
Tuve edad. Ciertamente. La de desoír advertencias. Tuve las anteriores también, evidentemente, en las que no sabía que no sabía, y tenía la temeridad del que no cuenta instantes. Y tengo – o me tiene – esta. De andar aceptando que todo quedará irremediablemente inconcluso. Esta, que es la de ver aquellas otras edades como territorios sobre los cuales he perdido la soberanía o ese simulacro de posesión: escasamente si estuve rebotando en el tiempo, siendo un apenas de existencia: ubicación en el espacio que usurpa materia y le embroma las cuentas a la entropía - esa propensión a no ser. Tengo esta edad. O esta conciencia inútil, dolorosa, a veces. La de mirarse el pasado en el presente como si aún pudiera habitarse de pleno derecho, ahora. En ninguna de ellas he tenido dioses, acaso alguna superstición transitoria, utilitaria, para velar una cobardía – de la mirada de ese otro que tantas veces es uno creyéndolo foráneo. He tenido, sobre todo, tiempo, o región, para juntar aquello que en cada momento juzgué – u otros por mí – esenciales: palabras, amores, un par de sueños (oportunamente traicionados), destinos, desaciertos, olvidos – sí también estos pueden coleccionarse, como memorias fallidas, culpas, y hasta escepticismos falibles. He tenido, pues, esas edades. Es decir, he sido ese transcurso que ha omitido buena parte del recorrido y que ha exaltado como efigies, o como hitos – un mogote en el calendario -, trozos de esto que, a veces, dudo haber sido: una continuidad entre el recuerdo de una infancia y este ahora que ya no es. © Marcelo Wio
Dejar una contestacion