Redención o sumisión

 

No sé qué es ese ruido. Si son grillos, o si es el calor mezquino que aún se frota contra el césped, o las palabras viejas que todavía se hablan entre sí en la parte posterior de mi cabeza, prescindiendo de mí, como lo llevan haciendo desde ya hace algún tiempo. Las luces de la ciudad ensucian el cielo suburbano – parece manchado, como si alguien hubiese sangrado en una piscina -, desmintiendo la posible hazaña de valentía en la que alguna vez creí cuando nos mudamos aquí, a este privilegio de segunda o tercera clase, para disfrutar de una naturaleza domesticada de arces, robles y abedules prolijos.

Aún me llegan algunos sonidos de cotidianeidad: voces, algún coche, un aspersor. Pero se van apagando indefectiblemente. Estoy en mi tumbona, abrigado contra la humedad fría del otoño que comienza a levantarse (¿o a caer?, nunca lo supe) en cuanto el sol comienza a ponerse. Fumo un cigarrillo tras otro sin darme cuenta siquiera que los enciendo. De tanto en tanto le doy un buen trago a la botella de bourbon que tengo a mi lado, abrazada, como si fuese mi primera novia o como quien se sostiene a lo que cree que es una oportunidad y que, sólo mucho más tarde, reconocerá como un trozo de sí mismo. Hace tiempo que prescindí del vaso. No tengo que escenificar moderaciones ante nadie. En la casa hay silencio, libros, discos y descuido. Martha y los niños hace tiempo que se fueron. No los culpo. Cómo podría hacerlo. Acaso, si hay algo que criticarle a Martha, es que no se haya marchado antes.

Dicen que hoy podrá verse un cometa o uno de esos pedruscos con nombre y abolengo a simple vista. Aparecerá por el Este. Dudo que con tanta luz golpeando contra vaya a saber qué capa de la atmósfera se pueda ver algo. Igualmente, no tengo nada mejor que hacer. Y el fresco me viene bien. No sé para qué, pero siento que me hace bien, que fortalece algo, o que debilita alguna otra cosa que merece tal disminución. Lo mismo da. A veces, las impresiones que nos hacemos de las cosas son más importantes que éstas y terminan por originar o inducir aquella propiedad que se les supone. No sé ni qué digo. Me he pasado la vida diciendo grandes palabras – o parlamentos que yo creía excelsos -. En casa, a Martha y a los niños. Y en las reuniones, en la oficina, en el club a quien tuviera a mano. Comenzaba a hablar y no podía parar. La idea o lo que fuera aquel amasijo de significantes crecía como el murmullo en el estadio de baseball a medida que se va llenando. Grandes disertaciones sobre lo que tocara: política, el destino, el último juego de los Red Sox, el arte de la barbacoa, o las posibilidades del jazz. Lo que fuera. Comenzaba con una opinión que era sincera, creo, y luego se me llenaba la cabeza como de calor, como cuando uno ha bebido ya unos cuantos vasos de bourbon y siente, de pronto, con uno de los sorbos, el golpe del alcohol en el rostro, en el cuero cabelludo, en la polla. Es una andanada de bienestar, un anticiclón. Entonces ya no era yo. O, mejor dicho, lo que yo creía realmente ser. Era una necesidad de ocupar la atención y el espacio con vocablos. Y estaba convencido de estar diciendo verdades nuevas, absolutas. En tal trance pensaba que podía ponérseme enfrente un eminente filósofo o un filoso abogado penalista, y que los apabullaría con mis razones, con la ingeniería infalible de mis argumentos. No es meramente una imagen. No, lo creía mientras largaba aquellas homilías.

***

Ya se le escapó el perro a los Rutherford. El abnegado Frank va diciendo su nombre por el barrio. Prince, Prince. Sin gritar. Porque Frank no grita. Frank no bebe, no juega, no maldice. Frank no debe follar. Y si lo hace, debe ser un compañero de baile de lo más aburrido. Sino, su mujer no iría por ahí teniendo esas recaídas, como las llaman ellos, en camas ajenas. Al parecer, Edith tiene episodios en los que se desorienta tanto que confunde a cualquier hombre con su marido. Luego se recupera y todo vuelve a la normalidad de vestidos de tonos tan claros que lo encandilan a uno – a saber cómo lavan la ropa en esa casa; Martha decía que en cuanto hubiera algo más de confianza, se lo preguntaría. Finalmente hubo esa intimidad. Pero sólo conmigo. Uno de los desmejoramientos de Edith. Yo no tenía síndrome o trastorno del que agarrarme con afán de pretexto. Y Martha dijo, finalmente, hasta aquí he llegado. Quizás, después de todo, el mío haya sido un acto caritativo; por partida doble: le ofrecí el último empujón a Martha para que dejara de perder el tiempo conmigo, a la vez que le brindaba la descarga periódica (tratamiento, o lo que fuera) a Edith. Porque, a fin de cuentas, Edith me la traía muy floja. Si hubiese actuado exclusivamente por interés propio, habría apuntado a la esposa de Mike Krasinski, o a la de John Fenney. Y sólo menciono esas dos porque sé que habría habido alguna posibilidad de concreción. Si es por decir, por fantasear, diría Carol Young sin duda. Pero es inalcanzable. Incluso para sí misma. Debe ser tristísimo eso. La imagino frente al espejo del tocador, con toda esa belleza observándola, esperando algo de ella. Algo que nunca le dirá. O comprendes mi mirada, querida, o vas apañada, le debe decir su rostro. Digo tocador, aunque no creo que tenga uno. Para qué. Cuantos menos espejos, mejor. Además, no precisa ningún aliño. Pobre. No creo que el marido sea capaz de hacerle el amor. Imposible. El deseo sexual precisa de una motita, de una imperfección, a partir de la cual comenzar a crecer, a afirmarse. La perfección lo deja a uno admirado, impávido, inútil. No tienen hijos, claro. Dicen que es porque ella no puede. Claro que no puede; si no hace lo que hacen todos, pues no puede. Pobre. Y él también. Casi todos lo envidian. Al principio yo también. Pero le vi la pena en la mirada. La desesperación resignada. La historia de ambos debe encajar en algún mito griego; y si no lo hace, habría que inventar uno. La belleza como castigo; y el culto a la misma, también. Algo por el estilo.

***

Debió ser una noche parecida a esta. Aunque con más estrellas y más inocencia. Aún vivíamos en Charlemont, así que yo no debía tener más de siete u ocho años. Mi padre y yo, luego de una barbacoa, nos quedamos en el jardín, mirando el cielo. Supongo que habría discutido con mi madre y quería dejar pasar un rato antes de entrar en la casa. De pronto me señaló hacia el cielo y dijo Casiopea. O tal vez fue Orión. No lo recuerdo. Sólo puedo ver su brazo y su índice extendidos, yendo de estrella en estrella como si siguiera uno de esos dibujos para niños, de aquellos en los que hay que ir uniendo los puntos para que surja una figura (una ballena, un payaso). No sé si los niños seguirán comprando esos cuadernillos y acatando esas obediencias tempranas. Nunca volví a la casa de Charlemont. En realidad, nunca volví a Charlemont. Creo que nunca he vuelto a ningún lugar porque siempre he estado en el mismo: en algún punto entre mi voz y mi próstata. Hacía mucho que no me acordaba del viejo.

***

Hace unos meses identifiqué el día en el que, creo con un cierto grado de confianza, se torció todo. Los niños aún no habían nacido. Nos habíamos prometido con Martha unos años para disfrutar el matrimonio; como si luego lo que siguiese fuese una suerte de ineludible burocracia interminable. Vivíamos en un pequeño apartamento en Brighton y todo parecía seguir el guion marcado por los anuncios publicitarios. Yo trabajaba en una empresa de seguros, en el down town de Boston. Todos los días cogía el tranvía. Y todos los días, invariablemente, llegaba a la estación cuando uno se estaba marchando, o debía esperar largamente a que pasara uno – largamente es un concepto relativo; pero a mí las esperas siempre se me han hecho sucedáneos de la eternidad (especialmente si son en el invierno bostoniano). En fin, la mañana en cuestión, llegué justo cuando el tranvía se detenía en la estación. Luego, en Boston, todos los semáforos de peatones parecían sincronizados para que no tuviera que detenerme; me encontré un billete de cinco pavos – evidentemente no es una cifra que cambie una economía, pero es un signo que, inserto en una cierta secuencia, puede develar (o, más bien, mentir) un patrón -; el tipo con el que tenía que reunirme, uno de esos que las agencias de seguros se disputan con ferocidad, y al que todos en la empresa creían imposible de convencer (porque éramos una empresa más bien pequeña, aunque muy bien considerada), terminó por firmar el contrato que le había extendido sobre la mesa sin fe, más que nada, como para que pudiera justificar ante sí mismo el tiempo que había perdido. Visto retrospectivamente, creo que ese día, a esa hora, el tipo hubiese firmado con quien hubiese estado frente a él en ese momento. Alguna debilidad novedosa; algún miedo añejo que de pronto creció levemente, lo suficiente para provocarle la decisión de firmar la ilusión de una seguridad de papel. Eso supuso un muy generoso bono. Y esa reputación en la que uno puede flotar de ahí en más. Como fuere, el día siguió con esa cronología puntillosa de benevolencias. En aquella época me obligaba a hacer algo de ejercicio al menos una o dos veces por semanas – es decir, una vez cada dos semanas. Lo único que me ha gustado es la natación: la intimidad absoluta que se encuentra cuando uno hunde la cabeza, cuando escucha sólo su propia respiración y siente los músculos (casi todos) trabajando. Aquel día había decidido ir a nadar. Había llevado el bolso. Pues resulta que, al llegar al mostrador de entrada de la piscina para abonar la sesión, la joven me anuncia que no, que es “viernes gratis”. Nunca antes había habido un tal viernes – nunca después, que yo pueda recordar, volvió a haberlo. Y cometí el error de confundir que ese destino era el mío; como cuando uno, esperando para cruzar en una esquina, cree que la sombra sobre la que está es la propia, y en cuanto la gente se pone en movimiento, ve como alguien se la lleva, dócil y prepotente, mientras la sombra que a uno le ha correspondido en suerte lo mira a uno con resentimiento. Ese día creí que nada podría perjudicarme (al menos, no de manera irremediable; ni siquiera considerablemente), que todos los tranvías llegarían a tiempo y que la vida me ofrendaría siempre atajos, impunidades leves y privilegios suficientes.

***

Siempre he esquivado las inquisiciones existenciales, aquellas que interrogan sobre el sentido de la vida. Sobre todo, porque nunca he creído que exista un sentido. Sólo suerte. A lo sumo, criterio. Pero, como sucede con toda fe, siempre he sido mordido por la duda, como por uno de esos perritos disminuidos e histéricos que abundan la ciudad. Sé (y siempre he estado seguro de ello) que si hubiera un sentido, inevitablemente no estaría a la altura, que lo traicionaría en cada una de mis acciones y pasividades. Salvo por esas dudas, mi entrega era perfecta, más excelsa que una burda resignación: era una fe dentro de una creencia; una fe limpia, re-filtrada, ya sin escepticismos ni remordimientos ni pretensiones de redención; sin nada adherido – o sí, aquel que la profesa: yo. Además, si uno le supone un sentido a la vida, ésta puede tratarlo a uno como un alma que ha de ser redimida: es decir, como a un esclavo, o, en el mejor de los casos, un súbdito más o menos bien considerado. Por ello la he tratado como una eventualidad, como una pasta moldeable: el instante, el capricho, le dan la forma que convenga a la circunstancia.

***

A veces, durante una barbacoa, o en el club, nos poníamos hablar de finales de los sesenta, principios de los setenta, vamos, de nuestra juventud; de las ideas que tan fervorosamente creíamos encarnar; de las pequeñas batallitas a las que nos abocábamos como si fuésemos a detener la rotación de la tierra o a cachetear al tiempo. Y de aquella euforia y disciplina y todos esos asentimientos y consignas y estándares y estandartes y la utopía casi, casi entre el índice y el pulgar y la sensación de madera caliente y forraje y hoz; y luego nada, apenas un panfleto mojado, el eslogan derramado y la mesa llena de hijos, y el tiempo, de horarios. Todo para llegar a este barrio decente y a esta borrachera ya muy larga para ser una mera debilidad. En aquellos años, alguna vez creí que el futuro contenía instantes que me pertenecían; exclusivamente. De veras. Y, convencido de ese destino favorable e infalible, terminé pasando la mitad del tiempo pensado en cómo evitar obligaciones y responsabilidades durante la otra mitad del tiempo, en la que me la pasé perpetrando las impunidades que me creía, había asegurado para mí. Ahora, apenas si tengo unos momentos antiguos, manoseados y menguados de tan compartidos, de tan reutilizados. Creía en un privilegio. Y lo más parecido a eso es esa ventajita imaginada aquella mañana, es esta noche – y las que condujeron a ella; todas versiones o ensayos de la misma – sin más preocupación que aguantarle el pulso al alcohol para ver un pedrusco surcar el cielo sin mayor espectáculo que la posibilidad remota de que desvíe su ímpetu de órbita y reformule radicalmente la vida en la tierra. Pero ese deseo tampoco me será concedido.

Pero ya no voy a esas reuniones. Hasta no hace mucho me dejaba ver por el club para entablar alguna charlita banal con el fin de constatar que mi soledad responde a una decisión propia; es decir, que no es una consecuencia de mis desaciertos. Y para incordiar con una presencia que no deja de ser la advertencia de una amenaza contra la que nadie está inmunizado: la imbecilidad, la forma degrada en que ésta se manifiesta a veces: como desgracia, caída.

***

Todos dicen (yo lo hacía; y hasta lo creía): la vida nos ha cambiado. Como si eso realmente fuera posible, como si eso fuera más que una coartada burda. La vida, si eso, me hizo más yo: una versión recalcitrante de lo que siempre he sido. Y, conjeturo, eso hace con cada uno de nosotros. Alguno habrá que se salve de sí mismo. Intuyo que son esos seres que sonríen todo el tiempo, incluso ante la desventura más inclemente; que se han entregado a sus destinos, cayendo de espaldas, y confiando en los brazos de su suerte. Y la verdad es que esos brazos siempre los terminan por coger. No defraudan. Yo lo intenté alguna vez. Me di uno tortazo de órdago. Lo cual es lógico: me faltaba fe; mi risa era como la de los payasos y los cínicos. Y me faltó mi fracción de esperanza (y deseo) colectiva en el futuro (de la Humanidad – esa amplia generalización que iguala a seres tan disimiles en su obrar, en su aporte a eso que llamamos pomposamente bienestar general, y que sólo lo es si nos incluye de manera excepcional). Tan necesaria esta confianza; pues sin ella, cada uno se entregaría a sus caprichos, a sus vicios más inmediatos y banales – creando apenas la ilusión de un presente más o menos duradero; aunque, claro está, no por ello menos efímero. La esperanza – la de las utopías y las religiones: tan fantásticas, tan inverosímiles y, por ello, imposibles – propende a asegurar un orden; es decir, un futuro más o menos permanente: existente. Si sólo hubiese acatado sus manifestaciones más sencillas: la repetición, la ceremonia, quizás… Pero no, porque sé que, irremediablemente, todo es odiosamente finito. Salvo la muerte, que es nada.

Además, la mayoría estamos fuera de la historia o ese rejunte de sucesos que son carne de enciclopedia – apenas participamos de lo cotidiano: rudimento de horas y circunstancias -. Pero invariablemente somos arrastrados por sus corrientes y sus crecidas: algunos ensayan pataleos rabiosos con los que creen empujar los hechos (y a ellos mismos con éstos) hacia flujos convenientes (incluso, los más osados, se atreven a imaginar prestigios, prerrogativas y hasta perpetuidades); cuando en realidad sólo están siendo, como todos, restos de tragedias, cual desesperadas y sumisas plantas acuáticas arrastradas; o de cualquiera de los otros inexorables engaños de tiempo y beneficio (todos, por supuesto, naufragios). Yo fui uno de estos hasta no hace mucho. Quizás, hasta que comencé a pensar en ello.

***

Vivo austeramente desde hace ya algunos años. Desde que Martha y los niños se fueron. Me alimento a base de conservas. Todo lo que venga en una lata y cueste menos de ochenta centavos, forma parte de mi dieta. He prescindido de las apariencias y de la pretensión de vivir más allá de lo que me corresponde. Para qué. ¿Para esperar, otra noche igual a esta, dentro de setenta y pico años a que pase otra vez el cometa? ¿Para caer en la tentación de desviar la mirada desde esa inmensidad hacia mi pasado, y entonces convencerme de que hay algo que se puede cambiar, si no en la biografía transcurrida, sí en la que uno ejerce en ese momento? No señor. Ahora sólo me permito fascinarme con procedimientos quiméricos (ajenos, en definitiva), inútiles. Porque suelen conducir a resultados vanos, inexistentes. Es decir, dejan todo tal cual – acaso, más deslucido y desacreditado -, y a uno con la sensación de que ha hecho el esfuerzo; de que ha hecho algo.

***

Pasa cada setenta y pico años, decía el Globe de ayer. ¿O era el de hoy? No sé qué extraño privilegio hay en observar el tránsito de esa persistencia periódica… Ese afán de andar como llenando las casillas de un formulario. Así anda uno por la vida: Praga, vista; la Gioconda, vista (entre uno montón de cabezas y chasquidos de cámaras fotográficas); Larry Bird, visto; Moby Dick, leído; Horovitz, oído en vivo; y así con todo, como si cada una de estas acciones fuesen medios o trámites imprescindibles para conseguir los puntos necesarios para hacerse con el ingrávido prestigio que se puede alcanzar en una reunión, en un cóctel; en esos sitios a los que uno acude sabiendo de las facilidades relativas para adquirir un trozo de atención, de tiempo ajeno, sabedores de los escasos méritos propios. A eso se reducen las pequeñas hazañas de la clase media suburbana: a una colección de instantes en los que uno siempre es espectador; y cuya apropiación pasa meramente por la rememoración engreída.

***

Aparecen tupidas nubes por el norte. Empujadas por un viento ya incuestionablemente frío. Otoño irrevocable. No me sorprende. Qué derecho tiene un tipo como yo a presenciar esas coreografías cósmicas que, más allá de toda frivolidad típica de la época, deben imprimir en quien las observa alguna hondura, alguna intuición trascendental. Prince, el perro de los Rutherford está a mi lado. Me mira con esa cara sin expresión que parece un reflejo de la de su dueño. Le sirvo una medida de whisky en un vaso del que prescindo, pero que siempre que bebo llevo conmigo por costumbre, o como una remota ilusión de mesura. El perro bebe con gusto y luego se tumba a mi lado. La cabeza sobre mi regazo. Lo acaricio sin cariño, mecánicamente. Frank aún grita su nombre. Que siga. Cada cual con sus propias derrotas diarias. Quiero creer que la mía es más digna que aquella de quien busca un perro que, intuyo, ni siquiera quiere. Pero sé que la mía es, en su engreimiento de adulto desencantado, infinitamente más trivial, más ridícula.

Halley pasa sin que lo vea. Acaso, todo haya sido un embuste benévolo para tipos como yo: para sostenernos de algo similar a una esperanza (cualquier cosa puede pasar en cualquier momento, cambiarlo todo radicalmente), de un acontecimiento que ofrece unas aptitudes sustanciales, metafísicas. Último recurso para profesar una credulidad. Mas, sin Halley que apreciar, creo que Prince y el bourbon son un sucedáneo más acabado. Prince se sube a la tumbona y se acomoda a mi lado, ebrio, feliz. La vida termina por igualar las formas de vida y las desesperaciones afines. Siento una tranquilidad inmensa. Como nunca antes. Creo que cae una llovizna. No estoy seguro. Ni me importa. Ya he aceptado que las horas siempre han sido aquello que me separa de ciertos instantes. Siempre por fuera del tiempo: quietas, como una idea olvidada o una lápida. Y es todo lo que he tenido. Porque todo ha estado contenido en su progreso imperturbable, profundamente vano.

 

© Marcelo Wio

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.