Publicado originalmente en el blog Ni más ni menos, de Sergio Levinsky.
De la vida de Manolete hay un hecho que jamás se menciona. Y mire que se ha escrito y hablado sobre la vida del diestro… A mí, el suceso me lo comentaron en el puerto de Buenos Aires, mientras esperaba un envío de Italia en medio un aburrimiento de muelles, neblina y trajines que alimentaban un cierto misticismo vano. Me refirió el hecho un tal Lisandro Partuzzi. Días después del encuentro averigüé quién era el tal Partuzzi, para evaluar su credibilidad.
Todo aquel que supo darme información sobre el mentado Partuzzi, confirmó las trazas de historia que me había ofrecido como contexto y justificación de la historia que me relató como un favor, una ofrenda o una estrategia contra el tiempo. Aunque dudo que en ciertos muelles el tiempo tenga jurisprudencia.
Partuzzi había llegado solo a la Argentina, con 11 años, desde algún caserío cercano a Nápoles. Había sobrevivido y malvivido en los alrededores del barrio de la Boca, hasta que su habilidad en el potrero lo salvó un destino casi seguro de malandrismos y pifias.
Lo vio un oteador de Alférez Fútbol Club, de la ciudad de Cippoletti. En aquel entonces – le estoy hablando de antes de los años 1940 -, la liga del Alto Valle de Río Negro y Neuquén debía ser para un futbolista lo que hoy es la liga española, la inglesa o la italiana: una promesa de juego y una trampa de seguridad impuesta al futuro. Bueno, probablemente no tanto.
Partuzzi fue leyenda en el Valle: su habilidad, su gentileza en el campo de juego, y la pila de goles que acumulaba temporada tras temporada. Don Emilio Bazán, que languidecía en una veredita de Centenario, a pocos kilómetros de Neuquén, me contó lo que luego me relataron otros, casi con idéntica emoción: Partuzzi tenía la cintura de goma, che; el tipo enfilaba con el cuerpo para un lado, pero las piernas ya iban hacia el opuesto, y los defensores desparramados; tendría que haberlo visto… Me dirás, la hacía una vez, dos, y después ya todos sabían o conjerturaban cn certeza que iba a arrancar en dirección contraria a la del tronco, de la mirada; pavadas. La cintura era de goma y, además, tenía un resorte. Si el tipo pispeaba por dónde maliciaban las piernas, y anticipaba una zancada, un sutil ladear el peso del cuerpo; las piernas de Partuzzi enfilaban para el otro lado y dejaban al defensor desairado, a contrapierna, a contramano de la jugada, de la dignidad. No era habilidoso, Partuzzi; estaba un escalón o una ragión o lo que fuere más allá. Elvira “la Bruja” aseguraba que había hecho un pacto con el diablo. Imposible. Esos pactos, si se hacen, sólo se pueden hacer con Dios. Y ni siquiera: no hay Dios dispuesto a que una de sus creaciones lo usurpe el flujo de la devoción. Partuzzi fue una de esas sorpresas de la naturaleza.
Ese era Partuzzi.
Y en algún momento de los años 1930, Manolete llegó a la Argentina. No diría que de incógnito, porque en Argentina no lo conocía nadie: la tauromaquia era una rareza lejana que no generaba ningún interés, ni siquiera para denostarla. Así, el diestro cansó algunas noches, algunos cabarets y algunos amoríos a lo largo de la avenida Corrientes. Pero andaba buscando otra cosa: las mujeres, más allá del acento y alguna idiosincrasia, como los hombres, gastan las mismas mañas, las mismas hazañas y limitaciones en el uno a uno, sin importar las geografías azarosas. Manolete andaba buscando a Partuzzi. ¿Cómo se había enterado de su existencia? A saber. Partuzzi, ya pasados los noventa años, no recordaba si se lo había referido, o si él se lo había preguntado o no. Lo más probable, es que no se lo hubiera preguntado – razonó -, no sabía quién era, llegaba como tantos otros: buscando un consejo, una suerte, una palmada. Yo no preguntaba. En la medida de lo posible, daba lo que se me pedía. Nunca fui mezquino en ese sentido. Lo fui en otros, por supuesto, pero no viene a cuento.
Manolete se presentó en Cippoletti un atardecer de agosto opacado de polvo, ventoso y fresco. El equipo entrenaba en una cancha auxiliar de tierra (si a ese trozo de tierra despejada de malezas se le podía llamar cancha), porque la de césped (un rejunte de yuyos y hierbajos mantenidos a raya a guadañazo limpio) era para jugar los partidos de liga. Miró hasta el final del entrenamiento desde la banda, sopapeado por las andanadas de viento traicionero que levantaba una injuria de granos de arenisca que envejecía los rostros y los ánimos. Enseguida reconoció a Partuzzi, no porque conociera sus rasgos, su fisonomía, sino por los movimientos de bailarín traicionero que ahora se ladeaba de tango y salía por el otro lado con una vidalita. Manolete dio la vuelta por detrás de uno de las porterías sin red, para esperar a Partuzzi al lado del banquillo donde los jugadores habían dejado sus bolsos.
Aguardó preguntándose qué hacía en aquel engaño del tiempo y el espacio un tipo como Partuzzi, que podría estar jugando en cualquier equipo europeo que quisiera, sin la ofensa del viento, sin el olvido de sí del que todo parecía estar impregnado.
Cuando terminó el entrenamiento, se me acercó un tipo enjuto, flacucho, narigón, repeinado para atrás (me llamó la atención, porque lo había visto al costado de la cancha soportando el viento: al peinado digo). Se presentó – evidentemente español – y me dijo que necesitaba mi ayuda. Usté dirá, lo invité a deshilvanar la solicitud. Me dedico a un arte en el que la cintura es esencial, vital, me comentó. Y usté quiere que le enseñe a quebrarla, a amagar. No tanto a amagar, a mí me alcanza y sobra con el quiebre, me dijo el tipo. Mire, no tengo una fórmula, una técnica… yo no desarrollé la habilidad, digamos; me vino dada de fábrica. No sé cómo funciona. No pienso el quiebre. El cuerpo, en la cancha, sabe lo que tiene que hacer… No sé cómo explicarlo. Le parecerá extraño – me dijo – lo que voy a proponerle; a mí mismo, si estuviera en su lugar, me lo parecería y, seguramente, lo mandaría a paseo, me soltó. Diga, hombre, no se ataje de antemano, que eso nunca se desenvuelve de manera favorable para el que pide. Muy bien: me gustaría torearlo. ¿Cómo…? Soy torero, y me gustaría que hiciera de toro… tramposo… ¿Quiere que lo embista…? Si; creo que así, si bien no lograré su ductilidad, al menos la podré imitar lo justo para engañar al toro (cuya flexibilidad y reacción no son las mismas que las de un defensor). Si eso lo hace feliz… no veo por qué no; eso sí, lo haremos junto al río, lejos de las miradas; y usted no lo contará jamás, no quiero rumores pelotudos sobre mi persona. Comprendo, yo también prefiero el secretismo, por una cuestión de prestigio…
Tres o cuatro veces, durante semana y media, dos semanas, hice de toro escuálido. El gaita partió como había llegado, en silencio, envuelto en viento y polvo, como si ese fuese un medio de trasporte habitual y tan válido como el tren. No supe nada más de él hasta algo más de veinte años después de su visita, por un diario o una revista o un comentario. Realmente no le había creído lo del toreo, pensé que era un fulbolista, un defensor de algún equipo europeo. Del Real Madrid, puntualmente. Imaginé que por algún sentimiento de dignidad, se había inventado aquella historia inverosímil: cómo un jugador del Madrid iba a desbarrancarse hacia aquella parte del mundo (o más precisamente a aquella porción del mundo fuera del mundo), para aprender de un tipo como yo. Pero no, el gaita no mentía. Supe que la cintura lo salvó varias veces de la eventualidad de los cuernos (de los de verdad, no de los metafóricos). Supe también que falló una vez, y que en esas lides, no hay segundas oportunidades (al menos, no para todos a los que el toro les adivina el engaño, la debilidad, la duda, el temor).
Poco después de leer u oír aquello – yo ya estaba en Buenos Aires; en ese entonces no en la Capital, sino en Berasategui -, vino a visitarme con ruso… ¿Cómo se llamaba…? Barilkov…
¿Barýshnikov?
Eso.
¿Que qué quería? Básicamente lo mismo que el torero, pero este quería que bailara con él.
¿Y?
¿Cómo y?, lo mandé a la mierda, una cosa es hacer de toro, otra muy distinta es restregarse ahí con un tipo. Después supe que era bailarín. Lo vi una vez en la televisión. No bailaba mal, pero le faltaba cintura. Me arrepentí de no haberle dado una mano… Podría haber sido un gran bailarín…
© Marcelo Wio
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