Castigo insuficiente

Vagamente me reconocí. No sé cómo; después de tanto. Menos aún, por qué. No fue mi imagen, pretendidamente duplicada en el mezquino pero suficiente espejo metálico, la que delató al pasado. Fue la voz la que identifiqué. La voz que recordé haber entonado. La voz y su tono; las palabras que ésta pronunció. La decisión de esa voz. Las palabras y la voz de ahora son apenas sonidos de leves significados: indeterminación brumosa que intenta salvaguardar el recuerdo de una dignidad ya disuelta – y que probablemente procura, sin quererlo, camuflar las cobardías cómodas a las que cada día soy más afecto, a las que rutinariamente incurro -; o terminar por ocultar el rastro de mis días: cada vez más corroído, más nada. Breves los recuerdos. Como ajenos. Sé, por ejemplo, que mis pasiones (ya no me quedan) han sido siempre desordenadas y breves. Pero no puedo rememorar ninguna. El amor, no me cabe duda, me ha evitado (y yo a él), afortunadamente. He conocido afectos; la versión lógica, pragmática, de las emociones: duraban lo que debían y se iban enflaqueciendo sin reproches ni rencores en distancia y olvidos de ameno crecimiento paulatinos. Aquello que llaman amor (la palabra ya me produce disgusto), por lo poco que he visto de él a mi alrededor, es una mera convulsión caprichosa del espíritu con afán de dominar todo ámbito, parcela, de la vida: la prepotencia de la indiferencia (real o fingida; en este último caso, aún más terrible: pura inquina) frente a la entrega más absoluta y degradada. Nunca he comprendido su exaltación – y no por una sospechada envidia; no se vaya a creer -, que evita mencionar sus males y sus empeños últimos. Cómo llegué a estas confesiones peregrinas, no lo sé. Tiempo. Aquí hay mucho. Sí sé, en cambio, cómo llegué a saber el rostro que era yo y que me aguardaba hacía mucho en ese espejo inexacto. Sé también que la mano diestra que sostenía la navaja de afeitar es la misma que había utilizado para señalar, escribir, cortar, abrir… Ordenar. Disparar… La voz. La voz que entoné hace tiempo, que proviene de una región anterior que ya no soy. Profunda. Resuelta. Apremiante. Una palabra primera, surgió: Vergüenza. Con esa voz usurpando el territorio del presente. Usufructuando el mecanismo de fonación que uso actualmente. Siguió una pausa que sentí como una náusea creciéndome desde la conciencia. Vergüenza debería darte. La voz. Tú, que comandaste tropas. Que dispusiste destinos. ¿Cómo pudiste aceptar esa pantomima que llaman justicia? Justicia de hombrecillos minúsculos que jamás libran batalla alguna como no sea con los tinteros y los saldos bancarios. ¿Cómo pudiste aceptar su vergüenza como si fuese propia? El guerrero lava o encumbra su honor en la batalla: no hay afrenta en el acto recto del hacer, del deber, del actuar en el campo de combate. Allí termina comienza y termina todo. La vergüenza pertenece a otro predio; lejos de aquel en que el hombre se iguala con el hombre en los horrores de su naturaleza. Es lujo de cobardes, indecisos y embusteros. ¿Cómo aceptaste esa humillación, precisamente de quienes alentaban el avance de las tropas que mandabas? Acometida rápida. Económica: ni prisioneros ni escrúpulos – lejos de sus ojos delicados, en el frente -. Cuando se guerrea, bien lo sabes – y bien lo conocen quienes luego dicen no haber conocido, puesto que se los advertiste -, se cancelan las morales urbanas, ese invento endeble: la fuerza no puede transitar a su vez el espanto y el camino de las falsas y fallutas éticas de escalafón social. Se va a la contienda por dos motivos: defensa o conquista. Ninguno de ambos admite los melindres de la civilidad. Quien se defiende, lo hace hasta las últimas consecuencias: su derrota es la muerte (en el mejor de los casos) o la esclavitud y sus humillaciones. Quien ataca, lo hace de la misma manera, pero no porque su pellejo esté inmediatamente en juego – el de quienes ordenan la guerra, claro; los soldados siempre están jugándose la vida en el frente -, sino porque sabe que si duda, puede llegar a estarlo; y porque se avanza hacia un beneficio, y cuanto más se postergue su consecución, menor será éste. Dos son las cosas que postergan dicho objetivo: la fiereza del enemigo, su resolución ante lo inevitable (que quiere trocar en su contrario); y/o la propia flaqueza, endeblez. Lo sabían. Tú los previniste. Y aprobaron y decretaron comprendiendo tal escenario. Y festejaron aquellas primeras victorias rápidas – que juzgaron sencillas, simples: no contaron muertos ni heridos ni consecuencias -. Se lucraron, y cómo, con los primeros rendimientos: obras de arte, joyas suntuosas, campos, inmuebles. De todo; de lo de siempre. Ellos antes que nadie; sobre todo, que los soldados y oficiales que andaban guerreando esos provechos, adentrándose hacia el oeste que, también advertiste, no sólo eran terrenos inútiles en términos militares y económicos, sino que eran unas inmensas, evidentes e inhóspitas fauces dispuesta para engullir a todo un ejército… Ni la dignidad de la justicia castrense os concedieron: la única autorizada para juzgar lo que los civiles – y su justicia: un sainete presuntuoso y farsante; pura custodia de privilegios – no se atreven a realizar, pero que ordenan ejecutar en nombre de lo que sea, de lo que convenga: orgullos patrios en los que nadie cree, libertades que nunca son ni serán tales, la paz – sí, por ella se sale a matar, a atentar contra ella: es una paz que conviene más a unos que otros, claro; es decir, no es tal, es simplemente un estatus convenientes para algunos; todo militar lo sabe, todo político hace de cuenta que lo desconoce -, la moral. Pero nunca en nombre los motivos ciertos. Así pues, no se os juzgó. Se os mancilló, se os entregó, ofrendó, al escarnio público, para salvaguarda de aquellos que tanto habían aplaudido. Y ganado. Para que no tuvieran que restituir lo obtenido por vías de agresión – no todo al menos -. Ejecutaron la venganza de quienes terminaron por derrotarnos (el enemigo, pero sobre todo los connacionales – enemigos taimados para la traición -). No hay abyección mayor. Y tú la has aceptado mansamente. Tú, de entre todos los generales que la habéis aceptado. Tú, Don Emilio Márquez de Turienzo y Zamora. Tus antepasados, todos ellos hombres de armas y honor, no hubiesen sucumbido de esta manera ante estos hombrecillos. Aprieta esa navaja de una vez. Siéntele el filo. ¿Lo sientes? Mira la sangre. Eso que talla una salida no es arista, es redención: medio para resguardar el poco prestigio que pueda quedar agarrado entre tus apellidos nobles. Corta, hombre. De un tajo. Definitivo. No sé cómo reconocí ese rostro. Esos ojos que me prestaron unas imágenes que logré hacer ajenas con el tiempo. No, no fue un logro…Esos ojos detrás de unos párpados en un ángulo de odio diedro, inmisericorde: una saña cínica y sádica riendo dos pupilas exactas, orgullosas, descaradas, seguras, impunes. Mi voz imponiendo atrocidades que, estoy convencido, no conocía antes de aquella orden, de aquel día. El tercero desde el inicio de la invasión. En las afueras de aquel pueblo extranjero – a un día de camino de una ciudad que se había rendido antes de nuestra llegada (las ciudades ofrendan a sus campesinos, primero, y a sus pobres después; las ciudades pierden las guerras y reclaman las venganzas y los resarcimientos) -. Allí, en ese barranco emparchado de barro frío, como si todo se hubiese dispuesto para la abyección. Allí me desconocí para siempre. Esos ojos me miraron. La voz obscena ya no habló. Mi mano quitó la navaja de afeitar del contacto con mi cuello y la apoyó en la pequeña pila de mi celda. Una pequeña marca pitagórica, rojiza, como un collar muy ajustado. Alguna sanguinidad promoviendo un derrame fino, descomponiendo la ridícula simetría. Nada más. La voz. Los ojos. Huyeron definitivamente. Debo estar aquí. Cumplir mi pena. Injusto castigo. Insuficiente. Pero, ¿cuál sería la sanción justa, adecuada, para mis actos? La muerte exime. Talión no castiga, refleja, iguala; lo que termina por desembarazarlo a uno de las culpas. No sé cuál es la respuesta. Me temo que los hombres no pueden condenar algunas de sus acciones porque no surgen de la humanidad que pretende corregirlas. Pero no soy quién para desarrollar teorías. Soy, aún hoy, un hombre de acción. Me limito, pues, a intentar sumar pesadillas y suplicios a mi reclusión; evitar cualquier viso de normalización en mis horas, de habituación a las rutinas, a esta circunstancia de encierro. Lo intento. Lo juro. Pero no es fácil. La memoria ha quedado atada a esa atrocidad: en esos ojos, en esa voz. Ya no está aquí. He tratado de crear terribles, feroces, tormentosas memorias apócrifas, pero no he podido creer en ellas – y siempre han sido exiguas: lo que hice no se puede imaginar ( si ni siquiera puedo hacerlo yo, que lo perpetré) -. Hago lo que puedo para que la condena – reitero, escasa – que me impusieron se parezca lo menos posible a un retiro espiritual, a un mero almacenamiento de incomodidades. Hago lo que puedo para que sea penitencia. Una merecida mortificación. Pero no es fácil. No lo es, cuando los carceleros ya han transmutado la repugnancia inicial en una suerte de conmiseración que, lentamente, va pareciéndose más una siniestra admiración. Maldito tiempo que, en contra de lo que se cree, no fabrica memoria, sino olvido.

 

© Marcelo Wio

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