Aborrecimientos II

Aborrezco a los ejemplares de Homo Sapiens que caminan lentamente – y con estratégica y clara mala voluntad -, por las aceras impidiendo el andar fluido del resto de peatones.

Van, estos morosos, como atados a la etapa de recolección y caza; es decir, como buscando cuidadosamente bayas o huellas. Eso sí, estos andan desprovistos del estado de alerta (que le advertiría de la presencia de otro ser que desea rebasarlos) que debían poseer nuestros ancestros para no pasar de acechadores a presas.

Estos peatones se parecen mucho – al punto de que hay numerosos estudios que señalan una amplia correspondencia entre ambas clases – a quienes estando en una cola, una vez les llega el turno lo ejecutan todo con una parsimonia minuciosa o realizan preguntas (al cajero, a quien esté del otro lado de una ventanilla o un mostrador, al volante de un autobús, etc.) sobre las cuestiones más estupidas (y, cuando preguntan cuestiones propias del lugar, del contexto, lo hacen con circunloquios, repitiendo las interrogaciones y complicando lo que era sencillo).

Cuando sobrepasan un cierto tiempo obstaculizando la cola o el tránsito peatonal, dejan de ser seres para transformarse en en verdaderos inconvenientes: en tal punto, la humanidad se les derrite,  deserta, para dejar esos restos infames que impiden la fluidez de las cosas.

En esta categoría entran también aquellos que se detienen en medio de la corriente de viandantes, los que charlan ocupando la totalidad de la vereda (y, si uno se descuida, parte de la calle inmediatamente adyacente); los que, caminando normalmente, de pronto se detienen en seco, como paralizados por una memoria repentina; los que, caminando en un extremo de la verdeda, se cruzan cortando el avance de los peatones para acercarse a una vidriera o a al cordón de la vereda; los que salen sin mirar y lo loco de portales y negocios. En fin, una fauna tupida de irrespetuosos.

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