Álbum de tormentas

 

Tengo un álbum de tormentas. Fotos de árboles flameando, violencias de agua borroneando la ciudad, terribles olas sin orden trazando costa, electricidades como várices. Tengo infinidad de esas. Desde la primera, en 1953 – una tormenta en el faro del cabo Ortegal. En un sepia sin lustre. No sé por qué tomé aquella foto. Menos aún, por qué continué haciéndolo en Inverness, en Husum, Durban, Puerto Pirámides, Shanghái, Sapporo. Por qué fui buscando esas furias. Quizás por el olor puro que dejan en cuanto dejan de ejercer sus rigores. O porque es una forma de vivir en un ambiente impreciso: desdibujado, desparramado; acaso final. No lo sé. Quizás empecé para tener algo que proseguir: después de todo, las actividades que implican una obediencia, aunque sea en parte, a una necesidad imprecisa, suelen ser un refugio para quien no quiere rendirse cuentas en esas trampas que crean las horas a lo largo del día. Hay una foto de un faro que no sé dónde es – me olvidé en su momento de anotar al dorso la fecha y el lugar -, que me entristece como ninguna otra: el cielo no se parece al de ninguna otra tormenta: de un gris parejo, burdo; el mar está erizado con una minuciosidad simétrica exasperante, impersonal, como si fuera el símbolo vulgar del mar revuelto, un resumen patético. El faro, blanco, solitario, sin luz, sin nadie que espere ya que avise un peligro. Esa foto no es de tormenta. O no es de los fenómenos que pretendo retratar con la excusa de su publicación en alguna que otra revista. Esa foto es de otra cosa. De hecho, no recuerdo haber tomado esa foto. Cuando miro los miles de instantes que capturé, recuerdo estar tomando cada una de ellas – me puedo ver perfectamente: cómo iba vestido, la cantidad de rollos que ya había utilizado, lo que había desayunado o almorzado o lo que tocara. Esta foto que digo está tomada como para iniciar un silencio o una persistencia; es decir, para olvidar todo lo que pretenda erigirse a su alrededor. Así, cada vez que la veo me produce el mismo vacío, como de lunes por la mañana, de camino a la escuela en el pueblo de Castilla la Vieja, sin pasado ni futuro, sólo un camino de tierra blancuzca y dura, pastos resecos a los costados, un cielo grisáceo, un aire áspero sin destino. En todas las fotos que he tomado puede olerse el mar, o la tierra del bosque, o las hojas moribundas, o la roca, o el frío, o la tierra mesetaria reseca, o el lago empapado de cielo; y se puede oír el viento y el roce con las distintas superficies con las que se vincula y el sonido de las gotas de lluvia o del mar trompeando costa, o de los ríos hinchados desbarrancándose en sordina. En esta foto, en cambio, no se escucha nada. Incluso el silencio no es tal, y siempre tiene algún resto de sonido, un rumor cruelmente impreciso; inflexiblemente inaudible. Por ello mismo, es absoluto. Mutismo cerrado. Rígido. Como el furibundo resentimiento de mi padre; como el prolongado sufrimiento de mi madre y mi hermana; como mi aterrada impotencia callada: testigo de esas violencias dipsómanas: crecidas súbitamente, igualmente liberadas de manera brusca y brutal, y extinguidas como si nunca hubiesen sucedido. Cada una de sus broncas embrutecidas, desde la primera que recuerdo (de 1927, en la cocina de la casa de Luyuego), agarradas a la memoria con una perseverancia impecable y atormentadora.

 

© Marcelo Wio

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