Uno los ve

 

Uno los ve en los cafés. Ensimismados. Compartiendo instantes y espacio, sí, pero como un mero e inexorable accidente físico. Como dispuestos así por los avatares del destino y sus leyes sin pedagogía ni exégesis. La soledad crecida en esa compañía sin ánimo ni compromiso ni solidaridad. Amontonados como las hojas de los otoños deslucidos en esa compañía sin continente que sólo sirve para que la piel endurezca sus restricciones. Uno los ve en las estaciones de tren. Fingiendo esperar a alguien: que aún existe un vínculo de humanidad íntima. Deambulando como si buscaran un rostro en particular, como si esa ansiedad fuese sincera, y pararse de tanto en tanto a mirar el puesto de diarios como recurso de apaciguamiento, de distracción, de interpretación. Los ve con esas ropas cuya pulcritud no alcanza a disimular el abandono que ha hecho suyas las plazas de las rodillas, los cuellos y los codos: rastros inequívocos de aislamiento y precariedad. Con posturas marciales que pretenden esgrimir una dignidad de estampita, se los ve, los domingos en misa, buscando la silenciosa afinidad, ese grumo leve de solidaridades sin compromiso ni acción. Entregándose a esa masa diluida de cirios, inciensos, humedad y fraternización sin lazos: puro murmullo para componer una breve e introspectiva beatitud. Y a la salida, como estorninos supernumerarios, por fuera de ese preciso control aéreo y santificado, rondando las palabras, los gestos, el comentario caritativo que pueda caérsele a alguien. Se los ve, tan amarrados a sí mismos, en los parques – espacio falsificado, una tregua o concesión angosta -, alrededor de las mesas de ajedrez, amparándose en el mutismo reconcentrado, disimulándose entre las inteligencias que se desafían, que observan. Sin esfuerzo. Porque acaso, en esos territorios todos sean como ellos – o estén camino de serlo. Y así, también, en esos corros que se forman alrededor de los accidentes o de esas obras insustanciales que se les infligen a las ciudades, infiltrándose en pequeños instantes ajenos. Uno los ve resumidos, condensados, en ciertos reflejos, en ciertos espejos diarios; en esas horas que no habita nadie como para que puedan disimular su presencia o, más precisamente, su ausencia con cuerpo y memoria; de las peores que hay. Uno los ve. E, indefectiblemente, termina uno por verse: sino como presagio, como temor.

 

© Marcelo Wio

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