Multiplicidad

Le aconteció por primera vez el 5 de octubre de 1956. Al despertar se encontró junto a una copia exacta de sí mismo. Desde entonces, cada mañana constata la producción de nuevas copias – al segundo día de esta singularidad, digamos, bifurcada, supuso la existencia de otros cuatro seres idénticos a sí mismo; el tercero, de ocho; el cuarto, de dieciséis, y así sucesivamente.

Una de esas mañanas iniciales, en el metro, se percató de que todo el vagón estaba ocupado por él. Lo cual, pensó, era lógico: las copias siempre lo habían seguido un cierto tramo y luego ya iban tomando caminos, decisiones, o lo que fuese, distintas. Si bien ya entre el baño, el desayuno a las apuradas y la entrada pierde un par de copias (deciden llamar al trabajo para mentir un resfriado, un entierro), el viaje metro al trabajo es una instancia muy temprana en el día, con lo que, con el correr de los días, era lógico que, al ritmo de replicación -por llamarlo de alguna manera – que llevaba, un día sucediese aquella aglutinación. Así, muy pronto las dos primeras calles que lo separan de la estación de metro y el tramo en éste hasta la parada de destino (trece paradas de trayecto), le resultaron insoportables: como una manifestación o una procesión de su ego – que, se lamentó, no valía la pena para tanta insistencia, tanta redundancia.

También se percató – algo más tarde ese mismo día – que, a medida que aumentaba el número de copias, ya siempre más alcanzaban el final del día a su lado. Si bien pronto – el primer día que una de las copias llegó a su escritorio – se dio cuenta de que nadie más veía esa prolificidad inútil, no pudo evitar sospechar que, de alguna manera, se notaba – en su comportamiento – suponía la existencia necesaria de una repetición de ciertos gestos y acciones de interacción (acaso Ruíz no le había dicho que había mandado por duplicado un informe; o casi duplicado, porque según le dijo, sólo había una palabra diferente – bien es cierto que él era de corregir una y otra vez los informes y de reenviarlos en iguales ocasiones).

La primera semana pensó que el sábado y el domingo serían una suerte de tregua. Pero se hizo rápidamente insoportable. La convivencia con ese discurrir suyo, donde se veía haciendo todo a la vez – lo que quería, lo que había pensado como alternativa, lo que ni siquiera había llegado a pensar -, era intolerable. Y esa superposición de voces todas suyas, cambiando de decir en decir sólo en la trivialidad más absoluta y minúscula, ofreciendo un gesto apenas distinto, terminaron por trastornarlo. Nunca había sido un gran valedor de su personalidad, de sus opiniones; y de pronto se encontraba con este censo de instantes de sí – o, peor aún, de lo que iba dejando de ser con cada decisión: con la multitud no resultaba ser, entonces, más que una constatación de la disminución de su existencia, pensó temprano por la noche el domingo. Casi a coro, unos cientos de copias dijeron: No digamos boludeces, Aníbal. Nuestra presencia, en todo caso, significa una recuperación de esa supuesta merma. Porque, que sepamos – continuó ahora un número menor -, nadie más es consciente de este estado de cosas. El Aníbal original (por poner un punto de referencia, más que nada; porque, quién puede afirmar que él no es copia de otra instancia de Aníbal) preguntó entonces a qué se referían con el “estado de cosas”. Lo paralelo, lo múltiple paralelo, respondió un número aún menor. ¿Universos paralelos?, preguntó Aníbal original. Eso mismo – contestaron algo menos de cien copias (quizás más, quién podía andar haciendo cómputos en medio de una charla que tenía poco de sosegadora. Y una cantidad menor siguió diciendo: Aún estamos tratando de descubrir qué pasó para que convergiéramos o, mejor dicho, nos superpusiéramos, todos aquí. Alguno intentó avanzar una solución utilizando el exponente de Lyapunov, pero no llevó a ningún lado, le ofrecieron. ¿Qué es eso?, preguntó el original. Nada, le dijeron, tu versión, o tus decisiones, si prefieres, te llevaron muy lejos de ciertas compresiones. Unos pocos estamos intentando otras aproximaciones. ¿Y han llegado a alguna conclusión? A ninguna, respondió un par; quizás, siguieron, alguna de las próximas instancias dé con la respuesta. Pero probablemente, no, concluyó una copia sola.

Estamos jodidos, se resignó Aníbal. Básicamente, convino la copia – o, como le gustaba referirse, la instancia última. Una trifulca entre dos instancias deshizo los gestos de compunción del primero y del más reciente Aníbal: uno porfiaba que El hombre que sabía demasiado, era la mejor película del año; el otro, que era Centauros del desierto.

Va a haber que pensar en un lugar más amplio, dijo el Aníbal Sissa Everett original al más reciente. Un predio grande, insistió. Un predio infinito, comentó resignado, negando con la cabeza, la última de las instancias. El alboroto de las conversaciones iguales que iban variando levemente engulló ese mínimo diálogo entre dos que ya se comenzaban a separar en una pequeña disimilitud, divergiendo hacia momentos enteramente diferentes, separados, cada vez más irreconocibles.

© Marcelo Wio

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