A todo el desprevenido que entrara en el bar Lo de Tulio, le contaba la que, entendía, había sido su oportunidad, su parte en el devenir de las cosas, como se suele decir. Desprevenido tenía que ser el interlocutor no sólo para caer en la trampa de una breve conversación de bar, sino sobre todo para entrar en aquel lugar, que parecía puesto allí como una zancadilla demasiado evidente para o ver: una esquina desteñida, sobre la que siempre daba un sol implacable – incluso, o sobre todo, los días de lluvia -, tres mesas de nerolite de color verde gastadas y manchadas, que parecían el boceto abandonado de un atolón o un ejemplo de matemática de primer grado; una barra que bien podría haber sido el último bastión del ejército alemán en la primera guerra mundial; el piso con la gravedad agregada de la mugre sedimentada, y tres o cuatro parroquianos pegados a esa subsistencia que ponía en duda la existencia de Dios y, primeramente, la de Satanás y su mazmorra infame,
Quizás no era descuido el que conducía a esos seres hasta allí, sino algo parecido a lo que habitualmente se resume como destino. Vaya uno a saber. Después de todo, uno no habla más que de oídas – que es, por otra parte, la forma generalizada de hablar: lo que podemos saber por nuestra cuenta es poco o nada, apenas unas burocracias cotidianas. En fin, a lo que iba. Al que entraba por vez primera por lo que fuera a aquel reducto donde la vida y la muerte habían llegado a un acuerdo o, sin acuerdo, se habían neutralizado, el Gaditano le contaba su historia. Una anécdota que empezaba siempre de la misma manera: sin un buenas tardes tenga uste, sin preámbulo, sin el conjunto de señales gestuales y sonoras que advierten de un afán de parloteo. Sin nada de eso, y con la mirada quieta en el lugar que tuviese – siempre sobre la barra, inmediatamente por delante del vaso pequeño y grasiente de vino que mantenía bien cerca -, como si la cosa no fuese con el fulano que acabara de entrar, decía: A mí me cagó la carrera Bilardo. Él y su minuciosidad de obseso. Usted cara de responsable, me dijo la segunda o tercera vez que nos dirigió en un entrenamiento. La segunda; sí, fue la segunda, porque era un miércoles, y nos lo habían presentado el día anterior, y eso fue después de un partido, y los lunes nos daban libre; así que la segunda vez que lo veía. Era joven aún. Todos éramos jóvenes… Que es lo mismo que decir que éramos otros; otros que se murieron de muerte natural hace tiempo y que nos dejaron como testimonio de existencia: a cada cual, el testimonio que le corresponde – algunos, pocos, siguen haciendo como si fuesen los mismos lo su consecuencia lógica; otros, como ve, apenas si somos un vergonzoso souvenir que se guarda en cualquier parte fuera de la vista. Tiene cara de responsable me dijo. Y el entusiasmo de entonces – del de juventud, con todo lo que ello implica: una desmesurada fe en uno mismo, un afán de fama enfermizo, porque la estadística es implacable y sólo permite que unos pocos la toqueteen un rato y a qué precios. Decía, que el entusiasmo de entonces y la candidez que aún queda en un mozalbete de diecisiete años, me hizo creer en la titularidad, en la manija del medio campo. Ya ve qué estupidez; entonces el cinco era Bernardi, un tipo que en vidas anteriores debía haber sido rey de los Hunos, jefe de la Inquisición y el primer mono en erguirse. Pero uno cree. Y no está mal. Lo que está mal es ser pelotudo. Y yo lo era un rato largo. Usted tiene cara de responsable, me dijo Carlos Salvador. Y ese segundo nombre, estoy seguro, también me engaño en un nivel subconsciente. Ya ve que he leído algo. Siempre tratando de entender ese instante. O, más bien. El que le siguió. Bueno, no estrictamente al que le siguió, sino al siguiente. Porque después me dijo que a ese domingo iba como aguatero. Fue mi respuesta subsiguiente la que luego habría de intentar comprender toda mi vida – sin fortuna alguna. Claro, dije. No un sí o un bueno, que hubiesen sido apenas una afirmación puntal. El claro aceptaba una condición que se extendía en el tiempo; el claro implicaba que, de pronto, yo veía lo mismo que él, que él apenas había sido un médium o un psicólogo – casi lo mismo, le digo – que le hacen decir a uno lo que uno ya lleva adentro. Uno podrá decir que luego participé en mundiales y que viajé por todas partes, que viví las anécdotas más inverosímiles. Pero, ¿usted se acordaba de mi cara? ¿Sabe usted como me llamo? Usted conoce a Maradona y a Goycochea, a Valdano y todos esos tipos a los que yo les di agua acaso con más espero del que una madre que nutre a sus hijos. Y eso por no hablar de las diferencias salariales…
Eso dicen que contaba el Gaditano. Aunque, todo sea dicho, nunca he tenido referencias directas de esto; siempre ha sido alguien que le oyó contar a otra persona que un tercero– una interposición de personas como instancias administrativas que pretenden desligar responsabilidades posibles derivadas de la mención de la historia – fue testigo directo de la narración. Cada cual decide si quiere creer en la verosimilitud siquiera, o si la acepta como esos pasatiempos que se ofrecen los hombres en los cafés, las esquinas trasnochadas o en una tribuna en reposo una o dos horas antes de un partido de fútbol.
Yo soy parte de un tercer tipo de persona: el que reitera una y otra vez la anécdota buscando una validez suficiente en la reacción de quienes me escuchan. El único problema que tengo es que la muestra nunca me parece suficientemente representativa, no tanto por el número de personas a las que se la he relatado, sino a que todas ellas forman parte de un mismo grupo: el de lo hombre futboleros. Pero ampliar más el muestreo es igualmente problemático: ¿qué entiende el que no comparte esta pasión, no ya por el fútbol, sino por las historias que produce o alimenta? Atrapado en esta paradoja, creo estar convirtiéndome en una suerte de remedo del probable Gaditano: lo que, mucho me temo, implica que, siguiendo sus razonamientos, yo no seré (acaso ya no sea) ni un testimonio de mí mismo, apenas un eco de una hipotética existencia.
© Marcelo Wio
Dejar una contestacion