I.
Me percaté ayer. Más probablemente, ayer terminara de convencerme. Y hoy lo corroboré – como si tal escéptico ejercicio hubiese sido necesario.
Hay una región en mi habitación donde siempre es de noche. No importa la hora que sea; ni la estación – por aquello de la posición terrestre y los ángulos de incidencia de la luz. Noche cerrada.
Y no, no se trata de una burda sombra más o menos lograda. De hecho, el sol matinal da de lleno en esa zona sin poder penetrar en la tozuda oscuridad – que está allí como si fuese un grumo o un abrigo que alguien olvidó.
Así, entre mi cama y la pared occidental de la habitación – donde, para colmo, hay una ventana a la que, si bien la luz llega obstaculizada por un álamo, ofrece un claridad muy digna -, hay una noche perenne. Y dos grillos. Ah, y un miedo de infancia, al que acudo de tanto en tanto.
II.
De noche, la luz de la lámpara refleja perfectamente el interior del salón en la ventana, incorporando al exterior a su dominio fraudulento. Acaso sólo sea un símbolo de la intimidad (transitoria, dudosa – siempre hay una ventana oscura que observa hacia adentro amparada en ese engaño óptico al que confortablemente nos entregamos).
© Marcelo Wio
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