Los hilos que unen lo que somos

El bar Los Impolutos ya estaba casi vacío. Sólo quedaban Roberto y Andrés, de los habituales. A un costado había una de esas parejitas que caen de tanto en tanto, buscando el baño, el abrigo momentáneo durante un chaparrón, o el anonimato de un local donde se tiene la casi certeza de que no va a aparecer ningún conocido – cuando se trata de un fato, un amorío, un enjuague. Aunque también recurren a esos territorios para romper una relación – la escena, si existe, queda restringida a un montón de miradas desconocidas; que es lo mismo que decir que queda neutralizada por el olvido.

Roberto y Andrés estaban en la mesa habitual junto al ventanal de la calle 8 de octubre. Recién se habían ido Carlos y Mario. Un rato antes habían desertado Luis, Oscar y Pedrito.

-Es perfectamente inútil. Pomposa y avaramente inútil, ese conocimiento; por llamarlo de algún modo – dijo Roberto, jugando con las migas de medialuna sobre la mesa.

-Como no sea para un periodista que cubre deportes – acotó Andrés, que fumaba mirando a través del ventanal.

-Y ni así, che. Ni así. Conocer de memoria el equipo de deportivo milonga es un acto inservible.

-Como no sea para recitarlo en una tertulia de bar o de radio. Aunque da lo mismo, porque son la misma cosa: a la primera se le ha visto el negocio.

-Fulano, Mengano, Zutano y Chirigano, de cinco Peripigano, y así, como si la voz recorriera un trayecto de colinas apretadas. Inanemente. Como si eso pudiera computarse como saber… Apenas es como pasar lista; una constatación mecánica, burocrática y triste.

-Sólo que en esta enunciación no responde nadie.

-Eso… Es más, ¿sabés?, me aventuro a decir que disminuye las posibilidades de progreso en una medida nada despreciable… Al pedo… – Roberto murmuró el final de la frase como si decirla supusiese admitir una derrota atroz.

Vilches, el mozo, los rescató apenas cuando llegó a llevarse las tazas y los platillos, y preguntó: ¿llueve o no llueve?

Cuando Vilches volvió hacia la barra, Roberto comentó, mientras se levantaba para irse: la climatología, eso es un saber relevante.

Se despidieron en la esquina. Por el sur parecía efectivamente que amenazaba lluvia.

****

-Se quedaron calientes, ¿no? – inquirió Mario, una cuadra después de haber abandonado el café.

-Sí. Me llamó la atención – respondió Carlos.

– ¿El enfado en sí o que no se acordaran del Atlético Tamborini del 1965? Ambas cosas. Pero más lo primero. Olvidarse a esta edad es lo esperable. A mí me pasa todo el tiempo. Lo otro… A cuento de qué se rebotó Roberto así; porque Andrés se hizo el enculado para no dejarlo sólo al otro, en evidencia; pura solidaridad.

-Cierto. Anda a saber qué mambo traía de casa.

****

-Roberto, ¿no te podés dormir?, preguntó su mujer, que encendió el velador y miró la hora en el reloj que había dejado apoyado sobre un libro.

-No.

– ¿Pasa algo?

-No. No te preocupes Estela. Vos dormí.

-¿Es lo de la jubilación?

-No, Estela, no es nada.

-Cómo no va a ser nada, Rober, si no te podes dormir y hoy todo el día anduviste como si se te hubiera caído algo… Ay, ya sé: el julepe que se te metió con que tenés no se qué de la memoria…

-Nada, amor, dormí.

-Cómo te conozco, Rober. Como para no conocerte después de cincuenta y dos años. No tenés nada, Rober, es la edad; a mí me pasa todo el tiempo. Te preparo un tecito de tila.

-Estela, en serio, no te moles… ¡Uzandizaga, Benítez, Recova, Mastrangelo y Krasinski; Bertozzi, Zamora, Trobbiani y Giuliotti; Sosa y Nuncio!

-Qué decís, Roberto; no me preocupes, por el amor de dios.

-Los once hijos de puta que hoy no querían salir en el bar.

-No me digas que por eso andabas así. No te puedo creer…

-Quedé como un boludo… O como un viejo choto. Cómo no me iba a acordar de ese equipo… El chueco Trobbiani, che…

-Haceme el favor, Roberto. Cómo vas a quedar mal por una estupidez semejante… – dijo Estela llevando la mirada fastidiada hacia el cielo breve de la habitación y apagando la luz.

-No son estupideces, Estela. Son los hilos que unen lo que somos, y lo que fuimos, con aquello que, a su vez, nos amarra al tiempo y al nombre.

-No digas pelotudeces, Roberto, por favor. Es perfectamente inútil. Dormí, haceme el favor – y Estela se giró hacia la mesilla de luz para hacer lo propio.

© Marcelo Wio

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