En media hora operan a mamá. La traje anoche al hospital. Había vomitado sangre luego de cenar. Una perforación en el estómago, dijeron. O algo por el estilo. Ya no llego a entender lo que dicen. Cuando no es una cosa, es otra. Noventa y siete años, postrada en una cama, y se empeña en seguir persistiendo. Mis hermanos hace tiempo que no vienen a visitarla. Se interesan por teléfono. El mayor desde Londres – trabaja en finanzas. El que le sigue, desde Bruselas – un cargo político en la Unión Europea. El tercero está Nueva York – sabe dios qué hace allí con sus pretensiones artísticas que le paga el novio. Yo, el menor, fui el que se quedó en Alájar con mamá. Fui a estudiar a Sevilla, pero se enfermó durante el inicio del segundo año y tuve que volver. El mayor quería ponerle una enfermera. Cuatro hijos tiene, pero como si tuviera uno, la pobre. Si al menos el Emilio, el tercero, hubiese vuelto, yo podría haber terminado la carrera. Pero no. Primero él y después, él. Los otros son casi desconocidos que financian con culpa la convalecencia larga. Porque mamá dura como si tuviera algo pendiente. Como si criar cuatro muchachos, soportar un marido inútil y violento, trabajar desde los nueve años hasta hace apenas unos doce o así, no hubiese sido suficiente. Aunque, pensándolo bien, toda esa existencia dedicada a la subsistencia ajena no puede haberla dejado vivir mucho que digamos. Lo que se dice vivir; para ella misma. Alfredo, el mayor, vino dos veces en estos casi diez años que lleva enferma. Mario, el que está en Bruselas, una sola. Emilio no vino nunca. Si llama tres veces al año, exagero. Los otros llaman; eso sí. Y me hablan como si fuese un subalterno que está obligado a dar un informe, o que les está rindiendo cuentas, y que debe, a su vez, recibir las indicaciones infalibles, omnisapientes, que estimen pertinentes. Siempre terminan con la promesa de una transferencia extra, para que tenga algo para mí, “que también tienes que vivir, digo yo”, dicen los dos, convertidos en un “yo” universal, abstracto, que los resume sucinta y soberbiamente: dinero, desinterés y una culpabilidad que se expía módicamente.
En veintipocos minutos la operan. Ninguno llamó. Por no llamar, ni siquiera el tío Marcial, el único hermano de mamá – claro que el pobre está ciego, por la diabetes, y no anda muy allá que digamos en general. Ella y yo, en esta habitación impersonal, siempre ajena, donde la soledad es despiadada y la transitoriedad peligrosamente definitiva. Una enfermera nos dice que en unos diez minutos la vienen a buscar. Mamá me coge la mano y me la aprieta con un remedo de fuerza – hecho de huesitos débiles y largos, piel suelta, cariño, desamparo y temor. Es una enfermera, mamá, la tranquilizo, ahora la vienen a buscar para operarla; ya verá cómo va todo bien. ¿Y Alfredo?, pregunta. Luego viene, le miento, automático. ¿Y los otros?, amontona. Mañana. ¿Y tú?, de pronto. Yo estoy aquí, madre. Ya lo sé, zopenco; pregunto si tú te vas a ir alguna vez, para tener que venir a verme. No, madre, ya sabe que yo estoy aquí con usted. Deberías haberte ido cuando pudiste. Me fui a estudiar, madre, ¿no se acuerda? Pero volviste, y sin terminar la carrera; eso no es irse; mira tus hermanos cómo sí se fueron. Incluso Emilio, tan delicado y sin conocimiento de nada; no quiero ni imaginarme cómo se gana la vida. Hace arte, madre. Arte, arte, lo que hace ese es pecado, no arte; ¿sigue con ese amigo suyo? Novio, mamá. Para mí, amigo. Sigue, sigue. Dónde habrá pescado esos modos, esas inquietudes. No se pescan. Claro que se pescan; mírate tú, y tus hermanos, normales; y tu padre – que tenía otros muchísimos defectos -, igualmente normal; y aquí, en el pueblo, nunca hubo uno de esos. Por supuesto que los hubo madre, pero se cuidaban muy mucho de ocultarlo. Qué va, eso se nota a kilómetros; ¿o te crees que no había notado las maneras del Emilio de niño?; bendita la hora que fuimos de vacaciones a Málaga aquel año, estoy segura de que lo pescó allí, en la playa; había cada uno, y el tan niño, con las defensas aún escasas… Viene la enfermera y mamá me coge la mano con más fuerza. O eso que es capaz de ejercer sin romperse los huesos. Entran dos enfermeros con una camilla. En nada la pasan de la cama a la camilla. Pesa lo que un suspiro, la pobre. Apenas come. Unas gachas, unas lentejas, poco más. Y su vasito de vino al medio día y a la noche.
Ahora a esperar. Solo. No me traje siquiera una revista. Si estuviera alguno de mis hermanos… Bah, también echaría en falta la revista. No tengo nada de qué hablar con ellos, como no sea sobre mamá. Ni ellos conmigo. Los únicos que se hablan y visitan con cierta regularidad son Alfredo y Mario. Los únicos que usufructúan el vínculo familiar. Quizás sea así en todas las familias. Según mi madre, a mí tocó el papel que habitualmente le estaba reservado a las hijas: quedarse en casa cuidando a los mayores. Yo no tuve hija, y tú eres el Benjamín, Juan, apañado vas. Eso me dijo una tarde. Supongo que fue una manera de decir “gracias”. ¿Hace cuánto se la llevaron? Tendría que haber mirado el reloj. ¿Unos diez minutos? Creo que sí, unos diez minutos. Sí, porque vinieron un poco antes de lo que habían dicho que vendrían. Y son menos veinte. Diez minutos. Así que no deben haber empezado aún. Entre la anestesia y lo que tengan que hacer antes, otros cinco, diez minutos hasta que empiezan a operar propiamente. Me da tiempo para ir al bar, beber un chatito y comer un bocadillo. Quizás jugarme unos cuartos en la tragaperras. En una hora, hora y media, más o menos, traen de vuelta a mamá. Sí, me da tiempo.
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En media hora calculo que terminan de operar a mamá. Ni una foto de sus familias le han enviado a mamá. Ni Alfredo ni Mario. Como si en realidad mamá fuese un pariente lejano al que se ayuda por devolver un viejo favor. Así, tal cual. A Emilio, en el fondo, no lo culpo. Bastante tuvo con lo suyo, y nadie lo apoyó lo más mínimo. Claro que, por otra parte, había que tener coraje para apoyarlo con ese modus vivendi que eligió para sí. Cada vez que me lo imagino con el maromo ese que se echó… Me da un repelús. Y cuando estaba en el pueblo, y ya se le notaban las maneras, como dice mamá, pues uno, avergonzado, lo hacía un lado, como si no fuese hermano, y el pobre se fue quedando más solo que la una, encerrado en casa, con papá insultándolo, con mamá ignorándolo. No, no lo culpo. Pero qué se yo, es su madre, al fin y al cabo, y de sabios es perdonar. Y dar una mano, por el amor de dios, que yo he pagado con creces las culpas o responsabilidades que tuviese (y eso que yo, siendo el menor, fui el que menos tiempo tuve de equivocarme con él); hay que ver la vida de mierda que se me quedó – o que supe ejercer. Estoy seguro de que todos van a encontrar una escusa para el día que haya que enterrar a mamá. En realidad, Mario probablemente venga. Y llore y todo. Pero sólo si le sirve para sus ambiciones políticas: un dolor, unas lágrimas ganan más votos que una buena y sincera promesa. Eso lo sabían en el año de catapún y más ahora. Pienso mucho en ese día. O, más bien, en el día después. No por si vienen o no mis hermanos, sino por qué voy a hacer yo. Imagino que Emilio, pero los otros también, van a querer vender la casa y la huerta; ninguno va a volver, y un buen precio se le puede rascar, más ahora que se han revalorizado las propiedades. Noches en vela me paso pensando qué haré: todas esas posibilidades que uno podría imaginar no ofrecen siquiera lugar a un engaño mínimo: hay pocas, contadas con los dedos de una mano excesivamente generosa. He llegado a pensar, cuando encadeno varios días sin dormir, en no decirles que mamá falleció, y en seguir recibiendo sus transferencias; y seguir viviendo en la casa, cuidando la huerta. No creo que llegaran siquiera a sospechar de la excepcional longevidad de mamá. De hecho, les posibilitaría seguir ofreciéndose la dispensación, no ya de la culpabilidad derivada de la indiferencia por su madre, sino de la procedente de sus actividades laborales y extramaritales. Lo he cavilado, sí, y lo barrunto ahora. Emilio no llama jamás. Y nunca va a volver al pueblo. Los otros tampoco; aunque sí llaman, pero hablan exclusiva y brevemente (no más de dos minutos) conmigo: esperan un parte, ofrecen un consejo y recuerdan su papel de benefactores. Es factible. Enteramente factible. No tienen contacto con nadie del pueblo – mamá tampoco, claro. Incluso si se enteraran por terceros, creo que no me enrostrarían ese descubrimiento. Y, de hacerlo, siempre podría negar la evidencia: mamá no está muerta, de qué estáis hablando, por el amor de dios; si hacemos todos los días lo mismo: le preparo el desayuno, la siento en la sala donde escucha la radio mientras me voy a la huerta, almorzamos, le enciendo el televisor en la Primera y vuelvo a la huerta; la baño, me baño, cenamos, la acuesto, leo o miro un poco de televisión, a veces me pide una tila o una bolsa de agua caliente, dormimos. Un tipo que se chifló. Después de todo, si hubiesen ayudado con mamá, yo no me habría trastornado a ese nivel – sumido en una vida de ancianidad prematura, de desatención de mí mismo. Lo peor que podría pasar es que mis hermanos trasfirieran esa suerte de culposa caridad a mi cuidado en alguna institución más o menos digna – después de todo, quienes pretenden guardar las apariencias, no pueden andar dejando que hermanos perturbados se consuman en psiquiátricos que parecen más almacenes de desquiciados que otra cosa. Voy a ir volviendo que deben estar por llevar a mamá a la habitación.
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Recién la trajeron a mamá. Aún está dormida. Parece una larga y pálida uva pasa. ¿Cuánto más puede quedarle? Me da la impresión de que dentro sólo le queda el corazón, un trozo de pulmón y poco más, que el resto ya ha perecido, porque es inconcebible imaginar todo el arreglo de órganos dentro de esa carcasa tan diminuta, finita – a veces, cuando la lavo, me da la impresión de que estoy tocando su interior, que ya no es piel aquello, sino la propia sustancia de su organismo interno que se ha inventado una continuidad exterior para no desparramarse por el suelo como unidades inútiles.
¿Aguanta ella o la obligo a aguantar? Me lo he preguntado a veces, cuando el dolor, la vergüenza e impotencia hacen claudicar los escrúpulos que nos aferran a la persistencia inútil como a un capricho perverso. Lo leí en un libro. Creo que de un ruso. O uno de esos países donde se ve que las mentes, por lo estepario del ambiente o lo que sea, no se hacen con las membranas contra la realidad – que es como la humedad en las casas: siempre está allí, en los bajos, en los techos, pero si uno encala las paredes y barniza las vigas, como si no estuviese. ¿No estaremos “encalando” a mamá?; no tanto por ella, sino para hacer de cuenta que sigue estando como era, en vez de esta caducidad tan evidente que parece pedir ya basta, hijo, ya eres grande, ve a vivir tu vida, no me utilices como excusa para tus temores. Algo así. Y uno, egoísta… Pero no, no por ahí. No. Y sin embargo, hace nada me dijo “deberías haberte ido cuando pudiste” … Quizás fue una forma de decirme que es ella la que debería irse – después de todo, entre uno y otro ya sólo media distancia, ausencia; poco importa quién es el que se marche, el que se vaya, el que no esté donde estábamos los dos, juntos. Quizás deba decirle yo que se puede “ir”; con un gesto, con una… asistencia. Quizás esté esperando eso, una misericordia. Una acción que la arranque de esa minuciosa agresión del tiempo y el olvido. Minuciosa agresión del tiempo y el olvido, de dónde habré sacado eso. Seguramente del ruso aquel. No sé para qué leo esas pesadumbres.
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Hace algo más de tres horas que trajeron a mamá. Está dormida. La televisión está en el canal que emite chimentos a gritos. El mando lo tiene la vecina de habitación. Está con toda la parentela. Se apropiaron de gran parte del espacio y del mando de una tele que no miran. Pero no lo ceden. No preguntan si quiero mirar algo. Son de los que toman, apabullan, se expanden, se adueñan, atropellan. Las voces como si hablaran con gente que está en otra habitación. Vulgares. Iguales. Redundantes. Frívolas, insustanciales. Ruido sin mensaje. Gente que pasa por la vida sin siquiera contribuir al fondo general de genes: son la aberración que todo sistema diseña contra sí. Los desprecio minuciosamente desde mi butaca al costado de la cama de mamá. Los odio en silencio; que es como nos desempeñamos los cobardes (siempre se dijo “timidez” en casa, para referirse a esta inequívoca característica de mi comportamiento). Aunque, ahora que lo pienso, no creo que sea cobardía – esta es siempre puntual, como la valentía -; sino, más bien, una conciencia exacerbada de mí mismo, y con ello, de los estímulos físicos externos; lo que se traduce en una impresión intensificada, o, dicho de otra manera, en una disminución consciente del umbral del dolor, que implica consecuentemente el temor y la evitación de las fuentes potenciales de perjuicio. Mamá tuvo parte de culpa. En el desarrollo de esta conciencia, digo. De pronto, con el menor, se debe haber dado cuenta de la brutalidad en la que crecíamos en el pueblo: no era coraje, era que sencillamente no había más límites que las palizas en casa o afuera, que los golpes que no se protestaban porque la paliza subsecuente sería más dolorosa. O, peor aún, para asegurarse mi compañía futura; es decir, ahora, y todos estos años pasados: un hijo siempre esperando la excusa para volver al refugio del hogar, por más hostiles que resultaran los recuerdos de que estaba hecho y las promesas exiguas que podía ofrecer. Necesitaba al solterón, al pusilánime, al resignado. Parece que no respirara. Apenas se mueve el pecho difícil, lastimado de edad. Otra vez el ruso. Deberías haberte ido cuando pudiste, dijo. No se refería tanto a la acción de traslado, sino al acto de voluntad que implicaba. Decisión. ¿Qué me estaba diciendo en realidad? Porque eligió un lugar y un instante muy particulares. Lo podría haber dicho mientras cenábamos en casa y no habría sido más que un comentario, que un reproche trasnochado, una de esas cosas que uno barre luego junto a las migas y santo remedio. ¿Me insinuaba que tuviese la determinación que no había tenido entonces? Pero no era una invitación a que me marchara y la dejara sin más. Irse, por lo demás, no siempre implica partida: el movimiento puede ser muy local, tanto que es sencillamente interno; una mudanza de la circunstancia. Ella y yo. Ella inexorablemente atrapada en ese empeoramiento que ahora se ensañaba. Yo con más oportunidades que ella.
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Volví hace un ratito de comer algo a las apuradas porque cerraban el bar del hospital y no quería salir. Mamá había cenado algo de sopa de fideos y un poco de gelatina. No quiero comer más, me dijo, apartando mi mano que sostenía la cuchara en la que le ofrecía un poco más de esa dudosa sustancia rojiza. En el bar, mientras comía un emparedado – el pan ya estaba reseco -, caí en la cuenta de sus palabras. No dijo “no quiero más”, sino “no quiero comer más”. No era la particularidad sino el universal al que se refería. Decir eso es como decir… No sé por qué pienso en estos términos. Porque estoy cansado. De estos días. De estos años. Cuando regresemos a casa se me va a pasar. ¿Y a ella? Porque a su manera, con la sutilidad leve que le han ofrecido los años de dura labor manual, mamá me está diciendo algo que no puede decirme explícitamente (por fe y por incapacidad intelectual). Ahora duerme como cuando me fui. Bocarriba, quieta, las manos sobre el vientre magro, la piel como una sábana sin planchar. Desamparada. Como si no estuviese del todo aquí. De pronto abre los ojos negros, pequeños; la córnea algo opaca, la esclerótica amarillenta. ¿Aún aquí, tú? ¿Dónde quiere que esté, madre? ¿Y esta también?, señalando con un gesto de la cabeza la cama vecina. También – digo yo -; por lo menos se fue la familia. Tú deberías irte. Y sin más, vuelve el rostro hacia el techo, cierra los ojos y cancela la conversación. No sé si duerme o no. Da igual.
“Aún aquí” y, enseguida, “esta también”. Cada vez más creo que me utiliza para suplantar el sujeto de la frase. Estoy convencido que está diciendo “aún estoy aquí”. No en el hospital, sino en una inmediatez más general, por decirlo de alguna manera – el ruso seguro que daría en el clavo con dos o tres palabritas bien ayuntadas. ¿Iría a decir algo más si la vecina no hubiese estado? Pero, ¿cómo podría haberla estorbado esa presencia ahora silenciosa? No fue eso. “Tú deberías irte”. Como exigiendo determinación. ¿Qué quieres mamá? No me puedes estar pidiendo lo que creo que me pides. Por eso mismo no lo manifiesta expresamente. Y, sin embargo, cada vez es más evidente: dos que se conocen tanto pueden prescindir de los códigos porque ya conocen el conjunto de mensajes posibles y las formas de transmitirlos sin necesidad de hacerlo.
No, “esta también” lo dijo por ella. Quiso decir, aún aquí tú y yo. Porque aquí en el hospital lo que ella insinúa no se puede hacer. No, tiene que ser en casa. Sólo entonces lo sabríamos únicamente ella y yo. Alfredo y Mario sabrían nada más lo que tendrían que saber: lo que yo les diga; es decir, que mamá sigue como sigue, cada día alguna disminución nueva – ahora se le ha ido el habla, o la vista, por ejemplo -; pero aquí, como si quisiera durar más que nosotros, y esas risas tontas que se practican para rellenar la distancia de decires y, sobre todo, del callar.
Por el amor de Dios, las cosas que pienso. Las cosas que me hacen pensar, porque si fuésemos una familia, incluso como la de esta señora de acá al lado, yo no estaría atado a mamá, a su deterioro que, quiera que no, me está menoscabando. Consumiendo.
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Regresamos a casa a fines de la semana pasada. Hará cosa de cinco días. Hoy llegó la transferencia de Alfredo – la más sustancial; se ve que tiene más de lo que exonerarse. Como cuando llamó Mario el segundo día luego de volver del hospital, me sobrevino un repentino escrúpulo o el antecedente de la culpa, de la vergüenza. Apenas duró unos segundos. Enseguida me sobrepuse. Determinación, me dije, como insistió mamá. Es hora de que mire por mí, como me había repetido varias veces. En definitiva, qué ha cambiado. Nada. O casi nada. Mamá y yo estamos… más, cómo decirlo… emancipados el uno del otro – estuve tentado de decir mejor, pero el perjuicio de todos estos años es irreversible; acaso pueda decirse que ahora he alcanzado (o que puedo hacerlo) la falaz sensación de una meseta coyuntural.
Hay un silencio como de censura en la casa. Pero son cosas mías. Aún no me acostumbro a esta nueva circunstancia, a las transigencias que hube de condescender. Sé que con el tiempo lo haré: conozco cómo obra su inexorabilidad. Lo he visto estos últimos casi diez años. De hecho, lo vengo viendo desde que tenía unos ocho o nueve años y comprendí, sin comprenderlo, que estaba atado no al pueblo ni a la familia, sino a esta casa sin encanto. Que mi vida estaría vinculada irrevocablemente a su territorio, a la quietud mentirosa de su atmósfera. Y supe entonces, sin saberlo, que para ello habría de disminuirme y, en cierta forma, envilecerme. Pero sólo apenas, si exagerar, sin caer en la caricatura. Lo justo para que creyera en mí lo necesario para ejercer una persistencia menoscabada. Mamá diría que pasó un ángel. Pero por esta casa nunca ha pasado uno. Por ninguna, para el caso. Lo que pasa son los arrepentimientos, los anhelos imposibles, la indiferencia: de pronto se traduce en ausencia de sonido la insalvable distancia que media entre los seres – incluso entre los que se quieren (sobre todo entre estos). No, mamá, lo más parecido a esa idea de custodia fue la que practiqué estos años, a tu lado. Pero eso ya lo sabías. Por eso me dijiste aquello en el hospital. Aunque ahora que pienso, habías empezado a hacerlo mucho antes. Frases sueltas, dejadas muy a propósito como trozos de una clave que, ya en sí, para el oyente conocedor, eran a su vez el propio mensaje descifrado. No quise entenderlo antes. Quizás porque no estaba preparado para ello. O quizás porque en su momento, las partes aisladas no tenían más significado que la evidencia del deterioro de mamá; y si finalmente comprendí fue sobre todo debido a mi propio estado.
A esta hora le habría servido la cena a mamá. Pero aún no tengo hambre. No he podido comer bien estos últimos días. El teléfono. Alfredo o Mario. Ya me voy acostumbrando algo más a esta situación. Los primeros días saltaba con el sonido del aparato y me sudaba la mano que sostenía el auricular. Hoy no. Después de todo, no ha cambiado nada. O casi nada
© Marcelo Wio
Excelente