Ramiro, escribiente

Se sienta, Ramiro, a la salida (o entrada, según se mire) de la estación. Debajo del alero. Y, ahí, sentado sobre ese cajón chueco; y sobre otro algo más estable, escribe pequeñas anécdotas, memorias, historias, para los viajeros que no tuvieron o tiempo o valor para crear unas reales. Un pequeño cartel anuncia sus servicios: Se redactan recuerdos. Escueto. Sin alharacas de mercader.

Cobra poco. Por esas líneas que ofrecen un reducto para charlas: flecos para un instante sin apremios; para una fascinación prudente.

Cobra poco. Porque sus necesidades son breves. Porque disfruta trazando los contornos de posibles intimidades y confidencias. Porque encuentra que esa insinceridad de ni siquiera componer el propio gérmen de una invención, encierra la sinceridad más auténtica, acabada, original, que pueda hallarse: la de quien busca los territorios de la cordialidad, la ternura, la confianza, sin la malicia que conjura ventajas – a lo sumo un nimio, inocuo y sucinto prestigio.

Escribe, ahora, Ramiro. Acerca de una casa. Atravesada por una frontera que se ha interpuesto entre cinco generaciones de Saldívares. Familia dividida por rencillas nacionales en las que creyeron con ahínco – según el lado del caserón en el que tuvieran sus dependencias. Rencillas de fundaciones incomprensibles, que terminaban por adquirir los elementos triviales de cualquier conviviencia, de cualquier tedio. El hombre que solicitó la anécdota mira con recelo. No sé yo, dice. Ni en éste, ni en otros viajes, he estado yo cerca de frontera alguna. Ramiro, escribiente, levanta el rostro, y dice que en todas parte, todo el tiempo, fronteras, pequeñas grietas, bordes y rebordes y confines y límites, acuerdos y descuerdos. Ya, pero. Pero algo distinto. Sin problema. Y guarda la hoja en el cajón que hace de escritorio -que, cuando escribe, adquiere un aire notarial -, sobre un montón de recuerdos fallidos. Y muerde un extremo del lápiz. Sin presión. Apenas un gesto que socorre a las ideas o que indemniza al tiempo ese que media entre algos, eventos, hechos, acciones – incorporación del ser al discurrir – que es como una voz sin luz.

En un restaurante con aromas comidas de diversas épocas, persistentes, definidos sus bordes, colgados de sus paredes como esos cuadros sin gusto que suelen encontrarse en tantos lugares de paso, donde las miradas nunca son la misma, aunque pertenezcan siempre a la misma existencia. Comía yo un caldo digno, de pescado y frutos de mar. Sobre los manteles, y de mesa en mesa, me llegaban rezagos de una conversación que dos hombres mantenían como sin ganas. Casi como si fuesen las palabras con los que los mantenían a ellos en la vida. Uno de los dos, dijo, hacerlo porque sí. El otro, para saber qué se siente. Sí, sólo por eso. Y por ello mismo, sin saña. Por supuesto; con humanidad. Porque no importa cómo, sino el hecho. Exactamente. Podríamos probar con aquél hombre – y me señalan; no los veo, pero no hay nadie más que ellos en un extremo, y yo sentado a un costado, contra una pared amarillenta. Sí; sirve tanto como cualquiera. Yo diría que mejor que muchos, puesto que no hay apego emocional, no hay, verdaderamente, ningún otro motivo que la experimentación. Ciertamente. Cómo propone hacerlo. Un golpe firme y definitivo en la cabeza. Y qué le parece un cuchillazo a la garganta – pienso en carótidas y yugulares. En realidad, da lo mismo. No tanto; no debe sufrir, recuerde. Es cierto. Un disparo a la cabeza sería lo ideal. Claro; pero no tenemos un arma a mano. En ese momento, me puse de pie, nervioso. Me temblaban las manos. Me di cuenta de ello cuando dejé unos billetes sobre la mesa. Y me marché. Creí oír, detrás, desde la mesa de aquellos dos tipos – aunque probablemente quise ceerlo – unas risas raspadas de tabaco y vino. Unas risas de chanza oscura. Pero no me giré para comprobarlo.

El cliente lee el pequeño párrafo. Asiente. Un poco truculento… Pero me gusta. Sí. Ofrece posibilidades… Y le entrega a Ramiro unas monedas calientes de bolsillo y entrepierna. Y un silbido de tren sale despedido por la puerta de la estación. Y una nube traza una sombra que avanza veloz sobre la fachada de los edificios de enfrente. Y un niño, con un montón de periódicos bajo el brazo, anuncia a los gritos una muerte y un asesino y un miedo y el resultado de las carreras de la tarde en el hipódromo. Y una mujer espera que por la puerta de la estación surja una figura que ya olvidó. Y todas esas cosas las va anotando el escribiente Ramiro en una hoja donde guarda momentos mínimos que de tanto en tanto le sirven como víniculo o engendrador o disparador o espacio para esos recuerdos apócrifos que son los únicos que tiene, de tanta vida allí sentado, componiéndolos.

 

© Marcelo Wio

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