Bártulos viejos. Como el museo de una memoria confeccionada para no permanecer. Son sus bártulos. Sus trucos: inocentes, fácilmente descubribles; inocentes. Nada ante los nuevos ilusionistas que confunden los sentidos, que confabulan las idiocias pertinaces. Sentado ante el espejo mira el maquillaje derretido resaltando los años tallados en los costados de sus ojos, de su boca, de su orgullo. La tristeza de los payasos, piensa; esos infames seres que atormentan con sus mofas siniestras: miniaturas de suplicios inquisitivos. Pero él no. No pertenece al rango de esos perversos. Sus bártulos, trucos. Esa magia leve que no engaña, que no pretende sumisiones ni adoraciones. La magia de ese instante ejecutado para su olvido inmediato. El trozo de algodón deshace la máscara. Cuándo se le rompió la sonrisa: se le cae el labio hacia la derecha en una mueca sin rasgos, sin personalidad.
Habla con el muñeco traicionado de un ventrílocuo que se cansó de hablar consigo mismo. La cabeza torcida, apoyada contra el borde del espejo, como una postal o un insulto o un recordatorio de algo que merece la pena ser olvidado (por sanidad, por pragmatismo, por amor propio; tantos motivos, que recordarlo es un acto de pertinacia). Dice, mientras se quita la base de maquillaje innecesario: Siguiendo el postulado de aumentar la inteligencia y el pensamiento por habitante por metro cuadrado, han creado una sociedad de suspicaces, de escepticos y tristes seres que han deconstruido las pequeñas magias, los minimos misterios. Ordenadores; esclavos del algoritmo. Frios, sin sentimientos o con los que ordene el diario y la radio y los gerifaltes del entretenimiento, de la moda. Han inutilizado a payasos (a estos, con mucho acierto, la verdad sea dicha), magos, nigromantes, tarotistas, funambulistas de vuelo bajo y oteadoras del futuro. Han denigrado unas costumbres, unas idiosincrasias sanas, primordiales, de engaños consensuados. Han cerrado tiovivos y musiquitas insistentes en su simplicidad sin contraindicaciones. Han acabado conmigo. Porque, qué va a hacer uno a esta altura del partido. Sin más recursos que una vida que ya no sirve.
Otro algodón para concluir el trabajo de despintado. Para qué el maquillaje se pregunta la pregunta de siempre y, como siempre, no se responde porque no tiene el ordenamiento de palabras para hacerlo. Se maquilla porque se maquilló aquel día hace dos o tres geologías, cuando tuvo que reemplazar al Gran Edmundo. Conocía el repertorio, mas adolecía de las artes del histrión que debe uno intercalar entre magia y magia: sin eso, la magia es truco, trampa ingenua.
Ahora todo es bufonada. Al muñeco que ya no puede replicar. Puras fantochadas. Ilusiones insulsas, donde la espectacularidad busca atontar y, así, asombrar a los tontos que andan deseando fascinarse, creer que esos milagros de saldo y fraude. Tanto pensamiento solo para ser conducidos más ordenadamente, más dependientes, entregados; eficientes.
La morosa mirada inocente del muñeco, estática. Aún con el brillo de la última contestación prestada. Estimulando – un rastro de algodones sobre la mesa; el rostro sin excusas ante el espejo – aplanaron a los niños, a los hombres. Asfalto de mercadillo. Rellenos de ciudad. Hay que ir hacia adelante, donde sea que eso queda. ¿Y qué coño es adelante? ¿Esa dirección es adelante para todos; o algunos deben ir de espalda? ¿Y dónde queda eso? Nada. Promesas de nada. Diferimiento de alegrías. Y uno aquí, con estas obsolescencias…
El espejo siempre tiene el mismo rostro. Siempre hasta hoy, dice, mirando el cristal rodeado de bombillas de luz – dos quemadas -. Hasta hoy, repite, lanzándole una mirada que es un manotazo al muñeco: si responde y me salvo, piensa. Se aplica el maquillaje inútil que ni oculta su identidad ni disimula los años y los desengaños. Siempre hasta hoy no tiene sentido, dice. Siempre no admite plazos, definiciones temporales. Debería decir desde aquel día hasta hoy. En realidad, desde aquel día hasta hace ya unos años en que quien enfrenta a este hombre es otro espejo o quien enfrenta a este espejo es un reflejo de un hombre que una vez fue.
Cinco para salir. Una voz, a través de la puerta abierta con cuidado, apenitas. Cinco minutos. Podrían ser diez o diez mil y nada cambiaría. No siguen un horario, se aferran a él. El muñeco del ventrílocuo – ¿cómo se llamaba? – en esa posición de entrega: igual que yo, pensó antes de ponerse de pie o lo que fuese ese cambio de posición sin consecuencias.
Sale al escenario. Una luz blanca lo atrapa y lo va a arrastrando hacia el escenario – ¿o era al revés? -.
Desde la oscuridad del fondo del patio de butacas, una voz, que es la del iluminador: No hay nadie.
Ya me di cuenta, responde. Como ayer, agrega.
Como ayer, asiente el iluminador. Y los días anteriores.
Meses. No recuerdo la última vez que hubo alguien sentado ahí – y señaló con un gesto de la cabeza y la mano derecha ese vacío de fantasmas sentados en unas butacas envejecidas y ridículas. Lápidas forradas con una imitación de terciopelo borgoña. Todas con su nombre. Y en cada una, como epitafio, desprecio distinto.
¿Qué hacemos?, preguntó el iluminador, que había preguntado esa misma pregunta antes, mas la volvía a hacer como si nunca, como si todo una novedad.
Hacemos – desde el escenario -, para nosotros, últimos sobrevivientes del naufragio, para algún melancólico que crea en lo intrascendente para su salvación, para las emociones de antes. Para poder decir que siempre intentamos dar lo mejor. Para humillarnos del todo, que es la única manera de dejar de hacer lo que, acaso, nunca habría que haber hecho. Hagamos.
© Marcelo Wio
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