Cafetín insalubre

Siempre jugó así. En la calle chueca del pueblo al que nadie se había molestado en nombrar. En las calles maltrechas y periféricas de la ciudad a la que su padre fue a buscar algo que se pareciera a una suerte flaca. Siempre así, como bailando una seducción, meneando un valsesito. Siempre siguiendo un ritmo. O varios ritmos, más bien, porque iba cambiando de acuerdo… Iba a decir que variaba según la necesidad que impusieran las circunstancias del partido, pero no sé si es así, porque en más de una ocasión lo vislumbré llevando un compás que nadie hubiera imaginado para ese pasaje del match: por poner un ejemplo, un casi ballet para presionar en el medio campo contra Chacarita en cancha del funebrero una tarde de esas en que llueve y para y que cada tanto sale un sol inverosímil de no se sabe qué rendija de un cielo negro recalcitrante, y tiñe todo de un dorado que lo prestigia todo. Flotaba, che. No es una imagen exagerada. El tipo flotaba. O quizás se erigiera sobre la punta de sus pies. Y parecía contagiar esa liviandad con sustancia a todos los jugadores. Ahora que lo pienso – fíjese cómo son las cosas, que uno va elaborando aún después de tanto tiempo, y que precisamente con el transcurso del tiempo, uno acerca cada vez más el golpe al clavo -, decía, que ahora sospecho que siempre eligió él el tempo, que él imponía con esa música que sólo él oía y que transmitía a través de la cadencia. Claro. Como un taumaturgo. Después de todo, venía de allí, donde Judas perdió el poncho, como quien dice, es decir, de esos lugares donde la gente puede tener un trato más sincero (menos intermediado, cuanto menos) con la naturaleza y está más atento a las señales de su envés que cada tanto exhibe. Quien alcanza a entender el significado de una de una de esas manifestaciones breves, puede acaso invocar o usufructuar ciertas propiedades del universo, digamos. De esta guisa, él, con esos ritmos, movía vaya a saber uno qué partículas, provocando una secuencia lógica de reacciones imperceptibles que terminaban por afectar a los átomos de aquellos que inmediatamente lo rodeaban, y que los condicionaba, limitaba, a unos ciertos parámetros de actividad e intervalo, digamos, a una armonía dada. Gualicho, brujería, podría denominarse. Y uno piensa, claro, menos mal que le dio por el fútbol, porque si le llegaba a dar por la política o el hampa, mamita querida, nos ponía a bailar unas milongas que te las regalo.

Acá el amigo es afecto a la cháchara. Si no tiene para justificarla, lo inventa. Gracián, haceme el favor de traerme un cafecito más.

Otros sumaron pedidos ante la eterna cara de culo de Gracián que, según cuentan, protegía de indiscretos interrogantes posibles sobre su pasado. El de una habilidad extraña, o impenetrable, que la hacía casi infalible ante los intentos de los defensores rivales. Todo por esa mujer que le prometió tan rápido como le mezquinó su fidelidad. Eso estaba anclado allí, en Jujuy, a otro nombre; pero a la misma vergüenza, el mismo dolor que deshizo la complejidad de su destreza en sus elementos fundamentales, accesibles hasta para el más rústico de los jugadores.

Cada vez que Gracián ve entrar a este grupo de viejos fabuladores, teme que den, por el azaroso cambalache de las permutaciones de la realidad con el que se confeccionan los cuentos, con su historia, y que por esas mismas estocásticas de la saña del destino, alguno de esos viejos chotos recordara su nombre, el de Jujuy, y así, a lo tonto, porque los conocía bien, sabía que cuando encontraban un piolín de objetividad, se aferraban a él como si ello supusiera una transitoria tregua con el tiempo, y antes o después, uno se iba hasta el norte a seguir la historia y descubrir alguna foto de esas que aparecían en las revistitas o diarios locales. No, no podía ser. Por eso, como un grupo anterior, les iba agregando pequeñas dosis de cianuro en los cafés, las cervezas. Lentamente. Que no se note. Pero a cada fabulación, a cada divagación extravagante (cada vez más habituales; viejos de mierda se potencian entre ellos), se desespera Gracián: la estadística, presume, los echa encima de su pasado.

¿Conocen la historia de Armando Hitita? – preguntó uno de los siete tipos sentados sin geometría alrededor de dos mesas juntadas sin esmero de linealidad. Gracián se puso pálido desde su eterna vigilancia a unas pocas mesas de distancia. Esto no era casualidad. Alguien había trampeado contra la campana de Gauss. Este viejo hijo de una gran puta había hablado con alguien; posiblemente en otra tertulia similar a esta – sabía, por otros mozos, que había conexiones entre todas las tertulias de los cafés de la Capital, incluso que mantenían vínculos con el interior; entonces no había querido creerle, le parecía demasiado fantástico, casi un delirio conspirador por lo demás inútil.

Un jugador tucumano – una falla en el proceso de comunicación, pero que no afectaba en nada el producto desastroso para Gracián -, de una habilidad de esas que violan las leyes de la física o de alguna materia de esas en las que la mayoría flojeábamos. Me refirieron que, en dos temporadas, ni defensores, ni esos propios torpes que abundan, pudieron quitarle la pelota. Y el tipo no cometía ningún error. Ni uno. Y, acaso más sorprendente aún, la gambeta de Hitita era… invisible… imperceptible. El tipo que me contó esto no supo explicarme: la naturaleza de su habilidad no estaba incluida en nuestro lenguaje, nada la designa puesto que es flamante. Me va a mandar un recorte de diario donde aparece Hitita en plena gambeta. Me dijo que entendería lo que quería decir, sin poder hacerlo, sobre lo fabuloso de sus regates.

Gracián sintió que, si no se apoyaba en una silla o una mesa, iba a caerse redondamente. Le daba vueltas en una nube fría y sudada el pasado, la vergüenza de los cuernos, el dolor solidificado en torno del corazón, la primera pelota que le quitaron y el silencio que siguió, como de sopor a punto de superarse, de encanto caducando. Y las risas luego de la enésima pelota perdida chambonamente. No terminó el primer tiempo, salió corriendo de la cancha y no dejó de correr hasta su casa. Por la noche, anónimo, se fue caminando hasta la estación de tren. De alguna manera, no había dejado de correr hasta hoy. Vana es toda huida cuando de quien se pretende escapar es de los propios fantasmas. Gracián pensó que no estaba dispuesto a que su historia, que ya debería tener el derecho de la prescripción, lo alcanzara. Los invitaría s una copita. Después, a trabajar a otro café. La red de mozos, sabía, ya lo ubicaría. Después de todo, no hay mozo de cafetín que no le esté emigrando a alguna anécdota afrentosa.

El viejo iba por la parte de los cuernos cuando Gracián los invitó a una ronda de amaretto. Tendrían que haber sospechado algo los tipos; no son unos purretes precisamente. Como si no conocieran a los mozos de café porteño. Gracián se alejó luego de que todos dieran un sorbo confiado.

Gracián pensó con alguno que aún se parecía a la culpa. Pero no era del todo tal cosa. Había también un resentimiento que la aplacaba, aunque sólo al principio. Era ya el tercer grupo de viejos que finiquitaba por mera supervivencia.

© Marcelo Wio

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