No van a venir

No van a venir, dijo la voz detrás del rostro quieto algo más adelantado y congelado en una expectación gastada, o casi una desilusión adiestrada.

 Para qué iban a venir. Ya vinieron una vez. Pronunció otra vez. E insistió: Para qué iban a volver. Vieron. Llevaron lo poco que había. Se fueron.

Pasó mucho. No tenemos noticias de lo que ha sucedido por allí – respondió el otro rostro sin inmutar ese gesto incompleto, como colocado en su sitio por un fustazo, sin señalar hacia ningún sitio; allí era cualquier otro lugar que distara más de un día a pie. Quizás estén desesperados y cualquier austeridad les valga. No sería descabellado que razonaran que en todo este tiempo hemos repuesto algo de lo poco que encontraron aquella vez. Incluso, podrían pensar que nos hemos aplicado, porque sí, porque no tenemos más que las labores para justificar nuestra existencia, y que lo poco esta vez pueda ser más que la anterior; que lo poco de la otra vez era poco porque otros antes que ellos…

Como poder ser, todo puede ser.

Todo no. Pero lo que ha sido, eso seguro.

*

A los tumbos volvió. Pero era sólo la noche. Torpeza oscura. Asumieron la benévola trampa de intimidad que brindaba como cualquier otro engaño que se acepta a sabiendas; después de todo, acaso ese afecto no fuese del todo falaz ni un mero sustituto de otras posibilidades que ni uno ni otro creían siquiera haber tenido alguna vez: pueblo chico, mezquina estadística. Ya no pensaron en si venían, volvían, o si aquellos que acaso aparecieran, lo harían por primera vez, o harían de cuenta como si así fuese. Todo, aunque repetido, tiene un algo de inicial. Si no, ya a me dirá usted.

La oscuridad, hurtándole la presencia, facilitó la voz de alguno de los dos: no fue obra mía, pero lo presencié con el silencio hermético, casi militante, de los cobardes. Y luego prolongué ese mutismo difícil en una complicidad ineludible. No es fácil componer esa abyección cuando hay tanto tiempo y material para la culpa. Hasta al más curtido de entre los pusilánimes y los canallas termina por corroerle una entereza, una dignidad. Ojo, que no lo computo como mérito. No se vayan a creer. En mi caso tenía el estímulo del miedo: el chantaje de la mirada de Feliciano ejerciendo su poder condenatorio aún más eficazmente después de muerto.

*

Los vio venir…

Sí. Y se me atragantó la advertencia.

Se sabe de fenómenos tales producidos por el terror.

No fue eso. No inicialmente. Pensé que aquella incursión – nunca creí que era otra cosa, como una embajada o algo por el estilo – nos obligaría a un cambio, que descarrilaría la rutina sobre la que avanzábamos tan quietos.

La otra voz se hizo apenas suspiro. A saber, si de mero acuse de recibo, de censura deshilachada, de cierta comprensión retrospectiva.

Enseguida se hizo inútil cualquier alarma. Y entonces el pánico y la vergüenza decidieron por mí una inacción casi mineral. Quieto. Ya otro. El hecho que me recolocó en el instante fue verlo a usted corriendo. Quizás un resto de dignidad o, incluso – me aferro a creer –, un novedoso ímpetu de voluntad, me llevó a llamar su atención para atraerlo hacia mi refugio. No sé si lo salvé o lo condené a vivir una prolongada derrota.

Si hubiese avisado, ¿qué habría cambiado?

Hubiera salvado…

No estoy seguro de que hubiera algo para salvar. Tan rendidos… A esa rutina que usted decía. Tan vieja, tan… elemental, que ahora se me hace inhumana: una esclavitud sin amo.

Gracias.

De nada.  A veces, sabe, aunque sea, hay que descolgar la cotidianeidad de las expectativas. Así, cuando menos, se evita uno ciertas infamias íntimas.

***

Cuando se despertó, el vaso con agua donde ponía la dentadura postiza, sobre la mesilla de luz, ya tenía burbujas. Por su cuantía y distribución, calculó que había dormido unas cuatro horas y veintitrés minutos. No estaba mal. Otro sueño de esos. Como película húngara en blanco y negro; de cuatro horas y pico de duración.

Esas palabras pegadas a su envés como los párpados al despertar. Le habían dicho que el gomero frondoso del fondo del patio guardaba las conversaciones. Que debía tener, por la edad evidente de su tronco, entre el ramaje, conversaciones, monólogos, desde una época anterior a la conquista; incluso, antes del descubrimiento de esas tierras. Conversaciones e idiomas, dijo alguien. Allí dentro. Guardados quién sabe para qué, porque el árbol o no puede o no quiere transmitir toda esa comunicación.

Eso le dijeron cuando compró la casa. Cuando el tiempo era una palabrita meramente burocrática.

La casa desaforada, la llamaban. Por respeto, decían. Pero era por el temor que inspiraba Santibáñez. Esas murmuraciones que arrastraba de un lado a otro. Y que parecían proferidas en otro idioma. En otro lamento.

Es método común transferirle a un inmueble, a un objeto, unas ciertas propiedades extraordinarias para exonerar los miedos irracionales, los amilanamientos que inducen a desindagar, a proferir explicaciones que trazan hipérboles desquiciadas por sobre la razón, saltándosela olímpicamente, con y sin garrocha; a aceptar el consenso de parloteos fantásticos.

Poco después, cuando comenzó a escuchar, sospechó – que, en realidad, es una forma de decir que supo sin querer creer en ello del todo – que le hablaba el árbol cada vez que pasaba a su lado, porciones de esa información que se le suponía almacenada, o que él podía oírla probablemente por el mero hecho de haber comprado aquella casona devaluada: un puro pragmatismo, obediencia o inevitabilidad vegetal.  Como sea, enseguida cayó en la cuenta de que, cada vez que había andado por el patio del fondo, que era a menudo – la quintita, la tranquilidad de ese simulacro de aislamiento -, luego, durante la siesta o durante la noche, soñaba aquellos jirones de decir envueltos en una neblina que probablemente era propia del árbol, de su incapacidad de imaginarle escenificaciones posibles a esos relatos.

Pensó en algún momento en dejar de ir al patio, e incluso, en vender la casa, cuando los sueños fueron ocupando un espacio que había sido suyo: esto es, la memoria; naturalizando lo foráneo como algo propio de su historia, de su idiosincrasia. Pero algo lo arrastraba allí. No era una fuerza. Ni siquiera un impulso; al menos, no como uno los intuye o cree conocerlos. Una obediencia atávica, podría decirse. Una pertenencia a ese proceso del que, fue comprendiendo, el árbol era tan instrumental como él mismo. Y, como este, tampoco él podía difundir el contenido de esos recuerdos que iban desplazando a los suyos: ¿qué decir? ¿Apenas trozos de algo que podía haber sido o no, de querellas pronunciadas a nadie; flecos que, con suerte, podían considerarse como los manotazos sin significado de quien naufraga en su propio ser? Además, él no se sentía inclinado a comunicarlos. Oír sin saber que se escucha; y soñarlos como si ese fuese una suerte de método de catalogación y registro; a eso, calculaba, se limitaba el convenio impuesto.

Tal vez el árbol estuviese muriendo. Tal vez él se estuviese imaginando todo… Acaso aquellos sueños estuviesen construidos con el material de una memoria, la suya, que estuviese caducando, y esa proyección onírica era una forma de adiós, de desfilado tránsito hacia el olvido: un olvido de sí, ante sí.

Pero no. Porque no todo lo que vivía en sueños estaba en su idioma. Mucho provenía de otras lenguas que, no entendiéndolas, las comprendía tan cabalmente como la que él hablaba – aunque no podría, aún si quisiera, traducirlas. Y porque los rostros que alcanzaba a ver, los paisajes que sus palabras describían o evocaban casi involuntariamente, no pertenecían a esa geografía presente.

Además, las voces, aunque muchas veces tuvieran sentido gramatical, carecían de sentido en el plano, digamos, de la real, pragmático. Eran como vocablos en una inmensa bolsa de decires, de canicas, de identidades. Como la humanidad. Vaya uno a sistematizar algo en ese desorden, a establecer una coherencia. Mucha suerte, caballero.

***

No van a venir. Ni ellos ni las voces que fueron. Ni las verdades ni las mentiras que enhebraron con más o menos coherencia. No pueden venir, dijo la voz detrás del rostro quieto, aunque ahora no más adelantado. Casi incorporado al perfil del otro. Como si no fueran dos. Rostros. Si la voz del otro – rostro – no se pronunciara, a esa hora de sol ladino, ladeado, trazando sombras efectistas, en fin, que no se notaría que son dos – rostros. Pero esa segunda voz dice: Siempre están. En alguna parte. En alguna memoria. Y eso siempre está viniendo.

El rostro de la primera voz, ahora sí, se adelanta; casi como si para decir lo que dirá, precisara desdoblarse – en realidad, evidenciar su unicidad: Contradictorio, lo que está, está, por tanto, no puede venir, porque eso sería dirigirse hacia donde está. Y lo que viene, o llega o no llega. Pero no puede perpetuar su tránsito: lo igualaría con la nada, con lo imposible, con…

Un sueño que se sueña. Un hombre que es árbol que fue hombre o sombra y silencio o riacho o lo que fuera que hubiera habido en esa cronología de perseverancias, no se ciñe a las normas que definimos como si realmente lo comprendiéramos todo.

Pero si siempre están viniendo, siempre estamos esperando – obligada referencia de esa errancia. Siempre estamos. Esperando o lo que sea.

Sí, de alguna manera, estamos. Con esta forma. Con la que nos toque luego: aquella a la que más de nosotros del toque.

***

Hay días en que cambia la historia de un fulano o de un pueblo para siempre.

Bueno, hasta que vuelve a cambiar de nuevo, por voluntad, chambonada o azar. Eso se dice , Santibáñez, ligado al patio, al árbol, al pasado multitudinario del que empieza a dudar. Como duda de él mismo: ¿es un pedazo de medianoche, la disolución de una hora liminal? Se seca el sudor para disimular que retira unas lágrimas trasnochadas; y las baja a la boca y se le llena el pañuelo de labios y palabras apelmazadas que no se permite siquiera escuchar él mismo: Nada es más peligroso que un hombre que conoce (las voces de) el pasado.

Aún aquellos que nunca habían ejercido el legado violento que, se afirmaba, había traído de Europa a tanto bisabuelo, o una lejanía filial aún mayor. Una maldición. El precio remanente de una deuda grande; con visos de eternidad en el relato popular. Aún aquellos, no iban a venir. ¿A profetizar lo ya acaecido?

***

¿Sabe qué? – dijo una de las dos voces, difícil saber cuál, de tanto que se parecen; como los rostros -, no van a venir. Porque ya estamos aquí. Somos todos los que estamos.

Estamos todos los que somos. Todos los que una vez vinimos.

Los últimos que le creyeron una posibilidad a esta tierra.

O a esta hora breve.

© Marcelo Wio

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