Todo podía ser

Caminaban en silencio. La noche los había rodeado y los apretaba contra sí, sin saber aún si quería retenerlos o apenas retrasarlos. Hacía algo más de tres horas que el hombre que caminaba unos pasos por delante había llegado a la puerta del otro para pedirle un favorcito. Así lo dijo, casi invalidando una negativa.

Como contrapartida a esa suerte de asfixia que practicaba la oscuridad, esta les ofrecía la ilusión de un destino distinto – o directamente ninguno; mero deambular -; es decir, una suspensión de la realidad: sólo ellos, los caballos que los llevaban con paso cadencioso; el instante así quieto y el breve terreno bajo sus pies existiendo apenas para sostenerlos como un milagro o una perversa burla.

***

Un favorcito. Eso fue lo que dijo; sucio de polvo y sangre reseca. A quién creía que engañaba con esa solicitud falsamente menguada, sabiendo, como sabía, que la amistad los comprometía a una aquiescencia casi absoluta.

Lo que usted mande, compadre – había respondido el otro.

***

Parecía que aquello que sucedía, lo hacía en otro lugar. Que ellos soñaban una circunstancia ajena que acaso habían oído en el pueblo, donde no se puede evitar saberle la vida a los demás; donde cada nombre tiene su pequeña idiosincrasia adherida, como una foto tiene detrás una fecha y alguna leyenda irrevocable.

O que iban a verificar los dichos de alguno que, maliciaban, había agrandado el cuento más de lo prudente.

Que ese andar que se enmarañaba en la noche no iba con ellos del todo: eran ellos, sí, quienes violentaban la entropía de aquella oscuridad física; pero la de ir, era toda la acción que los involucraba.

***

El otro lo miró sin asombro – o sin traducirlo en mímica – y lo hizo pasar al rancho sucinto. Una luz como envejecida, o fatigada, creaba más sombras que certezas en la estancia de suelo de tierra endurecida.

Y con esa misma mirada lo invitó a decir.

Una pala y un pico vamos a necesitar – dijo el recién llegado, que había llenado el espacio de olor a frío, a polvo y algo incierto. Tenemos que enterrar a tres – añadió, como si estuviese anotando una nadería en el margen.

¿Tres qué?

Hombres.

¿De por aquí?

No. No los había visto antes. Pero llevaban un par de vacas mías y unas más de Mauro. Iban por la parte alta del camino viejo cuando los alcancé.

Hablaban como si estuviesen comentado el tiempo o una partida de naipes.

El otro hombre no preguntó nada más. No por miramiento, sino porque no había más curiosidad que andar satisfaciendo. Cogió una pala y un pico y los aseguró a la parte trasera de la montura. También añadió un par de postes de madera y un rollo de alambre. Por si alguno se preguntara, dijo; y el otro asintió un reconocimiento sin aspavientos.

***

No habían hablado desde que habían abandonado el rancho. Sabían prácticamente todo el uno del otro, salvo lo que de veras interesa. Pero eso no lo sabía ni cada uno de sí mismo.

Ninguno estaba cómodo en esa oscuridad sin grietas. Pero nadie quería ser el primero en pronunciar la palabra que delatara esa incomodidad. Así pues, seguían sometiéndose a ella, que no era más que la cabal representación de la única soberanía posible: la del tiempo; que los toleraba como el casco de un barco a las incrustaciones, como la realidad transige con el hecho de ser nombrada por quienes ni siquiera intuyen qué es aquello que universalizan tan alegremente.

***

Tres cuerpos en los que no quedaba nada que sugiriera que alguna vez habían vivido. Tan rápido se va eso que nos confiere la verosimilitud de existencia. Separados unos de otros por unos escasos metros. Los tajos notorios, casi repetidos exactamente en cada uno de ellos. Diestros. Rigurosos. Ni una emoción podía colegirse de esos cortes regulares.

Está suelto el suelo. No llevará mucho tiempo- dijo innecesariamente, por acompañar el gesto magro con que abarcó a los muertos, el hombre.

Sin desmontar, el otro hizo caminar al caballo entre los cuerpos. Sobre cada uno encendió una cerilla convulsa, enclenque, casi más desamparada que las muertes.

Este es el sobrino de Robledo – dijo el otro, del último hombre inspeccionado.

El nombre instaló una frialdad de herida y silencio.

¿Cuál? ¿El Amancio?

Sí.

Este no es el Amancio.

El otro desmontó, encendió otra cerilla y la acercó al rostro del muerto. La noche inventó una brisa urgente que la suprimió sin violencia. Aún así, alcanzó a ver.

No, no es – dijo, seco.

Pero podría haber sido – dijo el hombre. Quería decir o resumir las usanzas de Amancio.

Ninguno lo dijo o dejó traslucir, pero los alivió ese reconocimiento pifiado.

***

Cavaron, enterraron y cubrieron mucho antes de que la noche cediera jurisdicción. El amanecer blancuzco, como descuidado, fue apareciendo a su derecha. Una línea sucia de indecisión, primero; luego, como un apresurado esparcir.

***

Se despidieron sin palabras – apenas el indicio de un ademán sin mirada – a dos leguas del rancho del otro. Los ojos cansados de ver acabar y empezar día. El hombre aún debía andar otras tres para llegar al suyo.

***

El sol ya calentaba la sequedad y el silencio cuando desensilló.

Acomodó la montura junto a la puerta del rancho, bajo el alero chueco, y entró como si entrara en casa ajena: como si no conociera la disposición de las cosas. Se sentó en la única silla, junto a la estufa salamandra, en esa soledad rotunda que invalida todo embuste; es decir, donde uno es irrevocablemente uno y aquello que arrastra consigo.

Entonces sintió la punzada en el lado derecho del abdomen. Sin centro. Una mancha rotunda y reseca de sangre como territorio aproximado del dolor. Se sintió cansado de una forma inédita que trascendía la sustancia y el tiempo. Se incorporó y el dolor se desparramó como si hubiese volcado un vaso. Advirtió el líquido caliente desplazándose por la pierna derecha.

Cuando se tendió sobre el catre recordó el filo del tercero de los hombres. El que se le acercó más; sólo por haber tenido más tiempo para reaccionar. Creía haberlo esquivado. Estaba seguro. ¿Podía ser que la intención de aquel faconazo hubiese llegado más tarde donde la hoja no había conseguido hendir? Todo podía ser. Eso se dijo mientras cerraba los ojos negros como una pupila intensa. El rostro cubierto por una máscara fina de sudor y polvo. Por el costado una sangre oscura, espesa, manchaba las mantas gruesas y bastas.

© Marcelo Wio

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