Pudrienda

¿Cuándo se pudrió todo? Siempre uno se hace esa pregunta cuando se ha consumado la tragedia, la debacle – cuando ya no hay tu tía. Y no hay respuesta – no por esquiva instancia -, sino porque estuvo podrido siempre. O, mejor dicho, siempre se estuvo pudriendo. Pero no como una secuencia de eventos. No, nada de eso. Es el mismo grumo – llamémoslo así – progresando, deshilachando los disimulos que uno siempre intenta, esos velos lacios de dignidad: la escenificación de voluntad. Es la vida – esa forma en de definir el lapso que duramos – que se va oxidando progresivamente, como esos coches sin ruedas, apoyados sobre la inestabilidad estable de cuatro columnas de ladrillos, que alguna vez se pensaron recuperar y que terminaron como testimonio de renuncia, desidia o lo que usted quiera. Un poco como nosotros en este parque, haciendo de cuenta que lo que decimos es una forma testimonial de experiencia, una treta para sostenernos en el tiempo más allá de nuestra permanencia. Le toca a usted, Hilario, acabo de jugar. El doble seis este. Así y todo, a mí se me pudrió todo en la presidencia de Ybarra. Ahí se fue Elvira con el viajante de comercio aquel. La ferretería se fue a la mierda entre mi negligencia y la del ministro de Economía de Ybarra. Entonces me decía, menos mal que no tuvimos pibes. Hoy pienso en sentido contrario. Al menos ese sostén, esa seguridad mínima no serían mal consuelo, tenue alegría o algo que se le parezca. Ybarra y la apertura económica. Y el viajante ese que iba ofreciendo la nueva mierda que se importaba como si fuera la panacea. Empezó ahí. Pero venía de antes. Sí, Hilario, quiere decir que había empezado antes. Pero yo me entiendo. Yo tengo mi propia división temporal de ese continuo que soy – o, más bien, obedezco – desde que fui sin saber que empezaba a ser. Eso mismo, Hilario; hay veces en que la cosa se joroba más, más rápido, en un sentido particular que no tenía antes – abstracto, general, convenientemente repartido a lo ancho del subsistir, de sus actividades, de sus intríngulis. E Ybarra fue u obró como un punto atractor al que tendía todo el dinamismo embromador, chueco: todo lo que con anterioridad se fregaba aleatoriamente, ahora lo hacía obedeciendo una finalidad. No, tanto no; lo hacía aproximándose a una uniformidad, al bosquejo de una de una homogeneidad jodedora. Fue liberar la economía, como dijeron, y fue entrar esa mercancía mala, que no quería nadie, que se rompía si uno la miraba medio fulero; y los productos locales quedaron desfazados en precios, que no en calidad – pero qué más da, si no los puede pagar nadie. Y el vendedor ese, de medias y fantasías. Y uno que veía cómo todo se le iba escurriendo como la arena a los pibes al final del verano. Todo iba obedeciendo la postulación o, más bien, la inscripción de un destino. Este. No, usted no, Hilario. Uste es una excepción en ese enjambre malicioso de posibilidades que se fueron juntando. Usted se escapó a ese atractor, a esa fuerza gravitatoria que se suele obedecer con la disposición que se reserva a lo inevitable. Usted, este parque, las voces que alguna radio aún porfía dignidad. No todo sucumbió a esa fatalidad. Pero yo sí. ¿No quedan más fichas? Mezclemos entonces. ¿Otros mates? Tiene razón, a mí tanto me ablanda el estómago. Sí, un vinito le acepto. ¿Sabe, quizás no…? No digo nada mejor, a ver si lo mufo.

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.