Todas esas valentías cobardes que empecinaste contra el temor que no lograbas identificar: tan íntimo como las entrañas. Tan elemental. Emprendías riesgos para que el latido en el cuello y las sienes se impusiera sobre ese vacío que te crecía en las horas quietas, cuando las químicas del vértigo no ejercían su función primitiva, breve. Ibas por la vida como queriendo acercarte a la muerte lo suficiente para espantarte. Aunque, al final, creo que concurrías a esas regiones liminares con afán de equivocar un paso, un amarre…
Mas nunca tuviste el valor para ejecutar tu última pusilanimidad.
Y entonces volvías con el gesto bravo, sobrado, adobado con esas miradas de las que te rodeabas para darle un acabado de consenso a la impostura. Mas, cuando quedabas solo – y vaya si hacías lo imposible por evitarlo, si luchabas contra el sueño propio y ajeno, y te rodeabas de amantes y contertulios y enemigos; lo que fuera -, desde un punto más interior que el estómago, desde ese órgano que no existe pero que igualmente segrega angustia y desolación, comenzaba a avanzar retrocediendo: sin identidad, sin siquiera ofrecerle elementos a la sinrazón para elaborar unos fantasmas más o menos identificables, comprensibles, por más terribles que fuesen. Sencillamente se abría y tiraba de ti hacia adentro,
pero dejándote intacto – materialmente intacto. Qué se llevaba/qué te arrancaba. Y con qué suplantaba aquello que reclamaba para sus dominios.
Todos saben. Todo. De todos. Menos de sí mismos. Y sabía de mí. Claro. Más que yo mismo, por supuesto. Más de lo que había. Porque sabía, como todos, lo que quería saber. Las explicaciones que le convenían. Las que justificaban que ella y yo nunca. Que sólo, de tanto en tanto, surcáramos esas regiones que no pertenecen a ningún conjunto, pura agregación temporal, a la que van a descansar los bostezos y las sinceridades.
Todos esos paisajes tejidos en el párpado. Los hilos de descuidados puntos flotando sobre las posibilidades de un escenario transitorio, lleno de abrazos o de esas miradas que son como. Y que si uno las sostiene un poco más allá del límite establecido por el colegio médico y el de abogados (o abogardos, que nunca está una muy seguro de las asociaciones que fijan los confines de la seguridad y los principios de la impunidad), a veces materializa la farsa. Entonces dos, como nosotros, desprendiéndose como esos errores que no estorban a nadie y que a saber por qué se ha convenido en calificar como tales.
De a poco se apaga. De a poco.
Como un cansancio. Como si el último
algoritmo hubiese comprendido que el hombre fue
un error y, manipulando la humanidad
que aquél no supo ejercer,
fuese desconectando los vínculos
del ser con el tiempo.
No. No digas eso…
Algo así. El entusiasmo
por las cosas, siempre inconstante, infiel. Las cosas
y las personas. Extensiones hacia la ajenidad: real
o aparente. Lazos siempre incompletos,
ineficaces.
Por qué, justo ahora, sin venir a cuento. Como si una vida pudiera contener todas las posibilidades de asombro – y perder unas cuantas, pues, lo invalidara todo… No digas eso…
Se apaga la esperanza
de que esta soledad sea transitoria o
un espejismo, un instante para apagarse
con dignidad.
No se apaga. Todavía no.
Sí. A mí se me apagan todos los instantes, todo el tiempo, y en su lugar aparecen otros, apócrifos, gastados, inverosímiles: una tarde en una ciudad postindustrial, gris, mojada de muchas lluvias sin encanto; una ciudad en la que nunca estuve, en la que nunca puedo haber habitado nadie, y que es una trampa, una distracción para que actúe el tiempo, por detrás, y meta la mano siniestra en el bolsillo del caballero o la cartera de la dama y le ampute un trozo de biografía o de consuelo o lo que sea que fuese ese manojo de momentos.
Te falta decirlo con voz Waits. Y con esa mirada que tenía la Dietrich, que todos confundían con seducción, pero que era el empecinamiento frente a una pena, a una derrota que no provenía de fuera. Acaso, quién te dice, fuera como la que llevas tú.
Hablas como si me inmolara.
Lo haces. Con furor de supresión.
No sé a cuento de qué se te ha metido que soy portador de una zozobra o una amargura o una condena anímica particular. Tengo mis momentos, como cualquiera. A veces, el domingo al atardecer, porque soy muy obediente a los convencionalismos hasta para entristecerme; con lo que, ya ves, qué aflicción menos intestina, menos propia. Es la de todos. Como la humedad ambiente, la presión atmosférica y la bilirrubina. Y los instantes… ¿A quién no se le apagan? ¿Quién es tiene un momento auténtico? Eso no es intestino.
***
¿Te acuerdas que alguna vez fuimos dos?
No soy dado a estas experimentaciones emocionales.
Dos o ninguno. Unos parlamentos de alguien que nos utilizaba para no decirse, haciéndonos decir.
Lo que es yo, fui, y soy. Accesorio. Sin nadie que vaya trazando mis verbos, que son los que se vienen usufructuando más o menos impunemente desde aquel “y hablarás la lengua de mis labios para decir mi nombre” – lo recuerdo dicho con un eco húmedo y frío de corto recorrido en la Iglesia pequeña que, estoy seguro, desde entonces se ha encogido un buen par de metros y asentimientos culposos. ¿Sabes qué más recuerdo? La tarde en que bailaste en la plaza del pueblo, con ese vestido tan sin restricciones, empujada por vaya a saber qué músicas que se te habían metido vaya a saber dónde cómo en el cuerpo, y, según las mujeres que envidiaban tu juventud endurecida y flexible, arrinconada por una ebriedad que el vino no sabe componer, así que vaya a saber qué potingues o conjuros, decían mientras levantabas un vuelo rasante que arrasó con las hojas que aún quedaban en los árboles ya ralos.
Lo recuerdo. Me abrazaste. Tan someramente…
Y qué quieres, si nace el abrazo
en la soledad
y se devalúa desprestigia hastía
en su consumación repetida
por inercia, intimidado por la memoria
de aquella soledad
que ya se anhela.
¿Cuándo te nació el último abrazo?
No lo sé. Imagino que cuando sentí la última soledad.
Luego una ya sólo sabe estar consigo mismo.
No sé si uno sabe. Uno se tolera. Porque no hay otra.
Otra vez tus holocaustos…
Otra vez: que no son míos. Que vienen impuestos. E iguales para todos. Que cada uno quiera verlo a su manera, o hacer de cuenta de que la cosa no va con él, ese es otro cantar. Y no son holocaustos.
¿Qué son?
Son. Y eso basta. Que los puedas nombrar o no, no hará que sucedan o no. Las cosas prescinden de nuestros esfuerzos vanos por decir – como si las palabras pudieran ordenar su comparecencia, su mecánica, su propósito…
Es lo único que nos vincula.
Están las miradas.
Sólo son el subterfugio del aislamiento.
De la incomunicación. La mirada no llega. Requiere
distancia… La mirada que termina por partir
la posibilidad sinuosa de la caricia
con las trampas que se dejan la noche antes
para germinar esas ruines quimeras diarias
que esconden el rostro
y el dolor y la responsabilidad: fundaciones
que anulan su proclamación: el ser es no es
de esos delirios que siempre son de privilegio
y oblación
y meticulosas inquinas centrífugas – como la desesperación
de los que se ahogan en su sueño.
No entiendo tus palabras.
No son palabras. Son los restos de contemplación que retienen los espejos. Eres tú. Antes de que fuéramos dos. Tú esperándote…
© Marcelo Wio
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