Gajes del oficio

Entendía su capacidad de crueldad como un apéndice de su sentido práctico y, hasta cierto punto, estético, de la vida y sus devenires. Se arremangó y miró al muchacho que estaba sentado en la silla en medio de la sala en penumbras – nunca entendió para qué esa escenificación innecesaria. Amordazado, sólo emitía un lamento o un temor monótono. Transpiraba copiosamente. Él meneó la cabeza. No entendía esas reacciones repetidas. Nunca una valentía, una aceptación, se dijo, mientras caminaba hacia el joven. A fin de cuentas, sólo se estaban enfrentando a las consecuencias de sus incumplimientos, negligencias, imprudencias y necedades. Él tenía unas cuantas transgresiones postergadas para una oportunidad mejor, para el momento en que no necesitara de esos aspavientos y terrores. Recordaba esas infracciones ocultas porque sabía que ya no volverían, porque los posibles reclamos que las habían justificado en su momento, ya habían prescripto; por eso, cada vez debía acudir más atrás en la memoria – el pasado es inofensivo porque el tiempo desactivó las amenazas, le dijeron alguna vez (falso: también las agranda; e, incluso, termina por crearlas cuando no las hay: y todos tendrán sus espantos) -; y porque él no es quien fue. El muchacho intentaba violar la materia de la mordaza con su desesperación. Él sintió algo parecido a la lástima, acaso más emparentado con una condescendencia indignada cada vez más rutinaria; cada vez más nada. Pero para él eso era la lástima, el probable instante anterior a una conmutación de la pena, a un gesto entre resignado y cómplice. Sabía que eso no sucedería nunca. Tal vez por ello se le iba escurriendo el sueño cada vez más, y únicamente le iba quedando el insomnio, que sólo tiene para ofrecer los fantasmas que se acumulan a lo largo de los años: los presenta incrementados, deformados, a comparecer ante el presente (el tiempo no desactiva ninguna amenaza, ningún pavor, como le dijeron alguna vez). El temor al desvelo, pensaba él una noche de tantas en vela, no tiene que ver con cansancios futuros, sino con ese infierno personal que recrea la noche y la impotencia de no poder huir al sueño (aunque sea a una sucesión de pesadillas). Por eso, se dijo entonces, el sueño es una muerte, un suicidio diario que nada tiene que ver con el descanso físico. Un consuelo efímero. Ya estaba al lado del muchacho. Evitó la mirada del joven. Nunca quería saber los nombres, sólo por qué estaban allí. Este era un periodista que había sacado una foto de alguien de quien jamás tendría que haber sacado una foto; mucho menos publicarla identificando al sujeto con su nombre y apellido. Agarró el cuchillo de hoja fina y angosta, se ubicó detrás del muchacho y le dijo en un susurro: es rapidito. Un chorro de sangre saltó hacia delante, como un arrojo último. La primera vez que había matado de aquella manera, se había parado delante del… sujeto… En fin, aquella vez juró no volver a hacerlo – pero, ya se sabe, si no lo hace uno, alguien más lo hará, y será más brutal, menos conciso. Estuvo semanas imaginando manchas de sangre ajena en su cuerpo. Como una impureza que se negaba a dejarlo. Venganza póstuma, había pensado, algo cínicamente. Al muchacho lo dejaron los últimos estertores mansos. Él constató que ya no había vida dentro de aquel cuerpo y llamó a Salcedo: llévatelo nomás; y se marchó al pequeño lavabo que había al fondo de la habitación, se lavó las manos a conciencia, aunque no tenía ni una sola mancha, y se miró en el espejo descascarado: otro fantasma más para la representación nocturna, pareció reprocharse. Pero no, no era eso, era una mera constatación. Otro rostro más para el insomnio. Nada más. Aceptado sin dramatismos. Gajes del oficio. Compuso una sonrisa – más que nada, un rictus – astillada y hurtada a otra situación.

© Marcelo Wio

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