Mi familia es amplia y, como toda familia, extraña, llena de idiosincrasias que cree propias y definitivas. Un bisabuelo, o algún cargo familiar más antiguo, tuvo cierta riqueza: la casona que habitamos es fiel evidencia de esa bonanza pretérita. En algún eslabón de la genealogía, la suerte monetaria se torció, y los hijos, en lugar de abandonar la casa, incrementaban, a fuerza de progenie, sus habitantes.
Soy, creo – aquí no hay nada que se parezca a la exactitud; de hecho, creo que mi familia basa su vida en los equívocos, las dudas, las incertidumbres, las cábalas (que siempre salen mal), el I Ching, las runas, la borra del café y el estado de las hemorroides de las primigenias del linaje. Decía que creo que soy la cuarta generación que nació y se quedó en esta casa-conventillo-museo familiar. Mi nombre… no tiene importancia. Qué le importará al lector si me llamo Roncino Biancucci o Romualdo Fidalgo. ¿Cambiará en algo el modo en el que aborde lo que tenga para contarle?
En todo caso, causará mayor efecto mi manera de contar, eso seguro. Una forma… errática (evanescente, según una novia que tuve, y que se evaporó una tarde de mucho calor).
No escribo. Un primo segundo o tercero – aunque quizás no tenga parentesco alguno, aunque viva en la casona: el número de habitantes ha crecido tanto, que probablemente algún extra-familiar se haya colado – escribe lo que cuento. Nos sentamos en la galería a tomar mate, a fumar y a fabular, y, de vez en cuando, dejamos constancia de las miserias y venturas intrascendentes de la parentela.
Figurarán sin fecha ni conectores narrativos. Así, al tuntún, a la que te criaste, como las charlas que desglosamos en la galería, mirando el camino de tierra que lleva y trae gente muy a pesar suyo.
Téngase en cuenta que cuando hablo, me dirijo al primo este (vamos a llamarlo Segismundo – Segis). Así que, usted, lector potencial, siéntase cómodo y escuche las palabras sin consecuencias, como quien pasaba por ahí y decidió sentarse al fresco a perder un rato el tiempo.
I
Aquella perra en celo es la segunda vez que pasa con el mismo perro detrás, protestando una obediente desesperación atávica. La primera vez me hizo acordar a alguien; y ahora sé a quién: a la tía Bernarda (aunque en su caso, se trata de un anti-celo perpetuo); y el perro, al tío Joaquín que, con abnegada lujuria insatisfecha e incomprendida, persigue a toda mujer que no sea mi tía. Incluso los belfos del can resemblan los morros del tío, como en un rictus tristón… Bueno los dos andan buscando algo que nunca encuentran…
II
¿Vos sabías, Segis, que el tío Valentín acumula cuernos a varias bandas? ¿Cómo que no? ¿Cómo es posible no enterarse de una desgracia ajena en este templo del cotilleo? En fin, hay que andar con las antenas paradas, Segis, y las espaldas cubiertas (nunca, jamás, bajo ningún concepto, never, mai, niemals, abandones una sala o salón donde haya al menos otras dos personas: serás carne de chismorreo; y este es un elemento que tiende a crecer). Bueno, a lo que iba; la cosa es que la tía Etelvina, su mujer, es muy dada a las carambolas amorosas, si me entendés lo que significo… Y por esa risita perversa veo que sí. Ahora anda con uno que trabaja en los silos (los martes y jueves) y con un cajero del Banco Nación (miércoles y viernes). Los fines de semana, la tía descansa, como buena mujer de familia.
III
Esto será lo único que escriba yo: El primo Segis es, según su madre, un compendio de virtudes… Con decirles que según ella, Segis repitió 3º y 5º grado porque las maestras querían (y cito textualmente) “disfrutar de sus salidas geniales”… Mi primo sabe, a todo esto, que es un pelotudo sin paliativos; hecho que, paradójicamente, morigera su condición. Es un caso único: sabe escribir pero es incapaz de leer… Dicho esto, de ahora en más, mi escriba vuelve a sus funciones.
IV
Hace unos años, solía reunirse una pequeña muchedumbre ajena en casa. Todo debido a mi hermana mayor, Eleonora: a su preciosura y a su simpatía, más precisamente. Mi hermano Florencio y yo – los otros estaban atrapados en otros proyectos, por llamarlo de alguna manera – andábamos por los márgenes de esa congregación con la intención – en mi caso – de encontrar alguna muchacha rezagada de entre las muchas que venían engañadas como coartadas para el cortejo de machos que pretendían, todos a una, a mi hermana, pero que, en última instancia, no desdeñaban de una sustituta, una suplente bien dispuesta. Yo venía a ser como esos peces anodinos que se alimentan de la mugre de las paredes de las peceras: en el medio, los colores, el espectáculo de lo llamativo; en los márgenes del encandilamiento, uno, sacando beneficios de la resaca de alardes. Igualmente, todo eso terminó cuando mi hermana se casó y perdió gran parte de la belleza convocante – o la ocultó (disimuló) detrás de cotidianeidades y post-partos –y se quedó sólo con la simpatía (algo que a la mayoría no pareció importarle demasiado: la simpatía no suele ser una característica muy valorada en las lindas; la hermosura basta y sobra). Yo emigré a la ciudad – unos meses, que acaso, todos juntos, sumaran lo que suele computar como un año -, buscando otras… peceras en las que usufructuar las negligencias y descuidos. Terminé, quizás abusando de la metáfora, limpiando piscinas y acuarios. Mi hermano Florencio, sin el amparo de ese montón forastero de atenciones obsesivas, también se fue a la ciudad, con Rubén, con el que crearon algo menos perecedero que toda esa cháchara y algarabía vana e insincera. Yo volví, como es evidente, Segis, sino, no estaríamos ahora hablando en esta galería amena en el que no hacer pasa muy desapercibido. ¿Mi hermana? Ya la has visto, Segis, sigue siendo la misma de siempre; acaso más feliz: nunca echó de menos lo que jamás pidió ni necesitó.
V
El abuelo Tino – bueno… abuelo, abuelo… lo que se dice abuelo… a saber; cualquier persona que supere los 70 años se transforma en abuelo/a (siempre y cuando este casado/a o lo hubiese estado; en su defecto, será un/a eterno/a tío/a) – lanzaba sonoros escrúpulos al atardecer, cuando los porotos que almorzaba cada día (hecho que se produjo ininterrumpidamente durante 27 años, 7 meses y 3 días) llegaban al punto de sublimación. Otra que el Pétomane.
El viejo se solía ubicar en uno de los extremos de la galería, como para que la brisa alejara el peligro de contaminación de las áreas densamente habitadas del caserón. Tino disfrutaba con cada estridencia como si estuviera saldando cuentas con el destino o con algún demonio.
Murió uno de esos atardeceres. Unos primos segundos o terceros estaban haciendo un asadito cerca de esa parte de la galería; hecho aumentativo al de que el abuelo había comido ración doble ese día. La tercera escrupulosidad venteada fue de tal magnitud que alcanzó las brasas y provocó un fogonazo que le chamuscó los pelos de cabezas brazos piernas y la pelusilla insolente de bigotitos de los primos; y envolvió al abuelo en un fulgor apasionado, vehemente, súbito y fugaz de nitrógeno, hidrógeno, dióxido de carbono, metano, oxígeno y sulfuro de hidrógeno. Se recuperaron unas cenizas mezquinas que todos conjeturamos (y convenimos en considerar) que eran del abuelo. Las enterró uno de los tíos en la huerta: “Por lo menos servirá de abono”, justificó – explico: el abuelo no había trabajado en su vida; decía que el trabajo dañaba la espontaneidad, la autenticidad del ser, amén de la creatividad. “Nos iguala con las máquinas, con las herramientas; nos convierte en meros medios para vaya a saber qué fines”, argumentaba.
VI
No recuerdo el nombre de aquel tío que vive encerrado en su habitación, en el último piso, en el ala sur del caserón… ¿No lo sabías, Segis? No me extraña, hace años que está confinado voluntariamente. Cree que lo persiguen… ¿Quiénes? Depende, va por temporadas el delirio: los comunistas, los banqueros, los protoliberales, los folkloristas irreductibles, la mafia ugandesa, los hinchas de Deportivo Italiano, las asociaciones de Amas de Casa… Todos, en algún momento de su reclusión, confabulan para matarlo.
Dice la tía Ernestina… No Segis, esta es con dos “e”… Eso, Erneestina… Y qué sé yo, se habrán equivocado en el Registro Civil… andá a saber… Pero bueno, a lo que iba, la tía dice que todo comenzó un año nuevo de un año que ya no tiene nada de actual, algún chiquillo (incluso algún grandote boludo) tiró un petardo cerca del tío… ¡Patronio!, así se llama el tío, carajo… Bueno, la cosa es que ese hecho sonoro desencadenó los delirios del tío.
Esos planes imaginarios para acabar con su vida, efectivamente, han acabado con la misma, reduciéndola a ese olvido aislado, enclaustrado… Una vez que me tocó llevarle la comida, me susurró: “Todos conspiran… Y cada conspiración ofrece a los suyos su propia utopía – es decir, esconde un privilegio no siempre bien disimulado…”. Mirá, Segis, con ideas así, no me extrañaría que más de uno lo quisiera ammazzar. ¿Cómo? Pues… visto así… Es cierto, tanto delirio, pero no trabaja. Es una constante en esta casa el subterfugio, el síntoma, el ideal, que avala la ociosidad…
VII
No seas pesado Segis, uno no dicta (barra escribe), dicta/escribe (eso) todos los días… hay que darle espacio a la inspiración, también necesita su esparcimiento… Sos pesado, che… Una cortita, que tengo ganas de fumar tranquilo y escuchar a las cigarras. No sé cuándo fue. Yo no había nacido. Pero se contaba cada tanto en la mesa el cuento ese. Te hago corto lo que es corto: en algún momento habitó la casa una prima lejana. Entrecomillá las dos últimas palabras… “prima lejana”, eso es. ¿Por qué? Porque nadie le creyó el embuste, pero tampoco dijeron nada: las desesperaciones y los desamparos de aquella mujer tenían que ser muy vastos para hacerse pasar por miembro de nuestra nutrida y particular familia.
… Sí, listo… vos querías una historia, yo la quería corta, y este es el resultado. ¿No te gusta? Pues lo lamento. A mí tampoco, pero yo no quería contar nada hoy, quería descansar, tal vez hacer acopio de material que siempre trae el aire (favorecido, eso sí, por esa manía de hablar a los gritos que tienen en esta familia).
VIII
Alfarito – uno de los pocos miembros de esta incertidumbre caótica que por algún motivo decidimos llamar familia, al que nos referíamos con un nombre (digo un nombre, en lugar de su nombre, porque se llamaba Abelardo, el Alfarito lo recogió por el camino; es muy dado a juntar porquerías) sin rango de parentesco añadido – decidió un buen día (contaría ya con unos setenta años bien estirados) prescindir de los escrúpulos – al anunciarlo a la hora de la cena dijo: “No son más que la opinión de los demás”. Desde entonces, deambula en pelotas por la casa. Una de las tías octogenarias dice que, en el fondo, quiere castigarnos a todos por vaya a saber qué ofensa real o figurada: “Porque andar mostrando esa derrotas, esos pliegues, esas flaccideces manchaditas de vejez… Hay que ser muy hijo de puta”.
IX
Al primo Salterio es imposible definirlo como no sea estrictamente a través del efecto que provoca en los demás: una mezcla de aversión y conmiseración que no se originan (necesariamente) en sus acciones, sino su cara. O el gesto (o la fabricación de un rictus que no llega a gesto) permanente… Borrá esto… si, Segis, dejá la cara y punto. ¿Qué Segis? No sé si es feo… Pero la cara tiende a inclinarse hacia esa interpretación, sí.
En fin… No sé por qué mencioné a Salterio, cuando en realidad quería comentarte de la prima Efemérida. Esta turrita – que está bastante buena, por cierto, y lo sabe; hecho que hace que esté aún más buena – le jode la vida a medio mundo (a la otra mitad, se la caga). Porque, dice, así, sueltita de cuerpo – y qué cuerpo, madre mía -, que las desgracias ajenas la distraen de las propias. Si no se la considerara una belleza (y si no lo fuera), hace tiempo que le hubiesen pegado una patada en el culo – que es como una oda a los paréntesis, a los adioses, al alejarse oscilante, a los sillones Luis XIV… Bueno, volviendo al tema, menos mal que está tan buena, porque sino, con ese nombre, la pobre iba para monja seguro. Sí, Segis, tenés razón… con ese nombre bien podría haber terminado en algún puesto burocrático diseñando olvidos oportunamente sellados y archivados. Y perdí el hilo…
X
¿Te das cuenta, Segis, de lo privilegiado de nuestra posición? En esta región de la galería escuchamos las conversaciones de la cocina (siempre un infierno de chismes), el salón y en las habitaciones del primer piso – siempre alguna trampa). Y, además, somos testigos contemporáneos de las idiosincrasias repetidas (aunque no por ello menos jugosas) que acontecen en nuestra calle… Sí, Segis, por eso también, pero no hay que ser tan explícitos, tan vulgarmente evidentes… No, no sé cuándo fue la última vez que trabajé: una prebenda más de esta familia superpoblada… A saber de dónde, o cómo se genera una renta que posibilite este estado de cosas… Aunque saberlo, quizás obligue a obrar de alguna manera… Hay cosas es que es mejor atribuirlas al coto de lo extraordinario, de lo milagroso. Un poco de fe no viene mal, che…
Mirá, ahí sale el primo Eufemístico… ¿Qué hora es Segis? Seis de la tarde… y hoy es… viernes. Puntual como un reloj averiado: los viernes a seis de la tarde y los domingos a las dos de la tarde, sigue una regularidad suiza. Los domingos, el fútbol; y el viernes… la zapatería.
Ahora te explico, Segis… Nunca supe si el nombre condicionó su personalidad, o el nombre honró algo que ya se intuía. La cosa es así. El primo sale de la casona a las seis de la tarde. En la calle gira a la derecha y enfila hacia el centro. Lo sé, porque una vez, picado por curiosidad y el aburrimiento, lo seguí. A dos cuadras de acá, enciende un cigarrillo. Camina lento, con la parsimonia del que sabe a dónde va, cuánto tardará en llegar, y que un minuto más o menos no afecta en nada al resultado final de su excursión. Es decir, el primo disfruta de su paseo.
El destino en el centro es una zapatería. Entra, deambula un poco entre opciones de calzado, y se sienta en un silloncito bajo que da hacia el ventanal – es decir, hacia la calle. Frente a la zapatería hay una peluquería de mujeres que siempre está llena de muchachas jóvenes haciéndose la manicura, leyendo revistas, peinándose, charlando.
Una vez que el primo lleva un rato allí sentado, de la peluquería sale una muchacha, entra en la zapatería y comienza a mirar zapatos – lo que observa, en realidad, son los precios. Elige un par, se siente al lado del primo, se prueba uno, lo devuelve a la caja, deja la caja en el suelo, y se marcha (pero no a la peluquería, sino a un hostal – muy limpio y acogedor – que está a dos calles de allí). El primo espera hasta que haya salido de la zapatería, recoge la caja, va a la caja y abona el importe. Entonces sale y se dirige al hostal. Una señora mayor le abre la puerta y él anuncia que tiene un regalo para Margarita. Entra, y sale una hora después. Todos los viernes.
La cosa funciona así, puesto que repetí los pasos del primo un martes. Uno se sienta en la zapatería y las muchachas en la peluquería deciden quién va, si es que alguna quiere. Si es así – en el caso de que más de una quiere el envite, lo deciden tirando una moneda -, la chica va, elige unos zapatos de acuerdo al precio que decide cobrarle a ese cliente – porque de eso se trata todo el asunto, Segis, sólo que llevado con muchísima discreción y muchísima clase (amén de que se respeta la decisión de las chicas en todo el asunto). Selecciona, pues, los zapatos, hace el paripé de probárselos y los deja para que uno abone en la zapatería. En la caja te cobran el precio de los zapatos, más un veinte por ciento (cinco para la zapatería, cinco para la peluquería y diez para el hostal). Entones uno va a al hospedaje y le dice a la mujer que le lleva un regalo a Margarita. La vieja te indica una habitación. Y ahí está la chica que te eligió. Le entregás el regalo, y se ejecuta el asunto. Finalizado el mismo, la muchacha espera a que te marches, va a la zapatería y devuelve los zapatos que, “la verdad sea dicha, no son de mi estilo… y realmente no necesito un par ahora… ya sabe cómo son los maridos, quieren tener un detalle, y lo primero que les viene a la cabeza es un par de zapatos”. Risitas de la dependienta, de la muchacha y de los zapatos. Le reintegra el importe de los zapatos y asunto concluido… ¿Eh? Ah, sí, a fin de mes, la dependienta de la zapatería le lleva los porcentajes a la mujer del hostal y a la de la peluquería, que es hija de la dueña del hostal, y sobrina de la dueña de la zapatería; y las pibas, también son parentela – primas segundas, nietas terceras; alguna infiltrada.
¿Qué, Segis? Sí, se parece mucho a nuestra familia… aunque con un grado de organización que te la voglio dire… Sí, a mí también se me ocurrió… Durante un tiempo lo medité mucho; incluso estuve a punto de cometer la osadía chabacana de indagar apellidos y registros… Pero decidí, de acuerdo a mi filosofía existencial, no darle más vueltas… Si aquello, de alguna manera está relacionado con la supervivencia de esto… Pues eso, un milagro del ingenio femenino… Calentá el agua, Segis, estos mates están helados… Cómo me desatendés, che.
XI
Por la tercera ventana desde la izquierda (mirando la casona desde la calle), del primer piso, derrapa una voz (¿es el tío Gliba?): “… estas horas, estos hechos, son la concatenación de interrogantes, de una dudas muy sin forma, sin identidad concreta…”
No sé si es el tío Gliba, cállate Segis, dejame escuchar, canejo.
“… ese amontonamiento de incertidumbres vengo siendo yo: puro tiempo transcurrido, en definitiva. Todo es tiempo, menos el tiempo, que es eternidad: es decir, nada. No somos nada”.
“¿Pero de qué carajo me hablás, Gliba?” – Segis y yo nos miramos y asentimos (anotá eso, Segis, que nos miramos y asentimos). “Te estoy diciendo que me corneaste con mi hermana”.
“Tu hermana gemela, Irene…»
“Melliza, pelotudo, y lo único en que nos parecemos es en el apellido”.
“Vos te darás cuenta que yo ya no veo como antes… Ya no distingo de la misma mane…”.
Ahí la tía Irene largó una parrafada sin comas ni espacios entre las palabras-jaculatorias: insultos, degradaciones, interjecciones…
Un silencio…
“Mirá que tu hermana, que sabe que no veo bien, no decirme: ‘Gliba, que soy Inés’…”.
Ruido de jarrón que dio paso al sonido del chiflo del afilador que venía pedaleando por la calle. Cada acción parece encastrarse con la siguiente, en un fluir de suburbio y pobreza digna. La tía siguió gritando, el zonzo del tío Gliba siguió insistiendo en un argumento defensivo que sólo aseguraba una derrota mayor; el afilador seguía rompiendo con la bendita escala musical; los pibes disputaban la final de la copa del mundo en el medio de la calle de tierra endurecida… Y yo… ¿Qué sé yo, Segis? Yo soy un testigo infiel de los tiempos que corren – que corren a otros, claro…
© Marcelo Wio
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