
Soñó una salida. Una puerta de madera recia y gruesa, como esas que aún quedan en los pueblos y en ciertas nostalgias.
Ni bien se despertó, la dibujó, apresurado, creyéndola un símbolo que, a través de una asequible exégesis, conduciría a una concreción en la vigilia.
En cuanto hubo terminado, la empujó y cruzó el umbral: el otro lado era idéntico al anterior, pero invertido; como el reflejo especular, más algunas ambiciones novedosas.
Allí, en ese reverso, era una mujer soltera, segura y sin esas penas que, del lado de acá (por llamarlo de alguna manera), se había ido componiendo como una excusa para fracasar.
No llegó a estrenar ni voz ni andar. Enseguida despertó. El mismo sofá. El salón conocido. Mas, aun así, había algo que no pertenecía a su memoria del lugar. Una intrusión. Una alteración.
Permaneció quieto en esa posición en la que uno se entrega a la somnolencia como si en realidad lo hiciera a un destino, sospechando que aún habría de despertarse muchas veces más antes de poder abandonar el reposo o lo que fuese esa hélice incierta. Temiendo, cada vez, que cada emergencia del sueño fuese un engaño.
© Marcelo Wio
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