Primavera de látex con lamparones de insatisfacción en un subsuelo a las cuatro de la mañana entre Corrientes y Lavalle. Madrugada preñada de promesas que serán infringidas, de fracasos (y acasos) incrementados contra un fondo de saliva pastosa (whisky incierto, tabaco apergaminado). Mañanita de porteros baldeando veredas con la esperanza inútil de lavar el ominoso destino colectivo inscrito en las baldosas descuidadas.
Con la dignidad algo más desautorizada y manoseada, el prestigio un mero vale para recoger un gabán – comprado en rebajas – de la tintorería, se condujo hasta el segundo de piso de uno de los tantos edificios que se agolpan como una maleza de insultos precarios, como una configuración de injurias innecesarias, gratuitas. Abrió la puerta: malón de olores encerrados, adobados en soledad; se despeñó sobre el sofá, vestido con el traje marrón, la camisa amarilleada y la corbata rojiza (de un tinte que hacía lo posible por huir de la desgracia del conjunto); encendió un cigarrillo y fumó olvidándose de sí, como si el humo fuese el último recurso para arrancarse del mundo o sólo una manera de esperar a que el sueño lo desmayara.
© Marcelo Wio
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