Una suerte de tanteo

Él llegó después de aquello. Ya habían circulado unas cuantas versiones. Al principio decían que el hijo de la Alfonsa – que había tenido un entusiasmo fuerte con la Lucrecia, pero que ella lo había ninguneado. Después también que la propia Alfonsa, por aquello del honor o lo que sea del hijo. Pero enseguida cayeron en la cuenta de que madre e hijo no habían estado en Sausalito – andaban por Villegas, visitando parientes. Ahí vino la segunda versión. La del viajante de comercio. Que duró apenas unas horas y no llegó a salió del bar de Hipólito, porque Generosa, la de la pensión, dijo que aún no había venido ese mes.

Entonces, entre esas versiones o decires iniciales – que parecían tanteos populares, un mero entrar en calor – y la quinta o así, apareció la de Secundino. Y fue distinta. Había algo más que mera conjetura, que afán de rumor; porque el hecho de que se terminara comprobando que no había estado en el pueblo, como en el caso de Dispuesto, el hijo de la Alfonsa, no provocó la impugnación de los dichos, sino, antes bien, los recrudeció: se había ido para tener coartada. Pero, decían, no se había ido a Villegas, como había dicho Secundino, no señor, se había quedado en algún lugar cercano al río, esperando que llegara la noche para matar a la muchacha. Después, sí, se había ido para Villegas, y seguramente se había mostrado bien por allí, asegurándose que más de uno conociera su rostro y su nombre. Decían, con esa seguridad que da lo apócrifo, que había pagado ruidosas rondas en un bar del centro de Villegas. A todo esto, no se mencionaba por qué la habría matado. Eso vino después, como si se escribiese un libreto hacia atrás. Le inventaron un romance turbulento con ella: el hombre maduro y la adolescente. Pero esa explicación, al parecer, se les quedaba corta. Entonces, alguno, o alguna, malició otra: la Lucrecia había visto algo que no debía. Eso sólo. Sin especificaciones. Apenas como un pequeño empujoncito a una ficha de dominó, o como una mota, irregularidad, alrededor de la cual han de agregarse las partículas. Y lo que no debía haber visto, claro está, debía por fuerza incluir a Secundino. Así que no pasó mucho tiempo que, movidos por ese primer impulso o atraídos por ese punto, todos fueron contribuyendo a construir esa historia: Secundino, detrás del galpón Domínguez, besándose con la esposa de este. Pero eso parecía cortar el envión inicial, disminuir la tasa de cristalización – era un tema excesivamente gastado, vulgar. Era como si quisieran componer una tragedia más propia. O algo por el estilo. Secundino detrás del galón de Domínguez, sí, pero no con su mujer, sino con el propio Evaristo Domínguez. Eso, al menos, era novedoso en Sausalito.

Al Evaristo le llegó la historia cuando esta ya había cogido fuerza; cuando era una inercia que ya nadie controlaba, que había adquirido valor de verdad por la mera repetición y aceptación. Es decir, cuando ya era imparable. Evaristo supo que eso era así, y también entrevió la posibilidad de que, como mínimo, lo terminaran encastrando más de la cuenta en todo aquel asunto: como autor intelectual o como participante. Y entendió que debía irse. Al menos un tiempo, hasta que la cosa se calmara – o, incluso, con suerte, que otra versión viniese a quitarlo del medio. Se fue con su mujer una noche, cuando en Sausalito todos hacían lo que hacen a la noche: enfrentarse consigo mismos, o evitar hacerlo. Esa ausencia fue interpretada como confirmación – aunque la historia no necesitaba corroboración alguna. El viejo Marcos, un habitual en lo de Hipólito – algunos lo consideran ya parte del mobiliario del local -, dijo: Casi un método de investigación el que hemos desarrollado, ¿no les parece?; ir avanzando rumores como si fuesen hechos comprobados, hasta que el culpable se vea arrinconado y termine por delatarse, creyendo confesar. Una suerte de tanteo.

***

Él llegó la tarde anterior a que Evaristo se marchara. Recién llegado, no sabía nada de lo que había sucedido, y, evidentemente, mucho menos, de que la novedad de su presencia atraería no la atención propia que suscita alguien nuevo, sino otra bien distinta, que buscaba elementos, material, para las habladurías. Y vaya si andaban desbocados en el pueblo con los rumores, porque ya ni atisbo de verosimilitud le buscaban al sujeto, a la trama: con tal que fuese hombre (al menos en un principio) y estuviese vivo bastaba. No era método, como había pretendido – jocosamente – Marcos; era fin: un perverso entretenimiento que amenazaba con romper finalmente el juguete. O, un ardid para apuntarle a aquel al que se le tenía ojeriza. En definitiva, un artificio cruel que, en última instancia, en un pueblo tan chicho, podía terminar por enfrentar a todos contra todos.

***

Evaristo no podía dejar de repasar lo sucedido desde que el tren a Santa Rosa había salido de Villegas. Intentaba llegar al origen del rumor. Porque sabía que era eso, que no había sido construido con certeza alguna. Pero también sospechaba (una seguridad, más bien) que quien dio el primer impulso sabía algo, o lo maliciaba; o había visto una oportunidad. ¿Una oportunidad para qué? ¿Para quedarse con sus propiedades? Robledo no practicaba esas sutilezas. Y él era el único que eventualmente podía llevar a la práctica su codicia – el único que realmente podía desearlas tanto. Era, pues, otra cosa. Es decir, un conocimiento o una conjetura sólida. Alguien los había visto; además de la mocosa esa. ¿Quién?

Se durmió cuando se convenció de que saber quién no cambiaba nada; y de que quizás todos se convencerían de que no era más que otro rumor; uno que, por lo que fuese, había cautivado más, y por ello lo habían nutrido y conservado con cierto esmero. Al final, pensó, todos caerán en la cuenta de lo estúpido de la idea de él, Evaristo Domínguez, anduviese con ese tipo de enjuagues detrás de su propio galpón. Quizás, razonó, ya con los ojos cerrados, esto fue lo mejor que podía pasar: una vez se muera el chisme, quedaré más limpio que antes.

***

Se acabó como empezó. De golpe, sin saber quién fue el primero que dejó de postular intrigas o que dejó de reproducirlas y ampliarlas. Pero una mañana ya nadie hablaba de aquello. Fue la mañana que siguió a la tardecita en que él apareció muerto junto al río, cerca del vado. Golpeado. Ensangrentado. En el cuello, un tajo como un párpado vacío de mirada. La ropa como si se la hubiesen desgarrado minuciosamente. Alguien dijo que había que enterrarlo; no tanto por sacramento, sino porque todos allí eran culpables, de una u otra manera, de esa desgracia. Fermín y Manuel dijeron que se encargarían. Generosa, mientras aún cavaban entre el manzanar de Hilario y el río, les entregó un papel: una hoja del registro de la pensión. Fermín lo hizo un bollo y lo tiró al pozo donde al nombre seguiría el hombre.

A la mañana siguiente, pues, ya nadie dijo sobre culpas. Las charlas eran las de siempre: el tiempo, la cosecha magra, la fiebre aftosa, el viento, la lana, si la sidra saldría buena ese año. Mientras tanto, Evaristo y su mujer subían al tren en Santa Rosa. Habían sabido por un telegrama de Nicanor, el del almacén de ramos generales, que el aire había cambiado de dirección.

© Marcelo Wio

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