Una cierta aceptación

Había llegado al punto de agradecer esas pequeñas fatalidades, esos hechos inesperados, que acontecen en el día, y que aplazaban, aunque sólo fuera levemente, su regreso a casa. A tal punto, que aquel día llegó a agradecer el accidente – para ser exactos, el día después, ya en el hospital -. Recién había salido de la oficina, y ya caminaba hacia la parada del tranvía. Se detuvo a arreglarse la falda frente a una vidriera –después pensó que ese gesto no había sido casual, que siempre se detenía allí: a arreglarse el pantalón, el peinado, a constatarse; a componer una repetición -, y enseguida se giró, sin prestar atención, para proseguir su camino. El conductor del coche, la verdad sea dicha, salió del estacionamiento bruscamente, pensando en cómo se había dejado engañar de aquella manera en un negocio que ya había barruntado turbio, y en que el colegio de los niños y la hipoteca de la casa de la playa. Y encima, ahora esa mujer, ejerciendo toda la distracción habida y por haber, y cuando las cosas vienen mal barajadas.

Ella sólo alacanzó a ver el coche en el último momento. No, ni siquiera eso, sino más bien, apenas un color, un reflejo y una forma que no descifró, y que por lo tanto, no le permitióo discernir las consecuencias evidentes de ese encuentro.

Despertarse en un hospital después de haber estado inconsciente, es un poco como despertarse en un cielo accesorio o provisorio: con su albor artificial y deslumbrante, y sus vahos de inminencia. Una sonda entrometiéndose en su brazo izquierdo, y otros cables, en otras partes del cuerpo que no alcanzó a descubrir en esa primera y negligente inspección. Y dolor. En la pierna derecha – que descubrió escayolada -, en los brazos – diversos apósitos y vendas -, y la cabeza, como de tiovivo sin música, sin diversión, conducido por un obseso de la centrifugación. Le llevó un rato asociar aquellas señales con la última memoria de lo que terminó por evocar como un coche claro.

Terminaba de vincular aquellos elementos, cuando su marido entró a la habitación con una desesperación, un ramo de flores y un alivio. Se acercó, un tanto torpe, como si aquello fuese la primera instancia de otro instante, independiente de los anteriores. Se acercó enunciado lo evidente: ya te has despertado. Y le dio un beso en los labios resecos. Otro en la frente (este más real, como transportando cariño sin burocracia). Y fue a poner el alivio en el florero, pero en el último minuto tuvo el reflejo de poner la flores, y de corregir la cadena de sucesos que podíra haberse inaugurado negativamente. Se sentó a su lado y le cogió la mano suave, fina; los dedos largos, como flecos delicados. Y pensó: menos mal. Pero no supo – y no quiso indagar en – el significado de esas dos palabras: menos mal que está bien; o menos mal que aconteció lo que aconteció y las posibilidades que ofrece… Y ella, en ese mismo instante, algo parecido. O lo mismo. Y así en silencio, las manos confirmardo una renovación.

Durante su estancia en el hospital aprovechó para leer un poco, para dormir mucho y para dejarse atender y halagar por su marido; abandonoarse, en definitiva, a esa suerte de galanteo. Al principo pensó que había sido injusta con él. Que siempre había sido así: cariñoso, con espontanidades periódicas. Pensó que ella había transferido desazones propias hacia el matrimonio, más precisamente, hacia a él. Eso pensó en un principo. Pero a medida que los días en el hospital avanzaban, volvió a experimentar la sensación habitual: la rutina de siempre instalada en medio; y ese tedio que él parece llevar allí a donde quiera que vaya, y que parece imprimirle a todas sus acciones una pátina de ineficacia, de inconveniencia – de incordio -.

Cada visita de su marido fue convirtiéndose en un prolongado silencio que ella salvaba por vía del sueño fingido; y él, por intermedio del periódico, alguna revista o la máquina de café del pasillo.

No tenía ni el coraje ni el anhelo de una aventura, pensó mientras miraba cómo el médico buen mozo observaba los monitores, revisaba las heridas y comentaba algo que ella no escuchaba. Ni siquiera contaba con el refugio de una fantasía más o menos firme. Estaba atrapada en sí, en esa vida que se había ido fabricando o que las circunstancias le habían ido disponiendo a su alrededor de la misma manera en que un niño dispone, sentado en el suelo, dispone sus juguetes y sus fantasíasen torno a sí.

A los ochos días de haber ingresado en el hospital, el médico le dio el alta, pero sólo para que completara el último tramo de su convalecencia en casa – en un suburbio sin personalidad y con esa escenificación de tranquilidad y bienestar tan agradable y tan repetida. Dos semanas, dijo el médico. Y a ella ese lapso se le trasnformó en otra cosa muy distinta, mayor que el tiempo, en algo tangible, grotesco, informe: una asfixia. A ello venía a sumarse la cotidianeidad en que se había transformado todo aquel ir y venir de enfermeras, el rostro predecible del médico guapo, los sonidos, las quejas acolchadas provenientes de alguna otra habitación. La vida buscaba la manera de tornarse en algo semejante a sí misma. Siempre.

Mas, una vez en casa, las atenciones de su marido volvieron a sumirla en un estado de novedad, con el beneficio de suspensión que ofrecen los inicios: esa instancia previa a lo que sea (incluso a la posibilidad de una formalidad con todas sus adherencias) que parece suspender ciertas obligaciones (sobre todo, con uno mismo) y normas, creando un estado de expectación, de contento narcótico. Todo parece ser previo a todo; y cualquier desenlace, deseable, favorable.

En cuanto la pierna dejó de dolerle tanto, comenzó a lenvantarse. Pero sólo para sentarse en el salón y dedicarse a observar el vecindario desde el gran ventanal que daba al jardín delantero y a la calle. Mientra tanto, inevitablemente, comenzó a dudar de las sensaciones de idilio que había experimentado los primeros días luego de regresar a su casa. Se fue instalando una suerte de estado de ánimo como ofuscado por una duda ubicua y no del todo inteligible. Ello, a la vez que iba constatando que las vidas más interesantes que les había supuesto o que les había adjudicado a sus vecinos, se componían de una misma rutina predecible, de los mismos gestos de cariño (casi) automáticos, de las mismas discusiones sin originalidad – los vecinos de la derecha, solían discutir puntualmente a las seis de la tarde sobre cuestiones de índole pecuniaria; una rutina de lo más prosaica, juzgó, esa de caer en la injuria del dinero.

Y, si bien llegó a formularlo como una idea, algo le decía que nada de gran parte de lo que ella había sentido o pensado eso tenía mucho que ver con su marido – sus gestos, sus acciones -, ni con ella misma. A fin de cuentas, no dejaban de ser los mismos de siempre ejecutados en una circunstancia acaso levemente disitinta en cada oportuindad. Pero no llegó a interiorizar eso que fue como un zumbido colándose desde esas realidades que observaba. Hacía falta una voluntad que ella no tenía para transformar esa abstracción en la punta de un ovillo que, por otra parte, no le serviría para confeccionar absolutamente nada.

Se pasaba casi todo el día allí, vigilando lo consuetudinario. Mujeres que prescindían de trabajar y se dedicaban a distintas formas del aburrimiento, y otras que trabajaban en aquellas casas que eran como la suya, y que luego volverían a unos barrios que imaginaba con un decorado más ínfimo, más triste – lo cual, caviló, probablmente no permitiría mucho espacio para andar sufriendo tedios y esos ánimos sin manija. Justo antes de que llegara su marido, la mujer de enfrente – alta, rubia (natural o teñida, el efecto era impactante), nerviosa, bien conservada – llegaba cargada de bolsas. Antes, había llegado cargada de hijos que había dejado con la niñera. Siempre igual, de lunes a viernes. Los fines de semana variaban horarios, y actividades, presumiblemente, pero todo se desarrollaba en una misma rutina de transporte de cosas y personas de un punto a otro. De tanto en tanto, la inclusión del marido suponía una excepción que, de haber tenido algo más de tiempo, habría podido advertir que simplemente era una constumbre que operaba en un lapso de tiempo mayor.

Cuando su marido llegaba, y luego de que se hubiese puesto más cómodo, solían beber un gimlet (ella) y un whisky (sin hielo; él) en el porche. Los regadores automáticos del vecindario comenzaban a encenderse a eso de las siete y media como sincronizados por una manía de cotidianeidad y de exactitud, para lanzar un inmediato aroma de suburbanidad, de niñez, de atardecer. Los vecinos que tenían perro salían entonces a pasearlos: sin entusiasmo, otra más de las actividades que rellenaban espacio en el tiempo; que componían el personaje indiferenciado. Por la calle apenas circulaban coches a esa hora de la tarde, y algunos niños apuraban las últimas carreras del día en un bullicio comedido. Allí nadie los llamaría a comer. La corrección era algo que se incorporaba tempranamente, de tal manera que de pronto desaparecían de la calle como impulsados por una explosión de modales que los propulsaba como a átomos hacia sus casas.

Mientras tanto, ella y él parecían esperar algo, allí sentados, el vaso sostenido con una displicencia que parecía ensayada, casi sin hablar, apenas unas palabras de tanto en tanto, para acompñar los tragos y componer el marco. Más que una revelación voluntariosa, acaso aguardaban la consecuencia, el signo, de una profecía nunca articulada ni intuida. Por eso, tal vez, se iban forazando a entusiasmarse a empellones, de tanto en tanto; por ello, tal vez, se habían acostumbrado a esos golpes esporádicos de euforia sin ternura, a revivir ese amor que con toda probabilidad nunca había sido más que un afecto, un apego, un impulso que habían fabricado unos engaños y unas obligaciones con el único fin de alargarse un poco más, por el mero hecho de hacerlo.

Por esa misma razón, ella entreveía – aunque mantenía la percepción en la región de lo equívoco, lo meramente supuesto – que al regresar al trabajo, y durante unos días, habría el ánimo de regresar a esa construcción transitoria de esperanza y primicia y pulsión y renovación. Y de la misma manera conjeturaba, a medida que los días fueron ocurriendo con una puntualidad pasmosa – urdida por acciones y gestos tautológicos -, que volvería a precisar esos diferimientos diarios de un retorno a la invitable constatación de que la vida tiene más de monotonía que de novedad, de asombro. Mas, por alguna razón, sentada en el porche, presenciando a sus vecinos, casi un reflejo exacto de sus desiluciones, se sintió más tranquila. Incluso, creyó sentir, por primera vez, algo que podría, sin caer en la cursilería ramplona, definirse como amor. O, más bien, una cierta aceptación cómoda y tranquila.

© Marcelo Wio

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