
Suena. O sonaba. El piano. Lenta la melodía sobre las teclas, como si ya no le quedara mucha fuerza para ejercer la presión necesaria para esas vibraciones que se imponen al aire. Los dedos llenos de edad y piedad, vinculados irreversiblemente, mezclados, confundidos armoniosamente con el ébano y el marfil y el dolor de la composición que va hiriendo de muerte a la transitoriedad. Cada percusión y resonancia ahogando la palabra y rellenando el instante de significados anteriores al verbo: conmoción y latido y elemento. Sonaba. Y suena. La piel de antes del ruido; de después de todos los adioses posibles. Suena el piano fuera del piano; en el punto donde las células se entienden: conversación primigenia que sobrevive a las falsificaciones del decir. Suena en la garganta, donde un llanto que viene de otras existencias, aglutina sus potencias. Suena. El piano. O el pianista que cree estar tocando cuando, en realidad, obedece a esa necesidad universal de salirse, brevemente, del invento, del remedo, del mezquino diagrama de Venn. Suena Horowitz o Gould o Cortot o Rubinstein o cualquiera que de los que se inclinan a ofrendarse ante esa caja que guarda las emociones y las preguntas y los consuelos y las sustancias sin nombre, de todos. Suena. O sonaba, y sigue haciéndolo. Suena. Suena.
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