Mañana ya no es

Podría haber esperado un poco más el devenir para volver a esta forma refinada de atraso, de brutalidad. Cuántas generaciones hacia atrás debería desplazarme para sentir la misma indefensión, para que la fragilidad se hiciera tan patente. El mañana, que hace unos quince años –bien pudieran ser dos; quien sabe ya – era una certeza, es hoy una palabra en desuso: las probabilidades, tan en contra de la subsistencia, ya no tienen sentido, salvo para unos pocos que han convertido las estadísticas, junto a otros elementos científicos interpretados muy libre o alegremente, en la base de una nueva religión.

Una fe sin piedad presente – apenas la incierta posibilidad de una verosimilitud benevolente. Muy poco, sí; más, a la vez, todo. Todo lo que puede ofrecer una imaginación y un credo surgidos de una coyuntura como esta: tan absoluta, tan sin tiempo – o tan sin nada que lo deje entrever; siempre es ahora, es decir, siempre es temor. Pero, es lo que hay, porque todo son incógnitas, incertidumbres… Por ejemplo, es improbable saber cuántos seres humanos quedamos. Ni por qué quedamos los que quedamos – es en estas regiones entre lo real, inmediato, y la conjetura, lo desconocido, lo posible, donde la fe nueva crece, pretendiendo salvar la ignorancia con misticismos no tan novedosos.

***

En este mundo, lo único que no ofrece espacio para la las figuraciones, para las interpelaciones angustiadas, es el paisaje, el entorno: todos los lugares son el mismo lugar. Si acaso, consuelo fraudulento, la única clemencia que ofrece este presente: no se cae en la tentación de desear estar en un lugar mejor. Uniformada la realidad por esa confabulación de desgracias y necedades. Tres pandemias horrorosas que hicieron irrisoria aquella de 2019 y 2020, y un conflicto comercial de bloqueos y sanciones cruzadas que de pronto escaló a la insensatez más absoluta de átomos y neutrones que empequeñecieron los pronósticos más aciagos de los expertos en climatología.


Lo único cierto es que además de lo que ha dado en llamarse el Vulgo, hay alguien más. Un recóndito grupo de personas que controlan los drones y los mil y un artefactos que en los primeros tiempos despejaron vías, realizaron mediciones y tomas de muestras. Su actividad ha disminuido drásticamente. De hecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que vi alguno de esos dispositivos – ni siquiera las huellas que dejan sus vehículos no tripulados terrestres.

Una vez, hacia el sur, en lo que fue Cabo Cañaveral, se vieron unas luces brillantes, casi como el sol de antes, escalando en la noche del cielo perpetuamente verde-rojizo. Los fieles del nuevo dogma, los statis dicen que seguramente han encontrado un planeta capaz de sostener vida, que ya nos llegará la hora a todos de abandonar este desierto que nos ha convertido en las fáciles presas de horrorosas mutaciones de lobos, hienas, arañas del tamaño de un niño de tres años; de virus y bacterias incontenibles, entre otras aberraciones. Eso y las bandas de humanos. Sí, a pesar de todo, somos – porque evidentemente pertenezco a una, pues es la única manera de sobrevivir – incapaces de dejar de ser la pulsión, la idiosincrasia o el condicionamiento que nos ha llevado casi a extinguirnos… A diario, en más de una oportunidad –y estas no faltan -, maldigo la hora en que no lo hicimos completamente. Después de todo, lo que nos separa de la muerte es ya apenas una ilusión, una absurda porfía.

Igualmente, he aprendido a rechazar el hábito de la cavilación – espero que llegue ser un reflejo automático. Ahora relego los peligrosos interrogantes y razonamientos a rellenar esos raros momentos en que uno no está siendo acechado por la diversidad de amenazas; a las que, afirman cada vez más grupos de Vulgos, se han sumado los drones. Sostienen que han empezado a matarnos para no dejar ningún humano vivo en la Tierra; no quieren, se sospecha, cometer los errores anunciados casi proféticamente en las novelas de ciencia ficción: ningún atisbo de civilización que en el futuro pudiese suponer una amenaza para el idílico futuro concebido lejos de este planeta por quienes crearon o propiciaron este presente.

Yo no he visto nada de esto.

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Los interrogantes a los que me refería son los que, como creo que dije antes, o bien crean adhesión a la Estadística Suprema, o terminan por agotar la voluntad de perdurar que uno no sabe ni por qué, ni sobre qué, se sostiene – pura inmanencia, puro atavismo: Por qué sobrevivimos este manojo de impotencias, la pregunta más recurrente; pero también, quiénes controlan la tecnología furtiva, que vemos; ¿son los mismos que envían artefactos fuera de la Tierra?; dónde se encuentran; ¿representan una esperanza o el desengaño último de la vida? Y, más recientemente, ¿existe realmente la tecnología que creemos ver? ¿No será un engaño provocado por un remanente de esperanza colectiva? ¿De ahí que cada vez se vean menos indicios de la misma? Quiero decir, que la ilusión es algo que, inútil – y, hasta peligroso -, comienza a desvanecerse, como esos carteles que anunciaban el circo y que se pegaban con cola en los paredones de las ciudades, cuyos colores iban destiñéndose con el tiempo, y aquello que anunciaban, terminaba por desdibujarse.

Mas, tan abocados a la supervivencia como nos encontramos, no estamos en posición de responder a ninguna de esas inquisiciones, como no sea mediante elucubraciones incurridas en conversaciones que terminan inexorablemente por parecerse a ceremonias que no consuelan. Todo aquí – que irónicamente es, sin serlo, el mismo lugar que llamaba “aquí” hace apenas, qué, cinco, diez años – conspira contra la razón. Cada día más, volvemos al reino animal, a su escalafón más bajo. En eso estamos, desaprendiendo a ser lo que éramos…

Mientras tanto, persistimos, sin tener nada que ver con lo que pueda suceder a continuación – y eso, aquí, es apenas un instante. Más que tenacidad, es una imposibilidad de dejar de ser que ni siquiera viene de uno mismo sino de ese pasado al que ya no se puede acceder mediante el recuerdo ni, siquiera, a través la alucinación.

***

Escribo esto en un cuaderno que encontré tirado – otra vez el interrogante de siempre, cómo sobrevivió a los incendios, a los calores intensísimos que siguieron a la detonación de las bombas monstruosas – junto a una vieja pluma estilográfica. En la contratapa de este había una inscripción: Michael Hernández, 3º A. En la primera hoja había un dictado corregido. Tuve que arrancarla; no soportaba esa vinculación dolorosa al pasado, a esa seguridad en la que había creído sin saber que lo hacía.

Se me acaba el cartucho de tinta. El cuaderno también. Me queda apenas media carilla. Y de pronto, me veo en el vano dilema de qué escribir, qué decir, como si hubiera la posibilidad de una posteridad a la que dirigirme, a la que advertirle… ¿De qué? ¿De lo que seguramente serán?, con lo que seguramente lo descartarán como desatino o ficción. No, no es eso. Es otra cosa. Es una superstición: cuando acabe…

© Marcelo Wio

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