Por la aveninda

Por la avenida de los Habsburgos, hacia el lado del río, un poco de espaldas a la insinuación de sol detrás del felpudo sucio de nubes. Por ahí, cerca de la plaza Julio Carlos Cornetti, con su exuberancia inexplicable en pleno invierno septentrional y la sonoridad de sus ramajes. Por la avenida, entonces, hacia el lado del río, o hacia el Este (con algo de componente Sur, porque ahí a la avenida le da por cagarse soberanamente en el díctum euclidiano y empieza a torcerse con retortijones internos y zigzags sin sentido); de ahí que el sol disminuído quede a mis espaldas. Por la avenida deteriorada: acaso aún más por el hecho de que supo, hace demasiado, de lujos y peatones con abolengo en sus aceras. Otras calles y avenidas, en cambio, nunca han pasado de ser puros pragmatismos entre un punto y otro: vías, corredores; la mera definición de lo transitable y transitorio. Por la avenida, opacada por las nubes y ese gris que el invierno le enchufa a todo, como un mal pintor de paredes; y velada también por el olvido de un tiempo pasado que siempre fue mejor. Por la avenida donde el viejo Aparicio va y viene, saludando, deteniéndose a tomarse un cafecito – si es antes de las cinco de la tarde, en invierno; antes de las seis y media en verano – o una copita de lo que tercie – luego del referido horario -, y a contar historias propias, ajenas e inventadas, a pasar el rato, entre el ida y vuelta del territorio de quince calles por el que se mueve como uno de esos roedores sobre una rueda, creyendo que va. Por la avenida, donde siempre espero encontrarla, porque una vez la ví; pero por donde ya no aparece – aunque más de una vez me ha pasado de vislumbrarla en un movimiento de melena, en una carrerita para alcanzar un autobús que siempre se va sin nosotros; en el reflejo de alguna vidriera, y en ese etcétera de abstracciones en las que uno mete o infiere o intuye lo que anda queriendo encontrar. Pero, evidentemente, nunca se trataba de ella, sino de mi deseo enchastrándole la esplda o el pelo o el refeljo a alguna pobre muchacha. Por la avenida donde una vez un general entró trinufal – por su extremo Oeste – y salió vilipendiado por su extremo Sur (luego de que la noticia, que viaja bastante más rápido que el sonido – el rumor lo hace a una velocidad ligeramente superior a la de la luz -, de que se había pasado la guerra en un balneario en las montañas gozando de banquetes (y, según el rumor – que evidentemente llegó antes que la notica -, de unas orgías que para qué te voy a contar) y seguridad, mientras los muchachos morían defendiendo la patria bajo las órdenes de un sargento corajudo e inteligente en los asuntos de la estrategia y la táctica. Así pues, el general recibió un baño de lo peor que había para arrojar – que no provocara la muerte y que causara la mayor humillación posible. El general se bajó del coche descapotable en el que viajaba, entró en su mansión, se hizo lavar por dos criadas africanas; comió opíparamente, y luego disfrutó de las sábanas de su cama extensa – luego de un revuelo de piernas, jadeos, forcejeos y transpiraciones con tres muchachitas caribeñas. Dicen que fue él quien despretigió a la avenida. Los memoriosos dicen que, efectivamente, la avenida comenzó a decaer luego de aquel incidente; lo que bien podría ser mera coincidencia, y no o una consecuencia (la contemporaneidad no implica causalidad, dijo Aparicio). A saber. Por la avenida, buscando algo que uno sabe que no va a encontrar. En mi caso, a alguien. Alguien a quien vi, como ya refiriera, fugazmente en una oportunidad; y que ahora pienso que tal vez imaginé. Por la avenida donde todos pasan; todo pasa. Hasta una gloria militar. Hasta un esplendor. Hasta el día, que se va angostando hacia el Oeste.

© Marcelo Wio

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