Comenzó a morir el 5 de febrero de 1974. No, no fue el día de su nacimiento. No es este el relato de una boutade semejante. Ese es un destino que todos conocen y que nadie puede cambiar. En cambio, de haber conocido lo que ocurrió en la fecha mencionada, podría haber hecho algo por alterar el desenlace. Pero jamás supo que en un café del barrio de Pompeya dos mujeres y un hombre se reunieron con un uruguayo que había llegado a la capital exclusivamente para esa entrevista. Que en los breves trece minutos que estuvieron reunidos se pronunció un nombre, y se adjuntó una fotografía que, si bien vieja, suponía una identificación cabal, un sobre con dinero, en dólares. Poco más. Esa, dijo el uruguayo, era la primera y última vez que se verían. Ya se enterarían de su efectividad por los canales habituales por los que se comunica la muerte de un familiar o un ser cercano: una tía, una vecina, siempre dadas al histrionismo luctuoso.
Sobre las ocho y pico de la tarde se perdió detrás de una esquina el tipo aquel, que dijo ser uruguayo pero que podía ser de allí a la vuelta o de cualquier lugar del continente – el acento tenía esa tersura que delata un simulacro, un encubrimiento; casi como los dobladores de películas o los desarraigados. Quizás, pensó, en el hombre que salió con las mujeres poco después de que saliera el oriental, era uno de los tantos que habían servido durante de la dictadura y había tenido que ir con la vuelta de la democracia. Pero enseguida se corrigió: esos nunca se tienen que ir. Esos siempre vienen al pelo. Lo vio tan poquita cosa. Tan reducido. Habitando esa edad donde se supone que los hombres se resignan al deterioro – lo que tantos confunden con hacer las paces con el destino, con la vida. Mas, para empuñar un arma y matar a un fulano no hace falta tener pinta de matón, de mercenario retirado; lo contrario es probablemente más acertado.
Las mujeres, más pragmáticas, hicieron de cuenta que aquel encuentro no había tenido lugar. Que aquel café marginal era una excentricidad que se habían permitido. Un safari urbano; convenientemente cercano. El hombre aquel, una colorida instancia de esa incursión.
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Cincuenta mil dólares. Eso cuesta encargar una muerte limpia, sin rastros. Probablemente, se abarate si no se tienen muchos remilgos. La vida vale lo que la necesidad del ejecutor – y los escrúpulos del contratante. En realidad, si uno se ajustara a la realidad, la vida no vale nada: llega como carambola – sea por desliz o voluntad -, y se extingue de la misma forma, por más indicios que ofrezca en forma de enfermedad o desesperación. Si le damos una elevada cotización, de índole moral, legal, es para encarecer el impulso vindicador humano. Así, sólo los que de veras ansían el poder (de las los barrios privados a la villa: en sus diferentes grados jurisdicciones), los peores entre la especie, son los que pueden y se permiten recurrir a este servicio.
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El motivo es algo por lo que, eventualmente, indagarán quienes investiguen la muerte del sujeto – siempre y cuando el método no simule las causas naturales. Creyendo que las causas conducirán al ejecutor. Ninguna razón se dio en esa reunión. Ninguna necesitó el contratado, más allá del monto, que es fundamento suficiente. La concatenación de pistas y motivaciones son más un aderezo filosófico para una profesión – la del detective, el policía – sin más lustre que el que han creado algunos escritores. Amor y dinero, y sus derivados; a eso se termina por reducir siempre el motor de un crimen. A veces, incluso, el capricho, la afición.
En última instancia, las causas siempre están en el muerto. Incluso cuando el azar lo pone en la trayectoria de la bala o la piedra, o lo que toque, que estaba destinada a otro. Incluso entonces la razón está en la propia víctima, en su infortunada sincronización con los tiempos del mundo, de la circunstancia.
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Cincuenta mil dólares. Una cifra nada despreciable. Precio que depende del ejecutor, de la víctima – su importancia, notoriedad; lo que implica mayor o menor facilidad para llevar a cabo el trabajo y la presión social por encontrar al perpetrador – y de quien encomienda la tarea (su poder adquisitivo, la posibilidad de que se arrepienta una vez consumado el contrato, etc.).
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5 de febrero de 1974. Siendo estrictos, comenzó a morir cuando realizó aquello que finalizó en aquella reunión concisa en Pompeya. En el momento preciso en que efectuó la primera acción, en que su voluntad o su inconsciencia desencadenó la precisa cronología que condujo a su final. Esa fecha es evidentemente anterior: 3 de noviembre de 1973. Poco transcurrió entre una y otra. Poco habría de transcurrir entre la segunda y la tercera, 17 de febrero de 1974, cuando el contrato se cumplimentó. Los restos no fueron encontrados sino hasta el 6 de abril de ese año.
Podría haberse concluido el proceso puesto en marcha en esa fecha ese mismo día, o, como mucho, al día siguiente. Si llevó tanto tiempo transitar de la sentencia hasta la ejecución, fue por el sicario, al que creyeron oriental, pero era un libanés que hablaba cinco o seis idiomas como un nativo, y cada uno de ellos en las diversas variantes regionales, sus acentos precisos. Había intentado el oficio de intérprete y traductor, incluso de profesor, pero esas ocupaciones apenas si alcanzaban para proporcionarle lo justo para sobrevivir un mes más cada vez. Con su padre había aprendido a tirar. Primero revólveres para cazar liebres, luego escopetas para perseguir presas mayores. De su abuelo había aprendido las ventajas y los prejuicios del cuchillo. Con sus primos y vecinos, los primeros rudimentos del puño; que luego perfeccionó con un filipino en Malta. Todo lo había conducido, en definitiva, a una actividad más que clara.
En fin, que el año anterior, durante un trabajo en Estados Unidos había visto la película El día del Chacal, y había decidido que su próxima tarea replicaría medianamente los pasos del ejecutor (evitaba la palabra asesino como el creyente el motivo que lo arroja a la fe, a esa repetición que requiere de su atención y que remeda el olvido imposible). Siempre interpretaba alguna novela o película. No tanto como divertimiento, que lo había, sino porque estaba convencido que involucrarse metódicamente en un papel le otorgaba a lo engañosamente sencillo un halo de respeto, de atención, que impedía que cayese en las trampas que la rutina va elaborando. Y, claro, si la ideación es acabada, termina por imponerse a la realidad, por convertir sus elementos en ingredientes de la ficción. Así, todo es más fácil: sólo decorado y personajes. Entonces, bang y a otra cosa mariposa; a otra fantasía.
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¿Cómo será ir por la vida desconociendo que alguien le ha puesto fecha de caducidad a es ir yendo por la vida? Aunque él debería haberlo sabido. No tanto por las hermanas, a las que no conocía, sino, por el padre, que era famoso por ejercer el apellido con tanto ceñimiento, tanto fanatismo. Es decir, ampliando, como digno heredero de esa estirpe, la jurisdicción de su poder. En términos más sencillos: impiadosamente, con un dejo de gozosa crueldad; no dejando que nadie pisotee de manera alguna ni siquiera a los miembros despreciados del clan. Es más, acaso en esas instancias, ejerciendo la brutalidad de manera teatral: desmedida, casi rubricada con su firma. Siempre supo que se trataba de un miembro de esa familia. Ninguneado, sí. Un motivo de vergüenza, también. Y por esto mismo es que debería haber estado sido más cuidadoso. Tanto, que ni debería haberse acercado al muchacho.
Aunque, él tuvo que saber lo que era. Por remota que quisiera imagina esa posibilidad, esta tuvo que haberlo atormentado mínimamente, cuanto menos en el plano inconsciente. Nadie puede ir por ahí en la inopia total; un completo imbécil que no puede sepa unir los cabos más elementales con el nudo más sencillo. A poco que sepa atarse los cordones, el apellido, el muchacho maculado, le hecho expuesto como un cartel mayestático, convergían en la idea de una consecuencia. Fuere cual fuere. Y el apellido, por el amor de dios, casi gritaba el concepto de castigo, de violencia.
Quizás hacer de cuenta que no sabía era una forma de anular lo que conocía o que sospechaba, y temía. Quizás todos, todo el tiempo, estamos haciendo algo por el estilo. Quizás las personalidades no sean otra cosa que los artilugios de los que nos servimos para salvar al íntimo yo, el que se equivoca, el que reincide y luego se enrosca debajo de las risas, o las lágrimas, según el aparato que cada cual vaya erigiendo con el tiempo y los elementos que tiene más a mano y los que cree que sirven al propósito de desviar las inquisiciones de los sabuesos de la realidad.
El paso de los días y las semanas favoreció, por otra parte, la ultimación de ese simulacro, de la puesta en marcha de los mecanismos de auto engaño. Los fingimientos ajenos interactuando con los propios. ¿Cómo puede la razón tener una oportunidad entre tanto simulacro?
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No fueron cincuenta mil. Fueron más. Algo más de cien mil, de hecho. En un bolso de cuero que había sido de la madre de las hermanas. Mellizas ellas. No sé de donde salió la cifra de cincuenta mil. Quizás una confusión. Quizás la costumbre de ocultar algo al fisco. Y a don Mauricio. El padre de las mellizas. ¿O son gemelas? Se parecen tanto, que parecen la misma y su eco. Yo les di el bolso con el dinero. De ahí, se entiende, la inexactitud de la cifra. Es una debilidad que me acompañará a la tumba. O que, probablemente, me lleve a ella.
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Sí, el viejo era jodido. No se puede ser de otra manera si se dedica uno a ganar y embolsar siempre. Incluso, o sobre todo, cuando se debería haber perdido. Un cliché; que, por serlo, no es menos cierto. Pero esta no es la cuestión. Las hijas. Las hermanas. Las gemelas. O mellizas. Esas dos eran otra cosa. Como hechas de una deuda familiar acumulada. El pagaré de un pacto. Nacieron aisladas de la moral – y la familia en que lo hicieron, ese poder, es decir, esa impunidad, esos medios, no hicieron sino acrecentar lo que traían de fábrica. En otra circunstancia, no habrían pasado de ser dos malandras de medio pelo o dos putitas de las que abundan.
Inescrupulosas y con una inteligencia afín – hecha para el cálculo estratégico, para la perversión inulta. Así las definió Manrique, el contable de la familia, una tarde de confidencias que habría de salirle cara unos años después – y que alguno interpretó como una forma subsidiaria del suicidio; una forma terrible a la que se añadía la innecesaria angustia subsidiaria de no saber cuándo, ni, sobre todo, cómo. Porque con esas dos, no podía esperarse una misericordia, un gesto benevolente. Las características enumeradas por el propio Manrique hacían sospechar que, dado el cargo de este, las potenciales traiciones y el contenido trascendental de estas, la suerte del administrador no podía pertenecer a la esfera de ideaciones del común de las personas. Y así fue. Una muerte que, dicen, no llegará nunca. Refieren que lo someten cada viernes a tormentos elaborados durante la semana – mientras un cuerpo de médicos traídos de la Unión Soviética lo vuelve a reclamar a la vida. Muchas cosas se dicen; mucha imaginación tiene la gente. Una imaginación truculenta que, cada tanto, cuando se alinean las inmoralidades, se derrama a la realidad.
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El departamento, por arriba de la propia ciudad, como afuera de ella. El lujo educado. La inocente y prepotente seguridad al mostrar rasgos leves de lo que todos fingen no saber: refinación, sensibilidad artística, y toda la variedad de eufemismos para decir maricón que encuentran quienes, por temor, subordinación calculada o urbanidad teatral, se han acostumbrado a perpetrar las bajezas por persona interpuesta. Todo eso debería haberle como mínimo sugerido una prudente discreción. La indudable foto en uno de los estantes de la biblioteca. El parentesco patente: el hombre, esas mujeres idénticas, la madre triste, lejana; el muchacho sonriente e indigno. Y aún así.
Pensó, sin razonar, que era una oportunidad. Lo suficiente para irse. A París, Londres o Nueva York. Lejos de la estancia grande que, estimaba, era el país: extemporáneo, dotado de falsificaciones de modernidad y sofisticación. Era tan sencillo. Qué maricón no tenía un amigo fotógrafo. Qué padre no daría lo que fuera por que desaparecieran esos indudables y descarnados testimonios de la naturaleza infame del hijo.
Ser capaz de vislumbrar el carácter de un país. O de quienes lo dirigen. Y no calcular más allá de la trillada trama de una novela negra desfasada. No considerar el símil de estancia que tantas veces había sacado a relucir en reuniones y postcoitos: la negligencia de no vislumbrar sus componentes básicos: el estanciero, los administradores, los capataces, los peones; las obediencias debidas. Como si el poder fuese una unidad, y no una red de reaseguros, compromisos e impunidad. Sí, también de traiciones. Pero internas – es decir, sujetas a una lógica particular, de la cual los giles no pueden valerse.
Encontrar al fotógrafo y los negativos llevó apenas un par de horas después de que las fotos llegaran a las manos de las hermanas. El secretario sabía muy bien a quien llevar qué sobres. Y sabía aún mejor, que no quería conocer su contenido.
Menos aún llevó encontrarlo a él. Como quien dice, aún con el sabor del pegamento de las estampillas y el sobre. Se aseguraron de que no conservara copias en su casa. Y lo vigilaron. No ellas, se entiende. Y después, Pompeya. Y más allá, qué carajos le importa qué hay más allá de un lugar que deja de ser en cuanto lo abandonan. Como tampoco volvió a importarles él. Ya no existía: había empezado a morir. En breve alcanzaría el grado de inexistencia del fotógrafo. La estancia estaba en orden.
© Marcelo Wio
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