Entre buena gente

 

Aprendió a llorar tarde. Cuando llegó a Santa Arducia y el viento lo traicionó. No se había imaginado que podían formarse tales aires. Tantas eran las cosas había dejado de imaginar porque la vida había venido tan bien barajada – o eso había querido creer -, que creía contar con todos los ases por si alguna vez hicieran falta. Y de un día para otro, le cambiaron el juego y las cartas ya no servían para configurar una mano conveniente.

Llegó de tarde. Un martes. O un miércoles. No lo recuerda ni él ni las gentes de pueblo que lo vieron arribar, maltratado por el contubernio de viento y arenisca gruesa que desde el vamos comenzaba a reformularle el gesto. Los que lo vieron hicieron como si no lo notaran. No pasa mucho tiempo en Santa Arducia sin que llegue algún forastero. Para quedarse, o en tránsito hacia una serie interminable de provisionalidades.

Caminó las siete calles que hay desde la estación del tren hasta el hostal de Evangelina, donde se presentó como Eugenio María Basabilbaso. Una mancha de nacimiento rojiza bajo el ojo derecho. Pelo fino, en ondas elegantes y en clara retirada hacia el sur de su mirada; ejecutada ésta por unos ojitos sin intención, como si se hubiesen acostumbrado a ver cosas sin interés – o, acaso, como si hubiesen visto tanto, y fascinante, que ya nada concitaba su atención. Unas manos esbeltas, tan blancas que parecían azules debido a la preponderancia que adquiría el entramado de venas – que parecía, como mínimo, duplicado. Manos de no haber hecho nada en su vida, pensó Evangelina, que no imaginaba labores que no implicaran su desgaste, igualándolas con las tierras resecas y ajadas de aquel lugar. Pidió una habitación por un par de días. No explicó nada más. Sólo unos billetes sobre la mesa de entrada. Los colocó sin desdén. Casi como si estuviera pagando por algo levemente ilícito.

Una voz de esas de decir palabras importantes. Eso le dijo Evangelina a Concepción, la dueña del almacén; que en ese punto por el que todos en Santa Arducia pasan al menos una vez por semana, lo contó una y otra vez. Que venía a buscar a alguien, agregó. Que a ello venía, pero sin convicción, por orden de vaya a saber quién. Pero, ¿a quién?, era la pregunta obligada – la “i” multiplicada por tres o por cinco, dependiendo del compromiso de cada cual con el chismorreo. A la tilinga Marcia, soltó Concepción. Y usted, ¿cómo sabe? Siempre hay uno o una cuyo rol es el del escepticismo – se turnan, aunque nadie conoce bien el mecanismo por el que le toca a uno u otro. Evangelina vio una carta y una foto en la habitación del Basabilbaso este. No bien dio la respuesta, sabía que tenía que ir a lo de Evangelina para ponerla al tanto de la abrupta transformación que le había imprimido al asunto. No era la primera vez. Evangelina siempre le seguía el juego. Es que, si uno no se inventa algunas ficciones inocentes, inofensivas, qué más puede hacer en Santa Arducia. Ni falta que se explique, doña Concepción. Quizás me excedí dando un nombre. No creo que nadie le vaya a preguntar a Marcia. A preguntar no, pero a advertirla… Vaya, no había pensado en eso. Quizás deba ir yo misma a decirle a Marcia que es un cuento de almacén. Palabras que me va dejando ahí la clientela a lo largo del día. Debería.

Esperó a que la noche cubriera sus diligencias para salir de casa. Que tengo que salir y punto, le dijo a Agapito, que sólo había preguntado si había llegado el pedido de vino. Lo único que había a esa hora en la calle era viento y arenisca. Unas luces tenues y esporádicas profundizaban la oscuridad. Caminó el kilómetro y pico hasta la casita de Marcia, casi donde comienzan los médanos y la impunidad. Golpeó la puerta con decisión reticente. A ver si está con un cliente, pensó. Pero Marcia no le dio tiempo a que imaginara identidades ni escenas. La luz de un sol de noche la golpeó sin violencia en el rostro. Marcia. Eso dijo, como si la otra necesitara de tanto en tanto que le recordaran su nombre. Concepción. Respondió la otra, que supuso que su presencia allí implicaba alguna censura o ultimátum. Hacía ya mucho que no venía alguna a preocuparse por la decencia del pueblo – excusa para recriminarle los servicios prestados al marido, novio o hijo ya mayorcito. Mas, razonó, Agapito nunca vino por aquí como no fuese para traer algún pedido.

¿Puedo pasar?, preguntó Concepción. No porque hiciese frío. Sino porque no quería que alguno pudiera verla allí parlamentando con Marcia como si fueran viejas conocidas, o que maliciara que su Agapito anduviese en esas transacciones. Pase, mujer. La casita era un único cuarto donde había una cama al fondo, una mesa redonda y tres sillas, en medio, y en el otro extremo, una cocina a leña. Mire, Marcia, vengo porque ayer llegó un hombre, y ya sabe cómo es esto, en seguida la gente elucubra motivos. Pues en eso andaban hoy en el almacén, cuando alguien dijo que el hombre venía a buscarla a usted. Y sé, a ciencia cierta, que quien lo hizo por contribuir a la historia que se iba fraguando mientras la gente esperaba su turno para ser atendida – no vea la cantidad de trabajo que tuvimos hoy -. Nadie sabe a qué o por qué vino este hombre. Para en el hostal de Evangelina, y a ella le dijo que se quedaría un par de noches. Hoy pasé por el hostal y Evangelina me dijo que el hombre no había salido en todo el día, que se lo había pasado escribiendo. Ya ve, un hombre que arriba a donde sea buscando a alguien, no se queda en su habitación garabateando, sino que sale a inquirir, husmear, como suele decirse, a rastrear las referencias que lo conduzcan a quien o aquello que busca. Le cuento esto por si le llegara el rumor. No sea cosa que vaya a preocuparse.

Marcia se quedó mirándola extrañada. Evidentemente, había sido ella quien había pronunciado su nombre como parte del argumento del chisme. La conocía bien. A todos los conocía bien. Pero se preguntaba por qué había venido a prevenirla. A fin de cuentas, si realmente le hubiera llegado esa patraña sin advertencia, bien podría haberse inquietado. Tenía motivos para ello. Y podría haber decidido marcharse. ¿Cómo podía ser que Concepción no hubiese juntado todos los elementos y llegado a la misma conclusión? Ella que, acaso más que el resto, siempre había abogado, un tanto anacrónicamente, por su expulsión. Se dio cuenta de que la mujer esperaba un gesto, un leve sonido, aunque fuese.

Gracias, Concepción…Pero… ¿Por qué me vino a avisar?

Pensé que… No sé muy bien qué pensé. De pronto vi su nombre allí, ofrendado entre las demás palabras, e imaginé un desenlace difícil sin siquiera imaginarlo. Y más allá de nuestras cuitas… Nada, pues eso.

Muchas gracias, dijo, y quedaron las palabras huérfanas sobre la mesa, como si esperaran que las volvieran a usar. Para clausurar esa atmósfera, y otro poco para recompensar a Concepción, fue que Marcia preguntó: ¿Cómo es el hombre?, aunque no le interesaba lo más mínimo.

No lo he visto. Pero según Evangelina, es esmirriado. Frente ancha. Manos de mujer. Una mancha de nacimiento debajo de uno de los ojos. Una mancha roja. Y si ella dice que es así, es que es tal cual. Lo suyo es el cotilleo basado estrictamente en la realidad.

Marcia empalideció. Ni la frágil luz pudo disimular la alteración de su gesto. Concepción, más astuta que la necesidad, no precisó ni que la transformación se terminara de instalar en el rostro de Marcia para comprender que, después de todo, había inventado una verdad o algo muy parecido.

Lo conoce, dijo Concepción. No terminaba de ser afirmación, pero tampoco era una interrogación en toda regla.

Marcia asintió brevemente con la cabeza. Concepción interpretó que el ademán que se le había quedado no era de temor. O no del todo.

Eugenio Basabilbaso, pronunció Marcia, con una voz que venía de otra época. Así se llama – Concepción asintió -. Lo conocí hace mucho. Creo que nos quisimos. O intentamos. Yo con más éxito.

***

Ayer supe que puedo llorar. Involuntariamente, sí; y por efecto de un viento que, si no proviniese del oeste, uno bien podría adjudicar a la demencial rotación terrestre. Hasta aquí tuve que llegar para falsificar un llanto… Como metáfora de este viaje, no es del todo desacertada.

No me decido a salir y andar el trecho breve que ahora me separa de ella. ¿Para qué? Hace unos meses, podía responderme que buscarla era una forma de distraerme, de hacer de cuenta que el pasado estaba en el futuro – o una de esas fraudulentas metafísicas sin consecuencias. Pero ahora que estoy aquí, a menos de dos o tres kilómetros de su casa, los pretextos se deshacen como las dunas que veo desde la ventana – imaginé al pueblo moviéndose sobre ellas de un país a otro: siempre igual, con su gente ignorante de tales peregrinaciones. Y quien migra soy yo. Dentro mío. Entre pensamientos y recuerdos y arrepentimientos y rencores…

¿Para qué verla? Si ya no somos los que se conocían en otro calendario. Acaso, yo me parezca aún más a aquel muchacho que quería componer al menos una gran sinfonía. Y que decidió que no tenía tiempo para escenas domésticas. Sin compasión. Sentados en un banco en el parque Benjamín Valdivieso. Allí se lo dije. Quise llorar con ella. Por solidaridad – o aquello que entendía por tal: mera mímica. Y porque pensé que, si lo hacía, ella entendería que mi decisión había sido tomada aún en contra de mis sentimientos. Qué ruin. Y ahora. Ahora, tan despreciable. Porque llevarle el pasado – un dolor – a una puerta por la que entran y salen los hombres en comercio venéreo, sea acaso una vileza más grande. Yo, y estas manos inútiles que sirven para corregir los desaciertos de unos niños a los que el piano les resulta una forma de tortura paterna o materna sin motivo – algunos de ellos, peor aún, sospechan que es por algo que harán en el futuro -.

¿Qué le voy a decir? Mira, después de todo, bien podríamos haber seguido juntos; que de tal manera seguramente la vida se habría desarrollado más favorablemente para ambos. ¿Realmente la voy a ir a ver? ¿Aún me creo que iré para ofrecerle una disculpa, con cuarenta y pico de años de atraso? ¿No iré, acaso, para ver en su rostro aquel dolor, que entonces no vi, o no quise ver, pero que ahora me llevaré como una suerte de consuelo, de orgullo imbécil?

***

Mira, Marcia, si quieres… – comenzó a decir Concepción, pero la otra pudo ver que las palabras tenían puños y negó con la cabeza.

Gracias, Concepción. Como vino, se va a ir. No creo que haya cambiado tanto.

Concepción se puso de pie y, sin darse cuenta, se encontró besándole la frente a Marcia.

***

¿Ya se va, Sr. Basabilbaso?, preguntó Evangelina a la mañana siguiente.

Sí. Me reclaman asuntos que creía que podía posponer.

Mientras lo miraba alejarse, zarandeado por el viento, Evangelina pensaba qué asuntos eran aquellos que lo reclamaban tan de pronto, prescindiendo del teléfono, la correspondencia o el emisario. Cuando le contó a Concepción, esta le dijo que sería alguno de esos escritores que buscan inspiración o esas fantochadas en lugares remotos. ¿Aquí?, preguntó Evangelina. Ya ves como son, más raros que perro verde, le contestó Concepción.

***

Eugenio María Basabilbaso apoyó la maleta en el andén. Aún faltaban cinco horas y cuarto para que pasara el tren. Se colocó de frente hacia el poniente y lloró. En realidad, lagrimeó. Abundantemente. Dolosamente. La arenisca picándole las manos delicadas, lacias a los costados del cuerpo.

Marcia lo vio de lejos. Un hombre que miraba hacia atrás, aunque creyera mirar hacia adelante. Tan delgado y erecto como una corchea, con sus manos lánguidas; sin teclas, cargadas de fracaso. Ni indignación ni pena. De hecho, no sintió nada. La vida nos acomoda como le sale del mismísimo tuétano, pensó. Quién diría que lo traería hasta aquí para me diera cuenta de que, después de todo, estoy entre buena gente.

 

© Marcelo Wio

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