
Los juguetes sobreviven infancias y ajetreos. Al menos, parecen durar. Pero es, efectivamente, pura apariencia; apenas la costumbre del observador de creer que todos los objetos son sólo eso; iguales en su esencia: pura materialidad inerte, utilizable.
Los juguetes, entonces , son bien distintos del resto de pasividades que nos inventamos con afanes diversos. La razón de que esto sea así es motivo de de controversia entre científicos y teólogos de lo lúdico – y tampoco viene a cuento ahondar en la misma (además, las teorías más aceptadas involucran cálculos matemáticos de una absurda complejidad o bien piruetas filosófico-doctrinarias que marean al más pintado).
Difieren, pues, en que poseen algo que, a falta de mejor término, se suele llamar alma o espíritu. Y sucede con esta sustancia inmaterial como con cualquier otra: va desgastándose hasta desaparecer, como una nube o la costra de una cicatriz ínfima o una vida. Uno se percata de que ha dejado de ser juguete, para pasar a ser, ahora sí, cosa, cuando ha perdido la capacidad para asombrar y divertir: y ya tan sólo es un objeto que, si acaso, cogen los más pequeños, de la misma manera en que cogen el cilindro del papel higiénico o cualquier otra exterioridad.
Nota innecesaria: Algunos necrófilos disimulan su atracción morbosa coleccionando juguetes sin sustancia; muertos.
© Marcelo Wio
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