De la arena venías. De más allá, aún. Como los ídolos,
como las metáforas. Traías el rostro – el rastro, más bien –
de un mar que ocupó esa desolación presente.
Apenas avanzando, venías. Como si el andar fuese el aprendizaje
de la forma de estar sobre el tiempo. O como si definieras
esa sustancia que cuaja destinos.
Las manos llenas de posibilidades: si todo está perdido, no queda nada que etcétera; mientras caen como restos de desgaste: trágico reloj.
La mirada desecada. Ansiosa de henchirse de entorno.
Venías. Fabricando la horma de un abrazo – que será todos: un aferrarse
a uno mismo por persona interpuesta.
Venias. Violentando la uniformidad falaz del horizonte de sucesos amontonados en esa chata masa indiferenciada de indicios – ¿cuántos traías contigo? ¿Cuántos prefiguraban mi presencia, mi espera prolija?
¿Venías? ¿O era mi mirada que te anticipaba? ¿O era tu presencia que me atraía tan ligeramente?
¿Traías? ¿O me avasallaba de esperanzas, intuiciones, inducciones?
Venías. Sí. No había llegado yo a tener la sumatoria de modelos necesarios para fantasearte.
Y traías. Sí. Porque apenas tengo mi presencia
y las mínimas adherencias que buena o malamente ésta acerca hacia sí y retiene con más o menos suerte y convicción. Como el polvo que construye estrato por un lado a la vez que disminuye sustancia por otro, así nos relacionamos con los hechos y las cosas – con su entendimiento. Mi gravedad, me temo, apenas si edifica una endeble permanencia como para, encima, andar atrayendo abundancias. Por ello, ergo, traías.
Traías. Sí. Todo tan progenitor y, a la vez – o, acaso, por ello mismo -,
tan de acarrear la descalza caducidad, la pasada levedad de las duraciones.
Todo tan de… de madrugada desabrazada, intempestiva; intemperiada. Así, todo tan marejada sin costa a la que fanfarronearle una erosión. Así traías venías. Traspasando ese todo tan breve. Como los perdones sin memoria, venías.
Del origen al origen. A la manera de los puños blancos de la impotencia y la cobardía; de las genuflexiones temblorosas. Así. Venías traías.
Tus pasos, como las piedras que escriben la edad del tiempo. Venías, sí. Menos ellas, tan minerales, tan de obedecer la tradición de juntarse – ah, ese amparo atávico del número contra el silencio, contra uno mismo. De juntarse, pues, en esa casa sin territorio, que se pretenda infame; es decir, que se dice dueña de una voluntad no sólo independiente de sus habitantes, sino de sus funestos administradores – como si todos se viesen inexorablemente sujetos a las acciones que aquella les impone. Bajeza comprensible. Aunque no perdonable.
Traías. Sí. Las manos vacías. La voz despalabrada. Los abrazos desqueriendo. Traías un método para arrebatar. Y sí, necesariamente venías. O no exactamente: probablemente transmitías la información necesaria para que te proyectaras para perpetrar el despojo – tan innecesario por exiguo, por prácticamente anecdótico, y, por tanto, cruel.
No traías
ni venías.
Y, aun así.
© Marcelo Wio
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