Cuando oigas el trueno,
ya habrá pasado la oportunidad del asombro
o el espanto: como un último latido
o un adiós de esos inexpugnables.
Sólo quedará ese olor como a pólvora;
y ese cielo que pintan los exiliados: con
la docilidad rebelde de las palabras
agotadas,
disidentes de la vida equivocada,
de la fe caducada.
Sobre la mesa enharinada
sólo quedará el rasto
de la empedernida validez del silencio: envés
de un recuerdo de mujer con vestido negro
flotando
como el polvo en suspensión de las calles sin tránsito
por las que una vez se trazó el vaivén
de unas rutinas sin esfuerzo ni beneficio, atadas
a la rotación de una peonza o un vértigo: como
al núcleo de una sensatez,
de un significado.
Acaso por la noche, cuando se suturen las diferencias
y se apacigüen las controversias y las brasas, en ese espasmo
que cancela las referencias, acaso entonces podrá recordarse
ese olor a masa, y entonces, el rostro
de esa mujer que siempre es una madre
enlutada
por un nombre
de varón: en
una fotografía y un manojo
de cartas y promesas.
© Marcelo Wio
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