El fin de semana pasado, un amigo que trabaja en el Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Yale me invitó a visitar las salas de la Biblioteca Beinecke que están vedadas al público. Le había deslizado alguna vez, hace ya mucho, en alguna reunión, mi deseo de ver algunos de los manuscritos y libros que allí se guardan, pero sin insistencia – aborrezco el pedido o la súplica que en realidad se enuncian como un ardid apenas encubierto de instaurar una obligación. Así pues, ya había olvidado el asunto. Por eso cuando me llamó a mediados de la semana pasada para saber si podía acercarme hasta New Haven para ir la biblioteca, me sorprendió como lo hacen esos eventos favorables que son inopinados, que uno sólo podría haber fantaseado durante esas horas de insomnio que uno rellena como puede – a todo hay que darle un mínimo contenido para que sus contornos no se hagan visibles, materiales, y colapsen como una célula disfuncional, con uno en medio. Apenas colgué el teléfono compré un billete para el Acela Express que sale a las 8.10 de Boston. Habíamos quedado en vernos en la estación de New Haven a las 10.30.
Ya había estado en varias ocasiones en la Beinecke, así que fuimos directamente a aquellas salas apartadas, exclusivas para uso de los investigadores. Mi amigo pidió algunos raros ejemplares para que pudiera tocar y oler sus páginas. Pero actuaba de manera extraña, como si le corriera alguna prisa. De hecho, parecía extrañamente excitado. No supe adjudicar su estado a ningún evento – él pasaba gran parte de su jornada laboral (incluso más, se quejaba a menudo su mujer) en esas privilegiadas salas. No tuve que esperar mucho para conocer los motivos de tal estado de ánimo: uno de sus colegas se acercó – no sé de dónde salió – y nos invitó a seguirlo hasta una estancia repleta de papeles manuscritos que esperaban ser autentificados y clasificados y analizados y vaya a saber qué lujurias académicas más. Caminé entre las mesas altas sobre la que estaba dispuesto todo aquel invaluable material, como esos niños bien educados que saben mirar sin tocar y, además, hacerlo en silencio, como si no fuesen niños, como si no estuvieran en el mundo. Una carta llamó mi atención por la firma a su pie. La conocía bien. S.L. Clemens. Es auténtica, dijo la voz del colega de mi amigo, llegándome desde atrás, con ese orgullo del que conoce algo que nadie o apenas unos pocos más conocen. El Departamento ha decidido, de todas maneras, no darla a conocer. A fin de cuentas, siguió diciendo con esa voz que parecen imponer ciertos lugares y ciertas situaciones – acolchadas; como si cada palabra se brindara a sí misma la coartada para su posible negación – la literatura es una forma de mitificación: no sólo de eventos, sino de los propios autores. Quién es uno para desmantelarlas. Quién es uno para nada, pensé yo.
En un principio entendí las justificaciones del académico. O, más bien, las acepté como el precio (asequible) que me correspondía abonar para estar allí. Asiente y calla. O no asientas, pero calla. Mas, luego, en el tren de regreso pensé que, efectivamente, sólo el autor podía decidir qué elementos formarían parte del mito en torno a su figura y su obra. Y si Samuel Langhorne había escrito tal carta – no supe a quién iba dirigida, no me fijé en ese detalle, pero se encontraba entre otras misivas y documentos en los que se repetía el nombre de quien fuera editor entre 1865 y 1866 del breve The Saturday Press -, es porque no tenía ninguna intención de ocultar los orígenes de su inspiración. Antes bien, los quería aclarar. Corregir. Por eso me decidí a dar a conocer el contenido de esa carta.
En el texto, fechado en marzo de 1887, quien es más conocido por su seudónimo literario (Mark Twain, quién otro), le decía al editor del medio neoyorquino, Henry Clapp, que su personaje Huckleberry Finn estaba inspirado en un niño (un tal Alexis) que conoció en Creta – durante un viaje del que no se tenía conocimiento hasta la aparición de esa carta que, según me refirió mi amigo antes de despedirnos, apreció misteriosamente en una caja, junto a otros muchos documentos, abandonada a las puertas del Departamento de Literatura Comparada (en un principio pensaron, obviamente, que se trataba de una broma elaborada de sus colegas de Harvard). “Tom Blankenship no es más que un personaje que se me ocurrió una vez y que no llegó encajar en ninguna de mis ficciones, y que no quería dejar anónimo incordiándome en las horas que ilusamente considero de descanso. Así que lo introduje un poco como un apéndice de otra historia”, explicaba Clemens en la misiva.
Pero hay historias que se niegan a concluir, que parecen ir elevando la apuesta, probando la credulidad de los sujetos que se asoman a ellas.
Así, y como si, más que una persona fuese un estado de ánimo, un entrevero entre presencia e impulso, o vaya uno a saber el producto de qué embrujo o designio – acaso una de las lentes que aseguran y custodian las simetrías y las repeticiones -, Alexis, ya más transitado por la vida, infundió a Nikos Kazantzakis la sustancia del personaje que luego interpretaría Anthony Quinn.
A saber si el propio Alexis no estaría inspirado en otra existencia. No me extrañaría. Quién sabe. Quizás, después de todo, haya asuntos que es mejor dejarlos tal cual están, no sea cosa que las pedantes intervenciones a las que nos abocamos modifiquen correspondencias o perpetren aberraciones cuyos efectos supongan alguna modificación en la jerarquía orgánica de los seres.
Y, aún habiendo dicho esto, igualmente se impone el cúmulo de impericias y vanidades – tan variadas, tan taimadas – que me conducen mansamente al error de publicar este texto.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion