La máscara

“No hay misterio en el susurro vago, ni en la oscuridad sin resquicio, ni en la máscara casual. El misterio reside en el silencio absoluto, en la penumbra equívoca, en el rostro sin gesto”. Cándido Sáenz de Taboada, Elegía de la hora violenta

No se conoce civilización que no haya producido su máscara. O, acaso, lo opuesto sea cierto: no ha habido máscara que no terminara por engendrar una sociedad.

El tema del artilugio es irrelevante – apenas una exteriorización de un temor o una pretensión. Lo sustancial es que la máscara define su comparecencia: ergo, quien la emplea (se subordina) es por mediación de la misma.

Sin ese elemento, que ocultando, revela, es evidente que no habría ceremonia, espectáculo, suceso. Pero todo – no sólo el evento aludido o sugerido: la alegoría – termina por ocurrir por obra de la máscara.

¿No me cree?

¿Cuándo fue la última vez que observó su rostro? No, no se busque en el reflejo burocrático del espejo, ese es apenas el que ha llegado a considerar como tal.

Mas, despejemos la tentación mistificadora, porque, como decía Bhishma Soni (950 – 1002¿?; Bengala), “la máscara no oculta ningún misterio. Sólo ofrece una dignidad artificial al gesto confuso, aturdido, de quien descubre un arcano allí donde siempre había mirado sin observar”. Sobre todo, es de esperar, en la propia apariencia.

Somos, de acuerdo a esta visión, la máscara: el objeto es la simbolización del percatarse de esa costra de rutina o vergüenza o lo que sea que termina por cubrirnos; una suerte de conjuro.

“Y dijo: Te quitarás la máscara para comparecer ante mí. 

A lo que el hombre, confuso, respondió: no llevo ninguna.

Claro que la llevas. Mas no es del tipo que tú imaginas.

¿Cuál es la que me atribuyes?

Eso deberás averiguarlo tú. 

¿Pero entonces…?

Te quitarás la máscara para comparecer ante mí, respondió la voz, deshaciéndose en viento”.

Diálogo que figura en la Encyclopaedia Australis, donde se refiere acerca de una tribu de la cual no se ofrecen muchos detalles, pero que los estudiosos estiman ubicada en alguna de las islas del Mar de Salomón. El texto, atribuido al marino, geógrafo y malabarista James Edward McLochleen, sólo anota porciones de lo visto u oído. Partes que son incapaces de formar un todo.

Pero es interesante esta charla entre los que los estudiosos suponen un dios y un mortal. Y lo es, porque dicha tribu tenía un concepto de máscara que trascendía lo material; un concepto metafórico, metafísico, metastásico.

Aunque también hay académicos que sostienen que la charla era entre una mujer y un pretendiente particularmente fulero; y que muchacha confundió la fealdad con una máscara – o que fue una forma de la piedad.

Acaso no sea aventurado afirmar que todas las culturas han entendido la máscara como tropo, como excusa para hablar del ser íntimo, de la duplicidad de la existencia de los hombres. “No te empeñes, la máscara termina por revelar, magnificado, lo que pretendes ocultar” decía Hipolyth en el Acto II de Les tromperies (1503), de Armand de Beauharnais. Es decir, si no aceptas la máscara – el encubrimiento de una sinceridad o de un engaño (que en estas condiciones vienen a ser lo mismo) -, terminarás por darle los rasgos que pretende ocultar, parece decir Beauharnais.

Pero quizás, ese subterfugio no sea el que acabe por asemejarse cabalmente al rostro subyacente, porque, como sostenía Edward O’Larve (citado en Historia de la verdad, Rudolff von Tarnung), muy probablemente la máscara no libere, no alivie ni redima, sino que “exige el esfuerzo casi divino de crear un ser que se ajuste a ella”. Uno es el que desaparece en la ficción – aunque sea propia.

En este sentido – aunque con la mistificación japonesa propia de la época – Hikari Ryu (período Edo; se desconocen las fechas de nacimiento y defunción de este poeta samurái) escribió, en la madera maciza de la mesa de un paradero a las afueras de Kioto, lo siguiente:

 “Prisionero de su máscara, hubo de hacerse con otra. Operación repetida hartas veces; hasta que las máscaras prescindieron del intermediario”.

No está mal imaginar, aunque sea brevemente, que no somos más que una sucesión de máscaras. Vamos, de existencias: una forma mínima (consuelo) de eternidad.

Acaso por ahí iba el heresiarca Giovanni Coviello cuando dicen que la hoguera gritó: “No son máscaras las que utilizamos, son versiones de nosotros mismos”. La frase, para ser sinceros, tiene toda la apariencia de ser apócrifa; aunque no por ello menos apropiada.

Como sea, “hay máscaras y máscaras. Están aquellas que sólo buscan asombrar, fascinar brevemente; las que pretenden ocultar y, a la vez, fingir un misterio que todos saben inexistente; y luego están aquellas que descallan las palabras que retiene el pudor”, de acuerdo a Assunção Melo (Fábulas de região Norte, 1917).

Quizás la máscara sea lo contrario de lo que habitualmente se le adjudica. Esto es, tal vez sea un vehículo para la sinceridad, lo intrínseco. Así, Rudolff von Tarnung (Historia de la verdad) explicaba que, en ciertas sociedades pretéritas, la máscara se utilizaba para decir y decirse francamente. Creían que los rostros, en tanto particulares, atomizaban la realidad y, así, la verdad, que, consideraban era universal. De allí procede la tradición judicial de países como Francia e Inglaterra, de utilizar togas y pelucas: la justicia precisa de la integridad absoluta de sus oficiantes; anónimos y honrosos.

Ahí andamos. Probándonos presentes y futuros como si fueran máscaras. O a la inversa: máscaras como si fueran porvenires, o existencias puntillosas paladeándonos sin fe, por pura costumbre.

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