Resumen de anécdota de alcoba

 

1.

Como una huella agrietada. El pintalabios en el cuello. Rastro de una intimidad que no era suya. Se lo vio a mitad de la noche, cuando el insomnio habitual la convenció de la inutilidad de la oscuridad y encendió la luz suave de la lámpara que tenía a su lado. Su marido estaba girado hacia la izquierda, como siempre. Estaba segura de que no tenía ese rastro ajeno al acostarse, y de que no se había levantado desde que se habían acostado. A fin de cuentas, ella no se había dormido. ¿O sí lo había hecho? Y, por otra parte, si su marido se había levantado en medio de la noche, lo habría hecho para ir al lavabo o a beber agua, y no a besarse clandestinamente, en la puerta de entrada, con una mujer misteriosa durante unos breves instantes (apenas minutos). No tenía sentido dicha hipótesis. Y, aún así, allí estaba ese carmín violento.

Por eso preguntó: ¿Con quién has soñado?, mientras su marido se estiraba como si cada mañana tuviera que constatar las posibilidades (o imposibilidades) de sus miembros.

¿A qué te refieres?

A eso mismo. ¿Con quién soñaste?

Reconoció él un rencor o un enojo que, ciertamente, no le correspondía, y al que no supo adjudicarle una causa. Por ello pensó también en resacas oníricas, y dijo (sinceramente) y preguntó: No recuerdo qué soñé. Y tú, ¿qué soñaste que has amanecido como si hubiese incurrido en falta? (Gusta el hombre de hablar, de tanto en tanto, como si recitara pasajes del Decamerón o algún otro preterismo).

Te pregunté quién, no qué.

El qué implica el quién.

Supongo, concedió ella, pensando que acaso había soñado la circunstancia. Ya no podía verle el cuello como se lo viera. Todo era como cada mañana. Más o menos. Con esas leves variaciones que hacen soportable las rutinas que nos imponemos.

 

2.

A toda noche le sigue el día. Es ley rotatoria. Y a la referida noche le siguieron las horas de luz en las que hombres y mujeres realizan aquellos menesteres que a tales instantes se hallan subordinados (visto está que el redactor cae en las mismas tentaciones que el hombre del relato; acaso sean la misma persona – quizás todos seamos la misma existencia), y a este interludio lumínico indefectiblemente – Circumago gyrationis – sigue la oscuridad, patrocinadora de lechos, cansancios y sueños (y promiscuidades). Así, a aquella noche, siguió una segunda (en relación al hecho o figuración antes mencionada).

Esta vez, la mujer descubrió un filamento capilar (lo que comúnmente se llama pelo) negro. Esta vez, ella se había asegurado de quedarse despierta toda la noche con afán falsacionista: a lo largo del día, le había parecido peregrina su observación (el carmín en el cuello del marido yacente) y la hipótesis construida sobre la misma.

Le notó, también, una sonrisa distinta, durante ese sueño suyo tan quieto. Aún más evidente cuando despertó. Y vio, también, que se estiraba con gozo, y no con el maquinal desapego habitual.

Esta vez, ella no dijo nada más que las palabras habituales de dos que comparten cama y horas. Abocada el método científico, pretendía, en la medida de lo posible, no modificar el comportamiento de lo observado.

 

3.

La siguiente noche – la tercera desde el descubrimiento (o alucinación); como bien indica el número puesto muy a propósito aquí arriba, enumerando, precisamente, las noches como una progresión lineal – intentó ella dormir un poco. Soñar una revancha – un romance de desquite, un ardor suburbano. Pero no hubo suerte. Ni siquiera llegó a reposar completamente: apenas esas incursiones leves que se hacen en la inconsciencia, como quien teme sus posibles imputaciones.

De madrugada, como en las oportunidades anteriores, un nuevo hallazgo (o fantasía): un aroma. Un perfume que no es suyo. Leve. Afrutado (que detesta con cierta meticulosidad). Él siempre allí. Esa respiración como detenida, casi vinculándose por un tenue equilibrio de membranas y acuerdos con la vida.

 

4.

Si no contáramos con la omnisciencia del narrador (es decir, de su capricho), este relato podría continuar hasta extinguirse con ella, o con el hastío previo que habría de producir en quien, ya de por sí, de manera negligente, se adentrara en su lectura.

El narrador narra que ella, sin saberlo, se sume en pequeños sueños entrecortados pero profundos. Y que, en algunos de esos charcos de narcosis, ella se incorpora, desvanecida, como conducida por filamentos y astucias sin propósito. Camina pasos estrictos, casi ajenos. Hasta el lavabo. Se pinta los labios con un carmín oculto tras la cisterna de váter – el narrador no explica como llegó allí; pero podría conjeturarse que tales estados hipnóticos en ella no se restringen a las horas nocturnas, y que durante el día claudica sin saberlo a esos dominios del inconsciente o de vaya a saber qué psicologías, si es que de esto se trata. Oculta el pintalabios, regresa a la habitación, se acerca a su marido, lo besa en el cuello y regresa al lavabo, se quita todo rastro de acicalamiento, vuelve al dormitorio, se acuesta, y, transcurridos dos o tres minutos (rara vez algo más) se despierta con la sensación de ni siquiera haber cerrado los ojos. Entonces ve la marca. Como la de la primera noche: el mismo color, el mismo perfume sutil – cada vez, levemente distintas las grietas de esa huella de promiscuidad.

En noches sucesivas irá repitiendo el sonambulismo: Con el perfume. Con un cabello propio, de los que escapan a la falsificación del tinte.

Como se ve, se trata apenas de una anécdota – que, quizás, reporte algún interés para un estudiante novel de psicología, que habrá de encontrar explicaciones obvias. Poco más. Por eso mismo hemos decidido interrumpir una narración que era harto más prolongada, que abundaba en repeticiones (evidentemente) y en detalles nimios, inanes, únicamente referidos con afán de relleno, de elongación lo que sucintamente podía relatarse.

Ella seguirá realizando tales operaciones a espaldas de sí misma. A saber desde cuándo las lleva ejecutando. Él continuará ignorante de esas acciones (ella misma, en uno de esos pozos en los que se pierde la conciencia, borra los rastros que deja sobre su marido: quitando marcas y apabullando perfumes). No habrá más tensión que esa que se infringe ella. Ningún crimen. Cada cual creyendo obra del sueño aquellas rutinas, aquellos interrogatorios que, piensa él, aún pertenecen a la impune jurisdicción de éste.

 

© Marcelo Wio

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