El quieto

Podía quedarse quieto durante horas. Sin aprenderlo, había aprendido a controlar cualquier inquietud del ánimo y cualquier necesidad del cuerpo.

Había comenzado sin comenzar – como, por otra parte, tanto se inicia -, a ejercer esa estatuaria inmovilidad, en el patio del colegio. Mientras los otros niños corrían, bullangueaban, pateaban, golpeaban y chillaban, entre otras estridencias; él caminaba con la lentitud del que escapa sin tener hacia dónde hacerlo – parecía, decían los maestros, un anciano perdido en sus meditaciones últimas; si bien estas, tantas veces coinciden con las inquietudes primeras (que, por otra parte, seguramente eran las únicas, siendo, como era, un chiquillo, las que poseería para el fin de una cavilación tal).

Mas, poco a poco, aunque pareció repentino – cosa de, como suele decirse, un día para otro -, fue migrando hacia los márgenes del estar (existir, en este caso, es un verbo rigurosísimo que habría tenido el efecto de cancelarlo, pobre niño); donde, sin percatarse, se percató de la inutilidad del ir y venir, del deambular mínimo como de andar buscando una piedrita en particular, un extravío esquivo.

Así, pues, sin detenerse, terminó por detenerse. Junto a un algarrobo desgarbado. Allí se quedó estático. Como si estuviese, aunque sin estarlo, al acecho de sí mismo. Sonó la campana que anunciaba el final del recreo y él persistió, sin persistir, de pie, petrificado. Tal como si estuviera pegado a la circunstancia – una que ni siquiera era propia; apenas un paradero – y, sobre todo, al suelo; que, si la gravedad fuera insuficiente, y el mantenerse asociado a la superficie terrestre implicara un cierto esfuerzo, el niño en ese momento bien podría haber sobrepasado la altura de la escuela que, por menuda, no dejaba de tener su altura digna. Al final del día pudo soltarse de esa firmeza y volver a casa. Eso sí, con su andar moroso, como el de aquel que no quiere llegar a sitio alguno ni quedarse donde estaba: como si el tránsito fuese un lugar.

Desde entonces – y ese adverbio condensa varias décadas -, ahí anda. Bueno, andar, lo que se dice andar, más bien poco. O nada. Entre quietud y quietud, apenas si le da tiempo para tener, lo que se dice, una vida – y mucho menos, un recorrido.

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.