Valentina, salvadora

Ya se reunían por esa inercia estéril que adquiere la desesperación cuando está por transmutar en resignación. Así, movidos por un culposo sentido del deber, llevaban allí reunidos unas tres horas repitiendo las mismas ideas descartadas tantas veces. El bar del club, que hacía las veces de salas de reuniones para la comisión directiva, tenía una neblina de humo de cigarrillo y lóbregos ánimos, que envolvía al círculo inexacto de los trece miembros de esa comisión, que se erguían como troncos resecos, claudicados. Apenas si decían algo ya: sobre todo, alguna evocación de cuando al club le iba bien, o no tan mal como ahora. Valentina pasaba el plumero – o cambiando el polvillo de un lugar a otro – por la vitrina magra que contenía precisamente las copas, fotos y otros recuerdos (entre ellos, un balón de cuerpo recio que había pertenecido, decían, a Di Stefano, y que este había donado a la institución porque, también decían, era ferviente hincha del club) de unos tiempos que siempre serían tenidos por mejores y que ya parecían parte de una mitología fraudulenta.

De pronto, en uno de los silencios cada vez más usuales y profundos – Benítez, el tesorero había dicho la semana anterior que temía que un día de esos, uno de esos mutismos los terminase por tragar -, Valentina les preguntó: ¿Por qué juegan los muchachos? La voz casi como una presencia en sí misma. Los que tenían que girarse, lo hicieron, para enfrentarse con el origen de la voz – los otros, acaso, abrieron un poco más los ojos irritados por el humo y el insomnio.

– ¿Por qué juegan, quiénes; a qué? – inquirió Alaníz, uno de los vocales.

– Los jugadores; al fútbol – respondió Valentina, codificando en el gesto el mensaje que decía (breve giro de la cabeza y la mirada hacia la vitrina elocuente) que pregunta y respuesta sobraban.

– Porque les gusta, Valentina, por qué va a ser – dijo Pizzuti, el presidente de la comisión, con un tono cansado.

– No, Mario, no – replicó Valentina, el índice de la mano derecha enfatizando la negación; acercándose al concilio de tristezas -. Termina por gustarles, sí. ¿Pero cuál es el motivo que, eventualmente desemboca, digamos, en ese agrado, incluso, devoción? Es decir, ¿por qué comienza a jugar al fútbol?

– ¿Qué importa la ontología, Valentina? Empezarán porque quieren hacer una actividad deportiva para estar físicamente bien – respondió el secretario Volkov como si enumerara la lista de la compra.

– ¿Y para qué quieren estar físicamente bien? – continuó, muy socráticamente Valentina.

– Para sentirse y verse bien, para contribuir a un buen estado se salud – dijo Volkov.

– Por favor, caballeros – amonestó a todos Valentinas barriendo el círculo con magisterial mirada -, que aquí todos hemos estado en este mundo algún ratito ya. ¡Juegan para gustarle a las mujeres!

– Tal vez, sí…; pero igualmente no en todos los casos…, quiero decir, no como una norma… – dijo Rossi, otro de los vocales.

– Es un axioma. Si a nadie le gusta el fútbol – o, al menos, a nadie en su sano juicio -: andar corriendo bárbaramente como los primitivos tras una presa detrás de una pelota de cuero (que desgracia pies y cabezas), para luego patearla (es decir, utilizando, una vez más, lo más tosco de nuestra anatomía); a quién puede gustarle esa simulación cinegética. Caballeros, quienes se abocan a estas prácticas lo hacen para conmover a las mujeres, para exhibir los atributos que se le suponen a la virilidad. Me arriesgaría a decir que todo deporte (incluso, que toda actividad humana) tiene esa misma finalidad de engatusamiento sexual: un ritual de conquista para el apareamiento.

Vokov lanzó una carcajada que sonó demasiado forzada. Pero enseguida inquirió: Entonces, ¿qué sugiere?

– ¿Realmente necesitan que lo diga? – dijo algo burlona Valentina.

– Diga – casi una súplica, la de Pizzuti.

– Llenen las tribunas de mujeres – recetó Valentina.

Los rostros primero, y luego las cabezas de los treces hasta entonces desahuciados, asintieron. Valentina los dejó allí, alrededor de la esa idea, y siguió moviendo el polvillo de un lugar a otro, silbando una melodía de la que no recordaba el nombre, pero que en los labios le sabía a infancia y a sol.

© Marcelo Wio

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