que equivale a decir, luego de varios días idénticos transcurridos, que sólo podía preocuparme, porque ya los elementos de la duda habían ido agregándose, cuajando en una imagen concreta: estoy dirigiéndome hacia el lado opuesto, o hacia el oeste, o estoy trazando un círculo del que nunca me percataré. Busqué en los recuerdos de mi abuelo, de esa casa para dar con el mapa. No sé cuánto me pasé rastreándolos, pero ya estaba oscuro cuando caí en la cuenta de la inutilidad de ese plano: pertenecía a otra ciudad que había sido violentamente reformulada hasta este trazado de ruinas, pálpitos fundados en recuerdos de otro mundo o en los imperativos de una distracción, una esperanza o un negocio.

Ya había decidido este destino o este desenlace – lo mismo, realmente -, así que seguiría. Sería La Boca, o a lo sumo, alguna otra cueva con su “arbolito” y su comercio. Así hasta que, vaciado de pasado, olvidara finalmente mi cuerpo en cualquier lugar. Era el momento para consumir el recuerdo de coraje. Y de la media barrita consuetudinaria antes de partir. Comí, bebí esa cantidad casi testimonial que me permitía, y salí de mi escondite. Avancé recordando una pelea contra un pibe que le quedaba demasiado grande a mi estatura, mi complexión, a la confianza de mis puños y, sobre todo, a la de mi cabeza, que agrandó, traicionera, aún más. Me dio una piña minuciosa en el pómulo derecho, otra un poco más abajo del otro lado; qué, para mi sorpresa, no sentí. O sí, pero apenas una fracción del principio del primer puñetazo, de ese dolor que se extendió por todo mi cuerpo y de pronto desapareció. Entonces me tiró otro sopapo, pero yo había quedado algo más lejos a raíz de la reacción reculante de mi cuerpo a las dos primeras trompadas, y de pronto él se había empequeñecido – en mayor proporción que el alargamiento inicial -, yo no veía más que su cuerpo como envuelto en brumas y me sentía como, como… ¿Cómo decirlo? Como fuera de la muerte. Evidentemente el pibe que yo era no experimentó eso, sino una valentía absoluta: es decir, desquiciada, suicida, estúpida. Di un paso hacia atrás y su puñetazo pasó a medio metro de mí. El gordo se fue de cara al sueño, y entonces, empujado por ancestros que no me estaba dado conocer (este es un agregado posterior del dueño del recuerdo, evidentemente), me ordenaron lanzarme sobre él y golpearlo sin cesar. Hice eso. Sentía los brazos y los puños hinchados de vigor, de justicia, de desquite. Qué sé yo. Una lluvia de trompadas que agotaban su sistema anárquico, su ímpetu, ni su ritmo. Es decir, eran absolutamente apabullantes. Imposibles de responder. No paré. Me arrancó del cuerpo del gordo Galván, así se llamaba, el maestro de gimnasia. Di, me dijeron, varios puñetazos al aire. El colegio entero vio esa gesta. Menos yo, que estaba enceguecido, que vio algo que era mucho más antiguo que esa escena. Nunca más, ni hasta en secundario, tuve que volver a pelear. Esa vez peleé, sin quererlo, todas las peleas.

El efecto del recuerdo se agotó antes de que comenzara a despuntar el alba. Pero habría de servir hasta el final. Quizás, me pregunté varias veces mientras repetía mi rutina cotidiana, algo realmente queda de la memoria. Intenté recuperar algún detalle, pero no había manera. Y, aún así, había esa sensación que persistía. ¿Asida de dónde? Y, ¿hecha de qué, sino de ese recuerdo, de elementos del mismo? Uno tiene que encontrar cosas con las que distraerse y no pensar aquellos asuntos que realmente lo inquietan.

Esa idea me llevó a otra durante la jornada siguiente. Si algo del recuerdo adquirido quedaba – en su esencia, lo que realmente contribuía a la arquitectura anímica, idiosincrásica -, entonces, ¿no era de esperar, con más razón, que eso mismo se conservase de las memorias propias que uno había ido vendiendo? Con lo que, más allá de no poder rememorar la historia que precisó en su momento esa emoción, ese conocimiento – y de su importancia radicaría el hecho de que se recodara en primer lugar -, lo que se suele denominar, la anécdota, lo sustancial permanecería. Una sombra, una forma, cortó tajantemente mis cavilaciones. Ubiqué un montón de desechos – piedras, alambres, restos de fierros – y me parapeté. Sentí mi corazón en el cuello y las manos. Saqué la pistola y quité el seguro y me quedé esperando no sé qué.

Un ruido metálico me obligó a salir de mi inmovilidad. Oteé y no vi nada. Pero me quedé vigilando hacia la zona de dónde creía que había provenido el sonido movido por algo que no reconocí como propio. Un movimiento leve, apunté varios metros por encima de la actividad y disparé. Pura advertencia. “¡No soy amenaza!”, llegó un grito menoscabado por el cansancio y por la segura carencia energética. “Ya me voy”, dijo.

“Quédese. Le doy una barra de proteína y un sorbo de agua”, le dije.

“Le agradezco. Pero no vale la pena. Ya estoy demasiado jugado. Realmente estoy buscando un lugar para morir”, la voz sin tono, como un efecto falsificado.

“Coma y tome”.

“No. Igualmente, ahora sólo me haría peor, me caería mal, lo vomitaría. Lo que sí, si me presta un segundito la pistola…”.

No sé qué me impulsaba luego de aquella memoria. O del hecho de no saber ya si iba hacia La Boca o si me alejaba irremediablemente – es decir, si me había abocado a una fuga interminable, o a su simulacro. Como fuera, me acerqué hacia la procedencia de la voz. Un hombre sin edad, sin sustancia, pura armazón. El veredicto de mi mirada debe haber sido elocuente, porque dijo: “¿Ahora entiende?”. Apenas asentí.

“¿Me la presta entonces?”.

“Sí”, dije, como asfixiado de haberme postulado para participar en aquella escena final.

Se la tendí sin mirarlo a los ojos.

“Espere ahí detrás”, indicó un montón de esas hojas siniestras y de hormigón que conjugaban tan bien, como si hubiesen surgido de un mismo propósito y de un mismo material.

Sonó apagado el balazo. Cuando recogí la pistola y vi su rostro, entendí que la había apretado bien al cráneo como una concesión hacia mí. Bastante ya con esa asistencia indirecta.

Esa fue la única que vez que disparé. Al aire. No tanto una advertencia como una forma de espantar la posibilidad de que se instalara el miedo propio y menoscabara eso que me llevaba animando varias jornadas. ¿O era una? No, eran al menos dos. O tres. O las que fueran, lo mismo daba. Estaba allí.

Mientras me alejaba, pensé que acaso había disparado al aire como una decisión de preservar todo lo más posible lo que era, de llegar a La Boca con lo que quedaba de mí sin los accidentes del trayecto, para allí reconstruirme o preservarme a partir de esa sustancia esencial que había retenido. Pavadas benevolentes. Formas dudosas de distracción: uno puede llegar a creerse esas tonterías.

*

A lo lejos, una muralla. O una suerte de brutal collage de rechazos, de sorprendidos apremios, de devastación reciclada, de apresurada y desprolija separación. Pero igualmente robusta, funcional. ¿Detrás de esa mole estaba La Boca? No podía ser. Dónde estaba ese territorio infranqueable del que le había hablado el “arbolito”. ¿Ya no quedaba nadie para batallar por un terreno igual de estéril que cualquier otro? ¿O había efectivamente equivocado el camino? Si efectivamente era así, ahí detrás no estaría La Boca sino la jurisdicción privilegiada de alguno de los consorcios.

De pronto, daba lo mismo uno u otro desenlace – cualquier colofón que no fuera el habitual al que uno se había resignado, valía la pena. Por mera novedad. Por haber, de alguna manera, contribuido a crear ese vestigio o escenificación inútil pero digna de voluntad. Recordé algunas de las memorias de mi abuelo; incluso algunas de las pocas que había llegado a amueblar con mi padre. En todas, indefectiblemente, el propósito me pareció algo endeble, asentimientos y negativas intrascendentes: eso que llamaban el espíritu de los tiempos se me hacía algo invariablemente ajeno a sus posibilidades, a sus voliciones. Apenas una corriente que los llevaba con alguna que otra concesión a sus orgullos; un puro engaño.

La misma, en definitiva, que me había movido a realizar esa travesía. Uno confunde – o pretender hacerlo – los flujos internos con ese discurrir perpetuo. Por eso, y porque ir o volver se me hacían un poco la misma decisión, mantuve el rumbo, como si no fuera yo el que proseguía el andar sino esa mole horrorosa la que se acercaba, implacable: el devenir corrigiendo la insolencia.

*

Un colosal y torcido rectángulo de metal oxidado era, la única estructura diferente en la muralla, sugería una entrada. A la distancia, igualmente, no parecía tener goznes, ni ranura alguna que delatara un posible movimiento de apertura. Mas, a falta de otra indicación, me dirigí hacia ese fácil objetivo.

Ni una discontinuidad convalidaba la hipótesis de que fuese efectivamente un portón de entrada. Tanteé con la angustia del invidente novel. Más allá de las irregularidades del tullido metal, no había ninguna continuidad, nada indicaba la unión de las hojas de una abertura. Golpeé. Un ruido muerto que apenas si se prolongó más allá de la impotencia de mi puño escaso. Aún así, repetí la acción tres veces más – acaso, impulsado por un instinto de fe en la agregación de intensidad. Luego del último golpe, me deslicé con la espalada contra el metal grosero. Ante mí se extendía, como un pasado desprestigiado, la repetida acumulación de restos de un pasado más ennoblecido de lo que seguramente merecía. La luz parda, pesada, no menguaba aún su inclemencia. Nada se movía. ¿Eso sería La Boca? ¿Un instante sin tiempo? ¿Qué beneficio había en aquel arreglo como de falsificada tregua o, incluso, eternidad?

Me despertó la sed. Tomé un sorbo de agua. Me quedaba, a la sumo, uno o dos más. No me importó. Revisé el morral. Una barra y media de proteína y el recuerdo, ahora inútil, de vigor. La muralla protestó junto a mí, tal como si hubiera recordado una pena. Una de las hojas de la puerta comenzó a abrirse, dejando un rastro en el suelo polvoriento – o, lo que es lo mismo, evidenciando que hacía mucho que no se abría. Apenas dejó una apertura de un metro entre, y el estridor cesó, haciendo que el silencio inexacto fuese más aún más abominable.

“Entre”, una voz añosa, profunda, me ordenó. Me incorporé. Me dolió toda la estructura encargada de mantener el conjunto de elementos que soy.

“Ahí nomás”, ordenó la voz, cuando estuve casi en la brecha de la muralla que era ese portón contrahecho.

“¿Quién eres?”, preguntó.

Respondí con mi nombre y apellido.

“Eso no sos vos. ¿Qué recuerdos sos?”

Me quedé mirándolo como si de pronto cayera en la cuenta de que hablaba un idioma distinto, pero que expresaba los mismos requerimientos. “¿Se los cuento?”

“Sí. Pasá”. Y a mí se me hizo como si me invitara a ingresar a un zaguán, a una salita donde habría masitas y una conversación sin peso, y no a una salvación.

En cuanto atravesé esa fisura liminar, pude ver, unos cien metros más adelante, un muro casi idéntico. De pronto me vi en una suerte de purgatorio devaluado, sentados en unos bancos pequeños y apoyados contra el murallón que acababa de atravesar. El hombre tenía una edad que calculé improbable – descuidada barba y cabellera blancas, un rostro tomado por las arrugas – porque la vitalidad y notoria solidez de su cuerpo rebatían esos cómputos.

Empecé a contarle los recuerdos que me quedaban, los que había estimado nucleares.

Cada tanto me ofrecía un mate – me di cuenta luego de aceptar unos cuantos; acaso rememorar esas vivencias que en gran parte eran de mi abuelo, de mi padre de niño, naturalizaron el gesto.

“Venís muy menguado, che…. Pero no te preocupes, no te voy a hacer volver a ese quilombo inmoral” – y con un gesto de la cabeza señaló hacia el sitio del que había venido. Y en seguida me dijo: “Tenés un manojo de lindos recuerdos”. Esto último, estuve seguro en el momento, me lo ofreció como una fórmula para amparar la dignidad, o lo que quedara de ella.

“¿Cómo es?”, pregunté, más por abandonar esa instancia que estimé casi de tasación, de dictamen, que por sincera intriga.

“¿Qué cosa?”

“La República” – señalé hacia la otra muralla.

“Nunca estuve adentro. Los guardianes de las murallas que protegen a la ciudadela sólo podemos aspirar a conocer indicios de lo que allí hay. Muestras de lo que es. El material preciso para componer el dogma infalible para el celo creyente, la obcecada vigilancia, la incorruptible lealtad”.

“¿Entonces, yo…?”

“Camine hacia allí – señaló hacia mi izquierda – y a unos doscientos pasos encontrará un portón similar al que yo le abrí. Golpee y véngase a esperar aquí, así al menos charlamos.

De qué pensé. ¿Qué me iba a contarme sino mistificaciones magnificadas por la inmediación de La República Independiente de La Boca; por estar sin estar en ella, sino en su epidermis, en su margen casi ajeno? Y, por otro lado, ¿qué iba a referirle yo? ¿Residuos, escombros, memoria adelgazada? Nos íbamos a mentir sin siquiera el afán de una ventaja.

En lugar de esas dudas, le pedí que especificara el plural que había utilizado al mencionar el término “murallas”.

“No lo sé. Yo conozco estas dos. Podrían ser las únicas. O a penas el principio de una cadena de barreras”.

“Entonces La Boca podría no ser más que un único edificio en pie. O una casona. O ni siquiera; una persona que nos recuerde a todos”.

“No, no, la ciudadela existe”.

“No puede saberlo”.

“Si puedo. El hecho de que esté aquí lo confirma”.

No quise seguir por ahí. Podía terminar por lanzarme afuera. Ahora, ¿afuera de qué, no lo sé? Porque esto era una continuación apenas distinta de lo que pretendía dejar atrás. Así que caminé hasta la otra puerta. Golpeé y me senté allí a esperar. El tiempo, que podía inferir con las sombras de las murallas, pasaba y no había reacción del otro lado.

El viejo me llamó con un gesto de un mano, y con la otra levantó el mate. Me acerqué. Hacia tanto que no hablaba con alguien de cualquier cosa que no fuese un miedo o una transacción, que me apetecía hacerlo ahora, en esta seguridad escuálida, incierta.

“Este puesto es conveniente por la soledad que permite – empezó a decir mientras cebaba -, pero, claro, tampoco hay que exagerar el retraimiento, que bien puede terminar por convertirse en una misantropía o una estupidez -, ni acostumbrarse demasiado a uno mismo”. Lo dijo como si tuviese opción. Aunque, qué sabía yo lo que se cocía en ese lugar; sólo lo que me había dicho el viejo que se me antojaba un San Pedro que, por ahora, acaso me había permitido este limbo para servirle de piadosa mentira, o alivio, a su soledad. Porque, de qué nos íbamos a decir sino mistificaciones magnificadas por la inmediación de La República Independiente de La Boca; por estar sin estar en ella, sino en su epidermis, en su margen casi ajeno. Y, por otro lado, ¿qué iba a referirle yo, sinceramente? ¿Residuos, escombros, memoria adelgazada? Nos íbamos a mentir sin siquiera el afán de una ventaja.

*

A mitad de la noche me despertó un lamento proveniente de la muralla análogo al primero. Me dirigí presto, como si la apertura que deducía sólo fuese a producirse durante unos segundos. Llegué mientras la puerta aún se abría. Se detuvo idénticamente a la anterior. Apenas una ranura para esa mole. Apenas lo justo para pasar.

“Entre”, una también voz añosa, profunda, ordenó.

Apenas hube atravesado el ancho de la muralla, la voz repitió el “Ahí nomás” precedente.

“¿Quién eres?”, preguntó.

Entreví una repetición de la que, miré hacia el portón aún entreabierto, podía escapar. ¿Podía hacerlo, realmente? La entrada anterior ya se había cerrado. ¿Estaba entonces abocado a obedecer una redundancia baldía?

Comencé a relatar un recuerdo, pero la voz me interrumpió.

“Quién eres, pregunté, no qué recuerdas”.

Dije mi nombre y me apellido.

“¿Por qué vienes?”

Sentí un profundo alivio. No había tal tautología. Apenas la necesidad de examen propia de la época, aderezada con la extravagancia que vemos en lo diferente.

“Porque sí. Porque allí ya no podía estar, ya no podía ser. Apenas una rutina mínima y menguante de supervivencia”.

“¿Cómo sabes que aquí no es distinto? ¿Cómo sabes que las murallas no protegen, sino que atraen?”

“No lo sé. ¿Es así?”

“No”.

“¿Cómo es, entonces?”

“No sé. “Nunca estuve adentro. Los guardianes de las murallas sólo podemos aspirar a conocer indicios de lo que allí hay. Muestras de lo que es. Lo justo para componer el dogma infalible para el celo creyente, la obcecada vigilancia, la incorruptible lealtad”.

Otra vez esa mismidad. Ese bucle probable dibujándose una y otra vez. Intenté infructuosamente divisar una tercera muralla en la oscuridad.

“¿Quiere un mate o es muy tarde?”

“Quiero”.

El viejo se entretuvo a un costado con un fuego pequeño y prolijo calentado el agua, murmurando consigo mismo.

“¿Hay otra muralla más allá?, le pregunté, indicando la indefinición de un adelante ennegrecido.

“Sí”.

Por supuesto, pensé.

“¿Cuántas después de esa?”

“¿Cuántas qué?”

“Murallas”.

“No sé”.

“Nunca se planteó espiar a través de la puerta cuando se abrió para que pasara alguien”.

“Nunca pasó nadie. Usted será el primero”.

“No puede ser”.

“¿Por qué?”

“Tiene que haber habido otros antes que yo que llegaran a estas murallas”.

“A estas, nadie”.

“¿Y la que anterior?”

“No lo sé. Tendría que habérsele preguntado a su encargado”.

“¿Nunca habló con él?”

“No está permitido”.

La luz fue construyendo el día y erigiendo la muralla que, no podía ser de otra manera, era idéntica a las previas.

Mi dirigí a ella con los primeros síntomas de derrota en las piernas. El viejo me dijo que volviera a esperar con él. Le hice que sí con la cabeza.

Ante la puerta me reiteré yo también. Golpeé con algo que se parecía a la fe, pero que era la porfía cruel de los ludópatas y los enamorados no correspondidos. Me senté contra la pared a esperar. Sabía que en algún momento habría de volver a la compañía del viejo a aguardar el caprichoso veredicto de quien juzga por la forma o intensidad con que se golpea el portón.

De pronto escuché como el eco de un grito multitudinario. Parecían estar gritando “gol”. Se acercaba el alarido como una onda implacable. Cada vez más nítida. “Gol”. La palabra llena de oes.

*

Me desperté confundido. La luz del sol se colaba de chanfle por la ventana – la tardecita, supe, inmediatamente, sin necesidad de procesar la información. A mi lado, en la mesa de luz, la radio rugía un gol de Boca. Me incorporé. El reloj de la alarma marcaba las 18.47. Mi habitación estaba tal como siempre. Abrí la ventana y el aire denso del verano entró más material que el gol. Abajo, en la vereda, mi abuelo tomaba mate junto al vecino, los dos sentados en sus banquitos de socializar. Todo estaba como debía estar, sí. Salvo por una bruma verdosa que se veía a lo lejos.

© Marcelo Wio

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