Qué, sino

Qué es, sino un territorio de intenciones. Una disposición de generaciones.

Qué son, sino, esos pasillos largos; ese frío húmedo de las habitacionces, esos ventanales inmensos por los que apenas entra una claridad de tiniebla. Ese salón, lleno de ausencia. Muebles pesados de tiempo y madera de roble, alfombras, cuadros, lámparas de pie y cortinas descoloridas en un amarillento uniformador. Olor rancio: a vidas anticuadas, inverosímiles.
Todo tan lleno de apellidos untándose unos con otros para elaborar alcurnia, prestigio y endogamias.

Habían sido ricos y se negaban a abandonar esa región de molicies, indolencias y hábitos convenientes que creían o querían recordar: toda una disposición de intenciones y de pretendidas prosapias que sólo podían elaborar en el espacio de la casa y del parque que la rodeaba. Casona de estilo francés. Largamente descuidada. El parque ya no guardaba ninguna semblanza con aquél que había ambicionado reproducir una Inglaterra victoriana. Ahí había radicado el error: todo era una imitación. Ellos mismos terminaron siendo un remedo de aquello que habían anhelado ser: otros: una imposibilidad corrosiva.

En su momento cuajó el deseo desemedido de reconocimientos y peculios, gracias a una precisa mezcla de ambiciones sin escrúpulos, una genética robusta y diversa; suertes que contravenían la distribución de probabilidades, circunstancias políticas, sociales y económicas y. Fueron en realidad las generaciones de los tatarabuelos y la de los bisabuelos las que acapararon e hicieron. El resto, se dedicó a perder, lenta pero inexorablemente, todo – con altivez. Como si aquella suerte ahora ofreciera el reverso fatal de un largo infortunio. O, más probablemente, como si la mixtura inicial de herencias celulares hubiese degenerado, dando como resultado inteligencias o astucias mermadas.

A veces se los ve por el pueblo. En la camioneta Ford del 1957. Aún con esa actitud de posesión. Como si el hecho de plantar la mirada en cualquier punto fuese un acto colonizador o fundador. Los Heredia, dice la gente, ahora. Ya no dicen los Heredia Alzamendi Iturbe y Alvarado. La ristra de apellidos que, sueltos, se pierden, como cualquier otro, en los padrones y en los tumultos donde habitualmente se mentan: burocracias y paciencias.

Fue primero un Heredia y una Alzamendi. Dos que no tenían donde caerse muertos. Larga tradición de pobrezas. Dos que decidieron – o que la vida decidió por ellos; en estos asuntos, el devenir suele llevarse por delante a la gente: a veces, pocas, para bien – que allí, en ese país nuevo, nadie sabía, nadie tenía por qué saber; y que bien podían inventarse unas relevancias, otros pasados, y que había que exprimir esa tierra grande y ofrendada – y la que no se ofrecía, había que tomarla como fuera. Y que había que ganarle a lo que se pusiera por delante. A quien se pusiera en medio. Como fuera. Tierra nueva y grande: capaz de dar y de guardar muchos secretos.

 

He cesado de comprender la relación con la información que, presumo, fui, soy. Aprendí a confabular contra los indicios. A sumergirme en la constelación de verosimilitudes familiares: siempre rotando, prestas a orbitarle a uno sus crónicas, a ofrecerle nigromancias generosas, a insubordinarle la razón contra el presente, tan mentiroso con sus paredes cascadas, su camioneta vieja, los campos mal vendidos, el jardín de la abuela cubierto por otro, salido de vaya uno a saber qué novela de Dickens o del bostezo de una injuria. El presente de ropas sin lustre, letargos de horas en el salón, escuchando el tac tac tac del reloj de pie, marcando un ritmo ominoso de desasosiegos y rencores (¿contra quién? Contra todos, contra uno mismo). Y una atmósfera densa, de pulcros instantes que se quedaron pegados al mobiliario y a la memoria que no es nuestra, sino que nos fue dada: eso heredamos ahora, recuerdos como culpas: que nos empobrecen aún más: tan lejos de esos fastos y esplendores; tan dueños del tiempo – el propio y el ajeno.

Ya ni siquiera puedo soñar mis recuerdos (los he tenido, inevitablemente); ni sus contornos ni sus escenas vagas. Y cuando sueño, el material, siempre pauperizado, está compuesto de trozos extraños: vivencias, inconscientes, convergencias de deseos superficiales y miedos incrustados como caracolillos al casco de una embarcación. Ni temores me han quedado; ni culpas ni rencores: y liberado, me siento más cautivo que nunca. Porque no me he emancipado sino de mí: me lleno de biografía: de lamentaciones calladas y fingimientos.

 

Habían sido. Manojo de apellidos como de billetes y hectáreas. Y ahora esa camioneta. Ese paseo de domingo por el pueblo, con una soberbia triste, ridícula: fingiendo el fingimiento. Pidiendo miradas. Y algunos se las donaban, un instante leve, suficiente. Es un pueblo sin malicias. Quienes tenían algún desquite que cobrarse, ya lo había hecho. Y la lástima, acaso, fuese el resarcimiento mayor. O acaso, esa compasión comprendiera mucho más que a los Heredia. Una barrida de mezquindades a diestra y siniestra. Porque quien más, quien menos, siempre tiene una maculita afeándole el ejemplo, el remilgo.

Qué es, sino un territorio como cualquier otro. Donde a veces unos, y otras, otros. Y siempre todo. Y siempre todo. Ocurriendo como siempre. Generación tras generación. De reputación y descrédito, de dinero y aliento, de misa y taba. Qué es, sino lo de todos lados. Las palabras particulares sólo pretenden darle a todo una pátina de originalidad restringida. Nada más. Pero lo mismo en el campo que en la ciudad. Lo mismo. Siempre.

 

© Marcelo Wio

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