Secuela de Halloween

 

Le cogió las manos. Con suavidad, como si fuese a desplazarlas un trayecto tan extenso, que las prisas perdían todo sentido – como no fuese despersonalizar el gesto y la migración. Las acercó a su rostro con un algo de ceremonial, y le dijo: Quiero que sientas mi rostro cuando te diga esto.

Lo había ensayado muchas veces. Frente al espejo. Sola, sentada en el sofá, calibrando los desplazamientos como si se tratara de una coreografía. Quería que la sintiera; no sólo que la escuchara. Porque le iba a pedir que cerrara los ojos; que apagara su rostro. No podía decir y a la vez soportar los significados de su mirada: a veces la mirada interrumpe más que las palabras y termina por conminar a éstas a materializarse y a jugar esos juegos de drama, de teatralidad tan innecesaria. A fin de cuentas, no iba a componer e interpretar una circunstancia que la humanidad no conociera ya de sobra.

Le conduciría la mano derecha a su mejilla izquierda: la palma cubriendo el costado de sus labios y la mandíbula; el dedo meñique justo bajo su ojo. La mano izquierda sobre la mandíbula y cuello derechos: el dedo anular sobre el lóbulo de la oreja, el meñique sobre la patilla; el resto, por detrás, sintiendo su vitalidad más elemental.

También probó ubicaciones en la casa. Confabulando sobras y vestigios de seguridad. Decidió que la luz imprecisa del atardecer era la apropiada: no llegaba a entrar al salón, como si ya no le quedara fuerza para atravesar la ventana: apenas un remanente incidental, una presencia testimonial, o una suerte de esperanza de retorno, de reinicio. Esto último, le convenía: es difícil enhebrar una perspectiva ilusoria en ciertas declaraciones que, salvo excepciones, vienen a anular lo que el interlocutor creía (o quería creer, porque tales razones no salen de la nada, requieren una voluntad, por más inconsciente que ésta sea) un futuro más o menos cuajado.

Quiero que sientas mi rostro cuando te diga esto. Y te pido no pronuncies palabra hasta que haya concluido. Eso pensó que le diría. Se sentarían en el salón, justo cuando el sol desaparece detrás del río Charles y entra esa luz sin cuerpo, invadida de sombras. Ella en el sofá y él en el sillón. Le cogería las manos y le diría ese prólogo. Y luego el resto.
Siéntate Geoff. Siéntate ahí. Casi podía verlo, ahora, el sol aun circulando por sobre la ciudad. Ese rostro suyo como de alegre asombro. Las piernas largas que nunca sabe muy bien cómo colocar ante el mundo, como si no hubiese aprendido muy bien a manejarlas. Esa tosecita nerviosa cada vez que el mundo y sus seres le presentan lo que en ese momento particular sospecha que puede ser una fatalidad. Ahora, allí, agarrada a la taza de té como si ese fuese su vínculo con él, con la vida con él, Joyce se preguntaba cómo era posible que no siguiese enamorada de ese hombre. Aunque tampoco estaba segura. Estaba hecha un lío.

Una de esas tardes, se la pasó en la habitación que utilizaban como estudio. Revolviendo papeles y olores – como si buscara una respuesta a una pregunta que no había formulado, pero que conocía muy bien. Sus libros de matemáticas, siembre llenos de anotaciones y dibujos y postales que compraba casi compulsivamente. Cómo le gustaba estar allí. Se quedó sentada en su silla ergonómica, abrazando un libro sobre geometría de superficies de Riemann, de Maryam Mirzakhani. Podía sentir el olor del pullover marrón que siempre utilizaba durante el invierno para trabajar allí.

Todo había parecido tan simple. Como si alguien les hubiese escrito el destino y alguien más hubiese dispuesto una calma para las meteorologías anímicas. Alguna serie inglesa en Netflix, luego de cenar (últimamente, Midsomer Murders), y luego él al estudio a trabajar un rato más o a jugar una partida de ajedrez en línea. A veces, ella lo acompañaba leyendo un libro – aunque normalmente, se iba a leer a la cama; le gustaba esperarlo acurrucada, medio adormilada.

Los fines de semana, paseos por el North End, o por los bosques alrededor de la laguna de Walden, o una escapada a Salem o Gloucester. O donde fuese. Nada muy planificado. La vida no tenía un carácter de obligatoriedad: bastaba con estar juntos, con reír de las pequeñas pelusillas de la cotidianeidad. Bastaba con retener la complicidad de las miradas que se hablan casi con palabras y hasta en varios idiomas.

Le gustaba sorprenderlo, cada tanto, a la salida del edificio Simons, del MIT. Su rostro seguía ejecutando el mismo entusiasmo que la primera vez – tres años atrás; dos meses y siete días después de casarse. Cómo podía conservar esa capacidad de placer y fascinación ante los trozos sencillos de la vida. Con sus mismas porciones. Cómo era posible que no precisara más. Variedad. Quizás, esos números esquivos, que se amontonaban en regiones remotas, cubriese con creces su cuota de diversidad. Acaso, esa complejidad no pudiese ser igualada por ninguna otra, y por eso acepta la simplicidad de la vida sin más, como una comodidad, como un refugio; un sosiego al que no hay que andar molestando, no vaya a ser cosa que descarrilase. Por eso ahora le dolía el gesto que sabía que él iba a poner. Sabía, también, que escucharía sin decir nada, con la esperanza de que las palabras terminasen por engendrar una trampa, una contradicción, en la que quedasen atrapadas. Ella también cerraría los ojos, decidió. Y podría sus manos sobre el rostro de Geoff para asegurarse de que obedecía su petición. No, no sería por eso; sería para sentir la reacción de sus facciones, el endurecimiento de su mandíbula, el movimiento de sus labios apretados contra los dientes.

*

No podía comprender cómo había sucedido. Aquella obsesión expansiva, sin explicación; pura visceralidad y latido. Ella estaba tan bien. Las atenciones torpes de Geoff la llenaban de ilusión, seguridad, bienestar. Llegaba, a veces, con un ramo de lo que fuese, por ejemplo, y, al entregárselo, le salían las palabras tartamudeadas, como si fuese la primera vez que realizaba una acción que declaraba su estado emocional: Nada, las vi, pensé en ti, pero ahora, así, entregadas en unas circunstancias de lo más triviales, no sé, parece ridículo; ni siquiera sé si son las flores que te gustan o si me gustan a mí, pero… Y si ella no lo detenía con un beso y un abrazo, cogiendo las flores, o lo que fuese que hubiese traído, Geoff podía seguir disertando sobre la indeterminación de las motivaciones de un regalo, de un gesto de cariño. A veces, de hecho, sólo para ver el rubor que se le iba tendiendo en el semblante, lo dejaba perorar un rato más. Entonces lo abrazaba con más fuerza, como si fuese posible quererlo aún más.

Y todo eso, de un día para otro, cancelado.

Al principio había tenido la injusta osadía de culparlo a él: si no lo hubiese invitado; si él no hubiese sido casi la versión opuesta de su primo, como un espejo que no reflejaba la realidad, sino las posibilidades que, de ahora en más, quedaban anuladas. ¿Por qué tuvo que invitarlo? ¿Hacía qué, casi diez años que no se veían? Y sólo estará dos días en Boston, le había contado Geoff, sin mayor entusiasmo. Trabaja para un banco importante, o algo por el estilo; ahora no recuerdo su nombre. Pero es importante. Grande. De esos que tienen oficinas en todas las ciudades importantes. Sólo estará el miércoles y el jueves. Con lo que la única opción para verlo es el miércoles por la noche. Geoff estimó que, tratándose de familia, lo mínimo era invitarlo a casa. Ofrecerle un vino razonable, una tabla de quesos, y asunto concluido. La idea, después de todo, es reencontrarse, resumir los años transcurridos y luego lo mandamos casa por casa haciendo truco o trato, había dijo Geoff, risueño. Cierto, recordó ahora Joyce, fue en Halloween. Cómo puede ser que pasara así de rápido el tiempo.
El primo, Mike, era un financista que parecía esforzarse por cumplimentar los estereotipos de la profesión: una seguridad en sí mismo casi obscena (lo que implicaba esfuerzos constantes de seducción, como si estuviese poniendo en venta su apariencia; y como si, en realidad, el comprador potencial fuese él mismo); traje a medida, acento impostado, una interminable cháchara sobre lugares, lujos, posiciones y posesiones. Al principio le causó un rechazo sin paliativos. Pero después de dos botellas y media de vino francés (no muy bueno, la verdad sea dicha), empezó a verlo o, más bien, a sentirlo, de otra manera; divertida (¿halagada?). Tal vez no fuese sólo eso, sino que fue componiendo una idealización de la que Geoff, en algún momento, y por vaya as saber qué motivo, quedó fuera. Quizás, no lo recordaba, empezó como un juego íntimo – si me hubiese casado con el primo en lugar, y ese etc. -, y se le fue, sin darse cuenta, de las manos, resbalosas como estaban de viña francesa. Como fuere, al día siguiente se levantó con una sensación extraña que adjudicó al vino – aunque tanto no bebí, pensó; apenas dos botellas entre tres (más tarde, cuando le preguntara a Geoff si él también había tenido resaca, éste le diría que no, que sólo había bebido una copa y su primo una y media). En el transcurso de ese día (apenas la secuela de la noche anterior), esa sensación fue cuajando en algo que ella ya sabía: estaba alojado como un vacío en la boca del estómago.

Fue como si esa fabricación de esa velada le ordenara sumisión: creer en ella, incorporarla irremediablemente. Y eso fue haciendo: alimentando una obsesión hecha de retazos de noche, de palabras, de las dos o tres fotos que se hicieron con el móvil. La voz de Mike, profunda y falsa y encantadora y sin tartamudeos para decir como si poseyera todo, a todos. Esas miradas de tasador sin escrúpulos midiendo y sopesando, desnudando. Esa pose y aspecto como de personaje con título nobiliario salido de Midsomer Murders: la barba prolija, algo pelirroja, los ojos de un azul frío, irreal; el pelo repeinado hacia atrás, con mucha gomina, como si quisiera ampliar aún más el territorio de su rostro, tal la seguridad en sí mismo, la prepotencia, la soberbia. No podía quitárselo de la cabeza. Al principio, al volver de la escuela de Brighton en la que dictaba clases, salía a pasear por Beacon Hill; así podía erradicar levemente su imagen de la cabeza y permitir otros pensamientos. Mas, a la semana, ni eso funcionaba para calmar la suerte de nerviosismo que le picaba por todo el cuerpo, como una imposibilidad de estar en sí, de soportarse y sobrellevar aquella especie de culpa o remordimiento o lo que fuera que le secaba la boca, y que la impulsaba a salir y dar esos largos paseos desesperados en los que simplemente se dedicaba a trazar círculos cada vez más amplios, que la dejaban en el mismo lugar, algo más cansada – lo que lograba confundir con un algo de calma. Pero ya no. Ni siquiera estar con Geoff. Nada. Era como si Mike la hubiese invadido: afán de poseerlo todo; hasta lo que no quiere (acaso, sobre todo esto último). Era como estar atrapada en medio de un vacío que, sospechaba, ella misma había provocado: un tarascón en el tiempo y el ánimo para inmovilizarla: para esperar, indefensa, algo que ya no dependía de su voluntad. Mientras tanto, durante la tarde seguía preparando actividades y clases. Sin ganas; sin poder concentrarse en la tarea; exiguamente auxiliada por la costumbre y esos resortes que tiene la fisiología para continuarse.

*

No llegó a estar ni dos horas. Dijo que aún tenía que revisar unos documentos para la mañana siguiente. Ni tiempo ni esfuerzo le hizo falta a ese hijo de puta, se dijo Joyce, sentada una tarde en el Commons, tiritando de frío, pero sin llegar a notarlo. Y sabía que ese insulto era para ella. Exclusivamente. Todo. Que Mike no había hecho mucho por ganárselo. Había repasado, ya eliminados los sesgos del alcohol y sus injerencias sobre la memoria, la hora y treinta y siete minutos que Mike había estado en su casa: salvo las atenciones protocolarias, volcó su atención sobre Geoff, con ese afán de la gente por enumerar el pasado, o lo que creen que es el pasado que los relaciona irrevocablemente. Cómo, entonces, se preguntó la tarde que decidió sincerarse con Geoff, caminando por Newton – sin saber muy bien cómo había llegado allí; pero sabiendo que no quería que Geoff la mirara. Que no podía soportar esos ojos de un azul distante. No podía, le pediría que mirara para otro lado. No eso no. Por Dios, Joyce. Que los cierre, decidió, mientras el tranvía de la línea D se alejaba de la estación de Brookline Hills.

Esa tarde, cuando Geoff volvió a casa con el último libro de Paul Auster, e inició la justificación de la osadía de traerle un presente, ella lo cortó en el acto con un beso sin ganas, los labios cerrados, rápido, casi un golpe, una censura; cogió el libro y se fue, dejando tras de sí un injustísimo gracias sin coraje, a la cama. ¿Estás bien?, inquirió Geoff, algo sorprendido. Sí, creo que he cogido un resfriado o algo así; y no quiero contagiarte.

Al rato, Geoff apareció con un té con limón, un chorrito de coñac, ralladura de jengibre y unas hojitas de tomillo. Esto te hará bien. ¿Necesitas algo?, preguntó Geoff mientras le apoyaba el dorso de la mano sobre la frente. Nada, no te preocupes. Me tomaré el té y dormiré. Es lo mejor. No quiero contagiarte, que tienes que dar clases y eso, dijo Joyce. Es decir, que quieres que duerma en la otra habitación, bromeando, Geoff. No es eso, y lo sabes, no quiero… Sí, contagiarme. Descansa. Y esa palabra, dicha sin ironía, sino muy por el contrario, con ese afecto animado tan suyo, fue peor que un reproche, o un sarcasmo, o un insulto.

*

Joyce no contaba siquiera con el alivio pasajero que pudiera llegar a suponer contarle a alguna compañera aquella situación, aquella angustia abrupta. O a su hermana – que vive en San Francisco -, o a su amiga Sari. Nunca había contado sus intimidades – acaso alguna que en su momento computase como pretérita y trivial, sin muchas aristas para elaborar una conversación a su alrededor; una mera anécdota para contribuir a una charla puntual. Era incapaz de exponer sus estados anímicos, sus temores, sus pesadumbres, sus pasiones. Por eso mismo sólo le quedaban las caminatas. Y el insomnio callado y quieto, con su gravedad incrementada por la mañana, que la pegaba a la cama y al silencio sin sueño: volviéndose sobre sí misma, como penetrando en sí, pensó, como si quisiera desaparecer hacia dentro; un punto, se decía, tendiendo a cero (y, claro, sin alcanzarlo jamás), y sonrió tristemente pensando en Geoff, en su evidente creciente preocupación, en su melancólica torpeza para enfrentarse a ese tipo de circunstancias – en las que sentía, o presentía, que algo iba mal, aunque que no podía identificar qué (y no contaba con herramientas ni para averiguarlo ni para, de hacerlo, abordarlo). Bastaba verlo, al pobre, a veces frente a ella, paralizado entre el impulso del abrazo y el repliegue comprensivo y dolido hacia su estudio.

Una tarde, luego de que Geoff tartamudeara más de la cuenta – y la mirara tan blanda y húmedamente – al entregarle una pashmina que había comprado en el Prudential Center -, y su rostro no supiese componer el semblante apropiado para disimular su desolación; Joey salió huyendo. Se llegó hasta un café del downtown donde resolvió decirle, o decirse; de una vez.
Al regresar, lo vio sentado en el salón, esperándola. Sentado en el sillón. Como si hubiese intuido la disposición de las piezas para ese instante. Joyce se aproximó en silencio y se sentó en el borde del sillón, se estiró hacia Geoff y le cogió las manos. Con suavidad. Las acercó a su rostro con un algo de ceremonial, tal como había ensayado, y le dijo: Quiero que sientas mi rostro cuando te diga esto. No quiero que abras los ojos. Quiero que escuches. Y que me dejes terminar.

Y comenzó a hablar. A referirle su estado actual, del cual, no cabía duda, él se había percatado. Quizás no hayas notado que esto comenzó luego de la visita de tu primo. No quiso decir su nombre, no quiso establecer esa familiaridad; le pareció ofensivo y vulgar.

¿Qué primo? – preguntó Geoff; y su tacto se desprendió levemente del rostro de Joyce.

¿Cómo qué primo? Mike.

Geoff rio una risa incómoda, nerviosa, de esas que uno interpreta en las reuniones, aunque el chiste o el comentario pretendidamente festejado no haya causado gracia o no haya sido del todo entendido.

¿De qué te ríes? – preguntó Joyce, levemente ofendida.

No lo sé. ¿Es una broma?

¿Qué es una broma?

Lo de mi primo. Mike.

No te entiendo.

El que no entiende soy yo. Llevas unas semanas distante, deprimida, sin dormir bien, sin prácticamente dirigirme la palabra, incapaz de mirarme, de tocarme. Y de pronto, te sientas, y con esta parafernalia de tactos y disposiciones, me dices, a modo de explicación del estado de cosas, que todo comenzó desde la visita de mi primo. Mike. Un primo que no tengo.

¿De qué estás hablando? – la voz difícil, comenzando a resecarse.

Geoff retiró las manos, que para entonces ya se habían deslizado a una posición ridícula e insostenible a la altura de la barbilla de Joyce.

Mira, Joyce, si es una broma, ya está bien. No me gusta. Realmente no me gusta nada. Me parece… Por decirlo suavemente, de muy, pero que muy, mal gusto… No lo sé… No sé qué decir… No sé…

Geoff, de veras, no entiendo… – Joyce parecía no saber cómo componer los sonidos, como si no los recordara.

No tengo un primo Mike, Joyce. Y bien lo sabes. Tengo una prima, por el lado de mi padre. Elisabeth. Hace como diez o quince años que no la veo ni tengo noticias de ella.

Joyce no contestó. Su rostro pareció derretirse. Los ojos quietos, reconociendo los de Mike en los de Geoff, o viceversa; ya no sabía lo que se decía.

¿No te acuerdas…?

¿De qué? – respondió Joyce, como ida.

Halloween.

Sí, era Halloween – Joyce se aferró a esa palabra como a una esperanza última.

Nos disfrazamos, ¿recuerdas? – y recordar, parecía creer Geoff, animado por esa ilusión que intentó Joyce, era la clave: cuando evocaran cada porción de esa noche, todo volvería a su lugar. Yo de financista, con una barba postiza – Geoff se incorporó y se dirigió a la habitación, mientras seguía hablando -, pelo engominado. Imité (muy mal, la verdad sea dicha ) el acento de ese personaje estirado de uno de los episodios de Midsomer Murders que nos había causado especial gracia. Tú le pediste a Sari su uniforme de médica y el polo del MGH. Eras la Dra. Evelyn, ¿recuerdas? – dijo Geoff regresando al salón. Fingimos habernos conocidos a través de una de esas páginas de citas. ¿No te acuerdas? Venga, haz memoria… – las últimas palabras apenas si habían salido, heridas, desorientadas, abatidas; la barba postiza entre las manos, como un testimonio cada vez más inútil o inverosímil de una realidad que habían dejado de compartir.

No, Geoff… – en la voz de Joyce, trazas de un terror que iba a ir creciendo y habitándola.

Joyce, por Dios, dime que esto es una broma. Por favor…

Dímelo tú Geoff… Dímelo, y lo creeré, te lo juro…

 

© Marcelo Wio

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