Los adelantados de Catar

Cuando Kolo Muani recibió aquella pelota taimada no hubo casi nadie que no pensara, aunque fuese inconscientemente, que se había terminado el sueño, que tocaba ponerse a fabricar unas alegrías sin pretensiones; más particulares, a escala de hogar, de patio trasero. La exclusión de la idea de totalidad que se introducía con el adverbio “casi” es prácticamente despreciable: apenas tres personas (entre las que me encontraba yo mismo) conocíamos el desenlace. Miento, el término de ese lance particular de partido lo sabía sólo uno; el resto éramos partícipes accesorios, privilegiados, de la certeza de la consecución del Mundial. Sí, los partidos, los campeonatos, como los combates, como había entrevisto aquel habilísimo boxeador – quizás, ahora que lo pienso, asistido por un personaje como el que amparaba (no estoy seguro de que sea el verbo apropiado) a la selección – se ganan y se pierden lejos de las miradas; como si se jugaran antes de que sucedieran para nosotros, observadores; o con nosotros, ignorantes participantes…

Suelen suceder tales cosas, sí. Y otras. Y aún otras más. Todo el tiempo está aconteciendo algo que no había acontecido aún. Entonces, la cuestión no es si un evento ocurre o no, sino la frecuencia con que lo hace y si podemos percatarnos de ello; y, si lo hacemos, si esta apreciación nos permite incorporarlo al rango difuso de lo rutinario (de aquello que, aunque no del todo comprensible, termina por habituar a quien lo padece hasta extraer de él su claudicación, es decir, su indiferencia).

Su nombre era Vicente Olarán. Un tipo enjuto, callado – para un observador más o menos perspicaz, aunque inevitablemente limitado, parecía que no quisiera estar en la circunstancia o, incluso, en su propio cuerpo. Las palabras parecían pesarle en la voz y, si uno se pone más escrupuloso, en la existencia misma; como si estorbaran un proceso íntimo anterior al vocablo. Prefería, en sus escuetas y precisas comunicaciones, dejar notas; oraciones lacónicas, realmente.

Ese no era su nombre, evidentemente. En cuanto entrevieron sus, llamémoslas vulgarmente, dotes, aquel que había sido, cesó de ser. Para ser fieles a la realidad, tampoco es que hubiera sido mucho más que un silencio que todos en el villorrio que vivía terminaron por incorporar a los elementos más o menos estáticos de lo que se denomina entorno. Así, si le dieron un nuevo nombre – como acto de inauguración de incógnita identidad – fue por esa esclavitud de los burócratas (vamos, de todos) a las convenciones, al papel asignado; porque a partir de entonces nadie del pequeño círculo al que fue confinado lo trató siquiera de usted, o de tú.

El hombre al que se lo llamó Olarán era uno de esos seres que son algo más que su presencia, que su objetividad; era varias realidades, o una formidablemente variada (que, incapaz o resistente a agotarse en su propia jurisdicción, inexorablemente rebalsa, permea, poniéndonos pedestre o pedantemente líricos, hacia el éter). Quién puede conocer cabalmente tales cuestiones. Mi entendimiento, o mis competencias, no alcanzaban más allá del trámite de identificar su excepcionalidad; de notar, digamos, una minúscula fracción de esa suerte de trasvase o de esa comunicación entre él y… No sé qué. Estaba tentado de decir ‘el ambiente’; más ello es una restricción absurda, como se comprenderá más adelante. Lo suyo no está vinculado con lo inmediato. O, mejor dicho, no está acotado a lo meramente aledaño (en tiempo y en espacio).

No era, pues, una concreción lo suyo – si bien, claro está, uno podía, puede, observarlo (su posición, sí; más no su movimiento; y viceversa, por extraño que suene) -, sino una suerte de incesante e imperceptible mutación de posibilidades; como si buscara, conjeturo que no del todo voluntariamente, un código a fuerza de fatigar prolongadas combinaciones, quizás intentando percibirse, definirse para sí mismo, o acaso tanteando otras experiencias o buscando conectarse con algo que se asemejara a una existencia al uso, por denominar de alguna manera esta debilidad tan humana que nos aqueja de ser con cierta concisión, terriblemente puntualizada.

He querido explicar, o, antes bien, echar algo de luz sobre Olarán, y sólo he alargado unas cuantas sombras más. Quizás en el transcurso del relato los hechos se expliquen mejor sin la mediación de este inexacto y torpe hermeneuta.

Lo vi de casualidad – que, por otra parte, es la única manera en que pueden suceder estas cosas, en 1999. No puedo especificar el lugar. Ni siquiera, fíjense ustedes, el país. Estoy autorizado apenas a decir que era un caserío de los que hay en tantos lugares: viviendas que han fatigado muchas vidas, tierra que flota como una segunda atmósfera y una pobreza que no parece necesitar mucho más que el beneficio de encontrarse aislada de allí donde la vida se ha ido quedado sin espontaneidad, ni compasión, ni ingenuidad.

Si supe ver su particularidad, su excepcionalidad, fue porque yo era de los pocos que, si bien carecía de la facultad, o la desdicha de la, digamos, anticipación, tenía, sí, otra menor, que había tenido mi abuelo y, antes que él, el suyo, etcétera: ser una suerte de intermediario o detector. Rara vez en el lapso de su vida uno de nosotros descubría a un de sujeto como Olarán. Pocos cisnes negros se ven de este lado de la circunstancia.

¿Cómo lo discerní? No sé. Simplemente lo vi y comprendí o intuí, más bien, lo que debía hacer. Casi como si hubiera llevado una cifra o una señal indeleble que yo podía ver y descifrar.

Pero igualmente todo esto es apenas anécdota, o mistificación, o embeleco. Una irrelevante nota a pie de página que, por lo demás, nadie creerá, o querrá creer – como sea, el resultado será el mismo.

Ahora pienso que debería haberlo conducido a cuestiones más productivas. Pero en ese momento, fue lo único que se me ocurrió: acercarme a la Asociación del Fútbol Argentino. No sé muy bien por qué me atendieron allí. Quizás sea algo habitual el trato con lo, llamémoslo, esotérico; ¿acaso no se habla siempre de las famosas cábalas y demás tratos con los hados del favor?

Llevaron a Olarán a la Capital. “Evidentemente”, me había dicho el hombre de la burocracia del fútbol patrio, al que llamaremos Rubén, “no podemos alojarlos (me incluyó) en el Hilton”. “Una pensión digna y bien ubicada será suficiente”, convine yo, ya parte de aquello. Nos colocaron en dos habitaciones limpias, prolijas, amplias y luminosas por la zona de San Telmo. 

Lo primero que anotó con su vieja lapicera 303 en el folio de uno de los blocks de notas que había pedido (y donde dibujaría, mayormente, extrañas figuras ondeantes hechas de líneas paralelas, como la obsesión de un loco, y extraños signos), sentado en un silloncito de su cuarto ante los dos que lo mirábamos como si se tratara del enviado de un dios o de un regio charlatán, fue: “Hay que perder casi todo para ganar algo. Ya se tienen media labor hecha. Sólo de la derrota se construye orgullo”. Cuando lo leímos y le devolvimos los ojos sin palabras, hizo un gesto como diciendo, las contradicciones son connaturales e indispensables para el orden de las cosas (sí, a veces los ojos se mandan unas parrafadas macanudas). O así interpreta mi memoria, con ese mejunje de ayer consumado y de hoy sobrado, esa última oración de Olarán.

Y enseguida escribió, y le mostró preferentemente a Rubén: “Dígale al que manda, que no tantee elementos entrenadores. El presente elemento tiene que quedarse, sino la estocástica de órbitas se va al carajo y no hay los eventos anhelados”. “¿Qué eventos?”, pregunté yo sorprendido ante el plural. “Campeonatos”. En la habitación se produjo un silencio más espeso que una niebla de tango o de ciertos entendimientos; y, con él, cuajó la fe precisa para que subordinarnos a lo que dijera Olarán.

Las horas en aquella pensión pasaban lentas, negligentes, golpeándose unas a otras sin violencia. Olarán se tiraba los días haciendo esos dibujos y algo que, a mí, me parecían cálculos. Una y otra vez.

Una mañana, que para mí era como tantas – el mate, la ventana con su porción de externalidad amasada, en la radio una melodía o un engatusamiento, un libro que siempre me prometía concluir-, Olarán entró en mi habitación sin golpear y me mostró el block, para que le transmitiera a Rubén: “El elemento 10 no se puede quedar en el su club presente. Hay una leve posibilidad que hay que cancelar”. No sé cómo, o siquiera si habrán tenido que intervenir en ese asunto desde la asociación. Nunca le pregunté a Rubén. Nunca me importó. Pero el “elemento 10” se fue.

Días después escribió: “Quiero ver a los elementos en un entrenamiento”. Claro, dijo Rubén, y añadió: “Puede hablar con ellos cuando quiera, cuando lo precise”. Olarán garabateó, diría que molesto, aunque ni de su caligrafía ni de su cara inexpresiva podía traslucirse tal cosa: “No tengo contacto con los elementos”. Fue la única vez que los vio, directamente. Desde un costado, casi como un bulto. Los jugadores ni se enteraron de su presencia. Ni el personal. Pero él los vio bien vistos: las confluencias, las divergencias de eso que los chambones llaman aura y que no es más que átomos, energía y tiempo y las gravitaciones levísimas de cada cual – me explicó una vez. No sé si ahí vio todo, pero vio una buena parte de lo que tenía que ver. No paró de garabatear en su block de notas: trayectorias, como llamaba él a esos trazos, a esas marcas como muescas en un palito – algo así como los intentos de un torpe aprendiz de dibujante. Observaba con una atención tal que parecía un tonto de esos que perpetran las ficciones malas con afán de moralina; y de pronto, esos arranques de anotación.

A la Copa América apenas si le prestó atención. Cuando la selección ganó, lo miré con algo que él interpretó correctamente como desconfianza. Recordaba la frase aquella que había escrito al principio: “Hay que perder casi todo para ganar algo”.

Me devolvió la comunicación visual sin emoción, como si no estuviera allí, y escribió: “El elemento selección es uno. Sus partes son movibles. ¿Su auto deja de ser su auto porque cambia algunas de sus piezas?”.

No terminé de entender qué quería decir. O si era charlatanería. Como sea, con su presencia se había logrado algo que, aunque sin duda meritorio, significativo, no era el objetivo que todos teníamos en mente. Rubén pensó en términos idénticos a los míos. Por eso siguió Olarán con lo suyo como hasta entonces. Por eso y porque él sí recordó el plural que afectaba a la palabra “campeonato” anotada aquel día inaugural.

En Qatar nos instalaron un departamento que, bajo cualquier estándar de definición, sólo podía calificarse de lujoso (o, más bien, de obsceno); muy bien ubicado, con unas vistas inútiles de un desierto que parecía el paño sobre el que se debía montar la realidad que se le antojara a quienes observaran desde esa atalaya fastuosa. Antes de marcharse, Rubén dijo que tenía entradas para los partidos por si Olarán precisaba asistir. Lo maldije cartesianamente cuando Olarán le repitió a Rubén que no necesitaba ir; con un televisor, como antes, bastaba – y ni eso, agregó con esa caligrafía apurada suya. El televisor – una de esas maravillas que parecen querer sugerirle al usuario que el verdadero privilegio no es asistir en vivo, sino verlo en ese aparato, que, por lo demás, sólo puede existir en un entorno que sostenga esa ficción (acaso más real que la propia realidad) – se quedó, por supuesto.

Un día antes del debut de la selección, luego de almorzar, Olarán se puso a revisar, como de costumbre, algunos de sus blocks, le noté un rictus leve, pero que en su rostro homogéneo equivalía a una conmoción. Enseguida comenzó a realizar lo que yo llamo cálculos, a falta de conocimiento de lo que hacía. Cuando concluyó, ya recompuesta la inmutabilidad habitual, escribió. “Tienen que perder para ganar”.

“¿Otra vez con eso?”, le dije yo – y el fastidio no respondía a esa frase, sino al hecho de no poder ir a ver los partidos en vivo.

Ni se molestó en responder a mi berrinche. En su lugar, escribió: “Y, como en todo, hay que saber elegir el momento oportuno: el primer evento”.

 “¡¿Perder con Arabia?¡”, sorprendido, indignado, casi ofendido, espetó Rubén, cuando, una vez que respondió a mi llamado y pasó por el departamento, leyó aquellas frases.

“Con el elemento que se opone en ese primer suceso, sí”, garabateó Olarán desinteresado.

“No lo puedo creer”, me dijo Rubén; “¿les digo que pierdan, así como así?”.

Violentamente, Olarán escribió un “No” que ocupó toda la hoja. Y enseguida la giró y escribió: “¿Qué no ha entendido? Se interviene sin intervenir: se incide mínimamente”.

 “¿Cómo?”, pregunté yo.

“Refresquen un temor en uno o dos de los elementos, una tristeza. Ustedes los conocen. Pero si no se produce ese resultado, la trayectoria se aleja de manera dramática del suceso que tanto les interesa”.

“¿Se hace imposible?”, preguntó Rubén, o yo; confundidos como estábamos.

“No puedo responderle esos términos. Se hace sumamente improbable”.

Rubén me dio su mirada para ver si con la mía podíamos columbrar un sentido. Como dos desesperados en un casino, con un montoncito leve de fichas de triste valor, que se ven intimados a apostar, depositábamos las vistas vacías sobre el televisor apagado.

Al fin, dijo “bueno”, y se fue. Me quedé con mi desahucio frente a la ruleta imaginaria del televisor que no paraba de girar.

En fin, lo que pasó ya se conocd. De manera que lo del VAR, visto desde el presente, si bien no pierde su carácter dudoso, cuando no culposo, no parece haber perjudicado a la Argentina después de todo…

Después de ese partido, de la inmutabilidad de Olarán frente al sujeto o al suceso de su estudio, pensé, con pena o, mejor dicho, con algo de lástima, que para él el destino, o esa serie incomprensible de eventos que conducen a un hecho dado, no era más que un juego, una compleja pero divertida lectura de una suerte de novela de esas que había cuando éramos niños, en las que con la lectura uno iba construyendo, digamos, su propio final (acotado a unas mínimas posibilidades inofensivas, en aquellas ficciones). Es decir, siempre un mismo ejercicio sin la emoción de reconocer los a los sujetos y sus telúricas emociones. Una vez, estando los dos juntos en su habitación, le pregunté qué veía o captaba. “Puntos. Momentos. Posibilidades: toda sumatoria de variables, de eventos, es inexacta porque no todo elemento del suceso tiene el mismo valor, ni todo elemento interviene en la misma dirección que decide una trayectoria entre tantas. Y todo elemento puede transformase en el núcleo de un conjunto de convergencias que definen una trayectoria más o menos clara. Caos. Pura belleza”. A mí, en cambio, me pareció todo lo contrario: un horroroso mundo que lo atrapaba en sus frías telarañas de probabilidades.

Ahora pienso si no me estaba tomando el pelo. En parte sí. Aunque sea una pequeña. Lo que vendría a continuación, no diría que lo confirma, pero sí que me inclina irremediablemente a esa creencia.

Para la final, vino Rubén. Era como si quisiera asegurarse de no sé qué variable que él mismo ni siquiera podía llegar a concebir. O que, sencillamente, quería compartir aquel final de un proceso con nosotros – como completando una gestalt. Cuando llegó, interrogó con la mirada a Olarán: “¿Afecta en algo mi presencia aquí, ahora?” Olarán le replicó una mueca de sonrisa y ese gesto negativo de la cabeza que sirve para expresar una tierna piedad.

Todo marchó bien hasta el segundo gol de Francia. Miento, hasta el primero; porque fue entonces cuando Olarán revisó por primera vez uno de sus blocks. Con el segundo tanto, sí, se hizo evidente su preocupación. Escribió: “Esto no está bien”. La caligrafía, temblorosa. Nunca lo había visto así: era como si su humanidad hubiese dado por fin con su cuerpo y se hubiera ingresado en él y comenzado a tomar el control del mismo.

Entonces, se abocó con fervor de extraviado a trazar, marcar. De pronto: “¡La grandísima puta!”, su voz inexperta, árida, como hecha de cáscaras secas y cagaditas de mono tití; desesperada, un tanto infantil y primitiva. Y, dirigiéndose a Rubén: “Llame a quien sea que llama, y que le digan a Otamendi que sobre el final del tiempo suplementario no tiene que llegar a una pelota que le tiran al 12 de ellos. Dibu aún tiene que crecerse más, sobre todo, frente a ellos…”.

Lo miramos con sorpresa, incluso con horror. Había dejado de lada aquello de “elemento” y había nombrado, había particularizado; había concretizado. Había metido mano en aquello, o en la manera en la que, habíamos entendido, no había que hacerlo.

“¡¿Ustedes se creen que tengo Bidú Cola en las venas, que no me gusta el fútbol?! No puedo dejar esto al lento discurrir de sus raciocinios que pueden interpretar cualquier cosa. Esto ya forma parte del hecho final, aquí ya no hay multitud de posibilidades. Es meter el dedo apenitas en el charco para que las ondas lleven al barquito de papel al lado que uno quiere. Nada más”.  

Con esa luz que la tontería deja a veces pasar, Rubén y yo entendimos: antes existían más posibilidades de enmendar lo que de tal manera no pasaría de ser una mínima chambonada. Tan cerca del objetivo, la equivocación lanzaría la trayectoria a la mismísima mierda.

Rubén se fue a una de las habitaciones y llamó a quien tenía que llamar. Enseguida volvió y nos informó: “Listo”.

“¿Listo en serio? Quiero decir, ¿se lo comunicaron al jugador? ¿Lo comprendió?”, preguntó Olarán.

“Lo entendió perfectamente”, aseguró Rubén, y su tono de voz me tranquilizó. Olarán realizó unos cálculos más durante el primer tiempo del suplementario. Pero en cuanto concluyó, se incorporó junto a nosotros en el sillón mayestático.

En cuanto empezó el segundo tiempo, Olarán hechó un vistazo a su block, hizo dos o tres de esas líneas panzonas, y dijo: “Señores, somos campeones del mundo”, y tiró el block por los aires y se sirvió un whisky.

Fuimos tres tipos, en un lujoso departamento catarí, los únicos para los que el tiempo no se detuvo en esos mínimos instantes en que la pelota le llegó a Muani. Fuimos tres tipos abrazados cuando terminó el alargue porque ya sabíamos que el resultado era irreversible. Mientras un país sufría, ignorante, en otra cronología, los penales, los tres llorábamos y nos abrazábamos, la tensión desecha por toda la habitación, los blocks y sus hojas volando por los aires. Qué sensación tan extraña es tener la certeza de un suceso antes de que este ocurra. Tres adelantados, parecíamos; fundadores de lo que tantos habrían de festejar, de lo que los jugadores, tan desconocedores como los hinchas, aún habrían de ejecutar.

© Marcelo Wio

La foto que acompaña este texto es de Mario Amé

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