Una tarde en particular

Tan limpias. Y con el olor del sol de la mañana. Apenas una brisa las movía. Colgadas de esas largas cuerdas finas entre un árbol y un poste fino e irregular del cerco. El patio del fondo reducido a un remedo de laberinto blanco. No juegues cerca de las sábanas, la voz de Evelina desde el interior de la casa, mirándome con el ojo previsor de la experiencia. Y menos que menos con el balón. Alguna vez había imaginado una barrera en esas sábanas, y la portería tras ella; y me había imaginado Di Stéfano o Garrincha. Pero en esa oportunidad el balón dio inexorable y poluto contra el obstáculo defensivo de tela recién lavada – el estadio imaginado evaporado. No hubo afición que me reprochara la chambonada, pero sí un cachetazo seco, conciso de mi madre. Evelina observaba desde la ventana de la cocina haciendo un gesto de negación con la cabeza, en clara alianza con mi madre y las sábanas violentadas. Desde entonces me conminaba a la precaución. Quizás el movimiento de la cabeza haya sido, después de todo, una censura al sopapo que yo no protesté: la marca impertinente del balón en la sábana hurtaba todo argumento, toda razón. Siempre he sabido aceptar lo justo, y he aprendido que quien mira de afuera un veredicto y un castigo casi nunca conoce los detalles que han conducido a tal decisión, ni, mucho menos, las disposiciones de ánimo de las partes interesadas. Con esto quiero decir que, si Evelina interpretaba la reacción de mi madre como brutalidad, estaba equivocada de cabo a rabo. Puedo contar cada cachetazo que me ha dado mi madre. Siempre ecuánimes, unitarios y mesurados. Y, creo que puedo decir con total seguridad, han servido para encauzar aquello que, de otra manera, podía torcerse. Retrospectivamente, los agradezco. De otra manera, las tortas que reserva para uno la vida hubiesen sido menos equitativas, múltiples y más severas.

Pero iba a una tarde en particular. Que no recordaba, pero que rememoré recientemente, mientras esperaba en la sala de espera del dentista. En la pared que había a mi izquierda había un cuadro. De esos que suele haber en sitios como ese. Una suerte de obligación de relleno que se cumple sin esmero. La lámina – con un algo de kitsch, pero sin llegar a serlo – mostraba a una muchacha de espaldas, colgado sábanas en un patio. Quizás esa semejanza me trajo de golpe el patio trasero de la casa en que fui niño. Y esta memoria general permitió que ese recuerdo particular se soltara de donde sea que ciertos hechos quedan secuestrados por la censura o el descuido.

Las sábanas estaban quietas. Lacias. De una blancura cuyo brillo estaba apagado por la firme capa de nubes como de lana de acero. Yo jugaba en una esquina del patio, donde de tanto jugar con camioncitos había terminado por erradicar el césped, dejando un paisaje como de mina o de gran proyecto nacional frustrado. Alguna gota se le escapaba de tanto en tanto a esa masa oscura suspendida de sí misma. Gotas gruesas como abejorros que hacían un ruido seco al golpear contra la tierra a mi alrededor. Evelina había salido ya un par de veces a evaluar la humedad de las sábanas, la probabilidad de inminencia de lluvia y el riesgo de dejarlas allí tendidas un rato más. Niño – dijo la última vez que salió, por decir, porque sabía que no podía contar con ese grado de responsabilidad en mis ocho años. Niño, dijo, avísame si empieza a llover. Ya caen gotas, le dije. Eso no es llover; ya sabes lo que quiero decir. Y ella sabía que decía eso inútilmente, o como quien siembra una idea, una reacción muy a futuro. Lo dijo porque siempre tenía que decir algo. Era incapaz de estar en presencia de persona sin pronunciar algún enunciado. Evelina volvió a entrar a la casa. Había ese olor a tierra y césped apenas mojado que se anticipa a la lluvia. Tal vez esté agregando ese aroma ahora mismo, luego de haber harto experimentado esa secuencia cronológica, como tantas otras secuencias invariables que nos ofrecen el agradable engaño de lo previsible, de lo inmutable.

La voz de mi madre me llegó como tantas veces antes. A través de la ventana de la cocina abierta, de la puerta entornada. Un sonido sin significado. Hablaba con alguien. Y reía. Pero no era una risa como la que le conocía. Era otra. Casi infantil. Jocosa. O eso me parece ahora, que recuerdo o que adjudico interpretaciones y significados de adulto a lo que (creo) memoro. Quizás fue por eso, o porque ya estaba lloviendo más acabadamente (no recuerdo si ya llovía o no; sólo es segura la amenaza lluvia – el aroma aquel, un cielo varias veces cubierto y ennegrecido, la pesadez en el ambiente; las gotas aquellas, esporádicas, gruesas), que comencé a andar hacia la casa. Había viento, lo recuerdo (las sábanas parecían ondear casi horizontales); me empujaba hacia la puerta de la cocina de la que venían las risas de mi madre, ahora algo más apagadas, y otra voz, o tono, o sonido, que conocía pero que no podía identificar – como si no perteneciera a aquel instante. Empujé la puerta con el presentimiento (acaso una sensación apócrifa) de que violaba una prescripción. Mi madre y Evelina, confundidas en un gesto, en una caricia que no entendí como tal ni alcancé a ver del todo – debo haber cerrado los ojos; hasta aquella tarde en la sala de espera del dentista. Evelina dijo, te dije que me avisaras si llovía, sin enfado. Y enseguida añadió, abotonándose la blusa, para ello te tenías que quedar fuera, hurtándome su rostro. Mi madre inició el movimiento de un cachetazo, pero a mitad de camino lo trocó en un abrazo que no se pareció a ninguno anterior ni a ninguno de los que vendrían después. Había otra cosa que aún no puedo discernir. No era disculpa, arrepentimiento ni nada por el estilo. Algo parecido al alivio. Pero no del todo. No lo sé. Me dijo que volviera a jugar afuera. Pero llueve, recuerdo que dije, pondré las sábanas perdidas. Hoy no importa; igualmente, habrá que volver a lavarlas. Salí sin darle mayor importancia a aquella escena que para mí, entonces, estaba más emparentada con alguna muerte – había estado en el velorio de mi tía Luisa, hermana de mi padre, y recordaba esos abrazos, esas voces y esas risas nerviosas. Evelina no vino al día siguiente, ni al otro. Mi madre dijo que un pariente de Evelina había enfermado y había marchado a cuidarlo.

Las sábanas nunca volvieron a estar tan blancas. O así me pareció a mí. Las mujeres que siguieron a Evelina – mayores, distantes, siempre como cansadas -, pensé (¿o lo pienso ahora, pintando sobre la memoria?), no tenían buena mano para la colada. Mi madre, por otra parte, ya no estuvo tan pendiente de que yo no ensuciara aquellas telas que ya no flotaban como antes – como acartonadas; y más impermeables a ese olor que les imprimía el sol.

Desde aquella tarde en la sala de espera, comencé a rehuir de esas trampas que hay por todos lados esperando alimentar reminiscencias, rasgar olvidos (incluso, mentir pasados). Como fraudulentas leyes retroactivas que pretenden juzgar lo que ni siquiera se consideraba como una cuestión digna de ser tenida en cuenta. Después de todo, me digo, uno no sabe si es recuerdo o fabricación lo que lo asalta. Y, aunque se lo primero, siempre es apenas un hecho diminuto, sin narración, como una fotografía algo desteñida; el resto es adulteración: necesidades de los presentes que lo han manoseado, anegado con sus necesidades.

© Marcelo Wio

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