Mitin consigo mismo

Terminó de decir nada, en tantísimas palabras, que pareció que había dicho realmente algo, un significado. Una promesa, incluso.

Una parte diminuta, desperdigada, del público permaneció en silencio, esperando, acaso, que el tiempo los volviera a alcanzar. O dudando de su capacidad de entendimiento. El resto alabó como lo hacen las multitudes que se han entregado mucho antes de cualquier convencimiento.

Pero entonces volvió a hablar – esa clase de seres siempre vuelve a hacerlo; tiene que hacerlo cuando observa una impasibilidad verídica o imaginada – a pronunciar ese vacío paradójico: con cuerpo y consecuencias. Verbalizó un significado, o algo que remedaba tal precisión, y que era una versión apenas distinta de lo anterior – pero, paradójicamente, diametralmente opuesta a sus de manifestaciones precedentes: las mismas geometrías desprincipiadas; sin lados, sin ángulos, sin figuras, sin compromisos.

Pero nada de ello importaba, importaría. Aquellos que oían como si el otro realmente dijera (lo mismo o algo distinto), como si los vinculara una obediencia encandilada, lo votarían igual. Después de todo, era una cuestión de ideología sin ideología: palabra sin continente, pura excusa para la aprobación despensada. Eso que alguno denominó con acierto como estupidez afiliada, participativa: otra palabra de tantas, que resbalan por la tela impermeable del cinismo.

Vio, con un revoleo de los ojos entrenados en la estadística del convencimiento militante y la necesidad deshistoriada, que el número de los imperturbables era ahora despreciable: achacable a una apolitexia, a un estado de insobornable individualidad inane.

Sabía, sin saberlo, apenas porque otros sí lo supieron, e incluso fraguaron con anterioridad, que los hechos que refería emocionarían a los congregados, tan encantados de acceder a esa falsificada accesoriedad del suceso sin necesidad de macularse con las salpicaduras de la realidad que siempre traen consigo las referencias de ciertas arengas – de algo hay que agarrar el lazo de la filfa.

Lo aplaudieron. Lo vitorearon. Pero no tanto como él mismo, por dentro, se conquistó, se gustó, se reverenció. Las luces del escenario le hurtaron la identidad mezclada del público. Lo agradeció. Anhelaba poder estar para sí. Realizó los gestos requeridos, ensayados: saludos-agradecimientos-compenetración-arrobamiento-sinceridad. Automáticos. Fáciles: formas de mostrarse, de seducir, de allanar la fascinación del auditorio, que sólo servía para ampliar ese otro, íntimo, personal e intransferible.

Ya habría tiempo para soportar la noche larga. El lecho siempre inútil, porque no hay formas físicas compartidas que alcancen – es más, ensucian, enturbian, despeinan los pliegues prolijos de la seguridad. Ya habrá, sí, tiempo para encontrarse con ese que es uno mismo y que, sin el sostén de la interpretación, del reflejo de las miradas embobadas, avasalladas, del fingido propósito, se volvía en su contra: un tótem de algo que no sabía, no podía, explicar; un reflejo de una imposibilidad, de una traducción de sí que superaba el idioma original, el concepto. Una desmesura, sí, pero vacía. Quieta, observante. La sonrisa fijada en una hipocresía sin objeto: un tic, una costumbre, una inmanencia.

Pero ahora, aún, la alharaca vana y necesaria. Las consignas que le devuelve la concurrencia. Ceremonia de plástico, poliespán, cartón y colorín. Todavía eso. El idilio. El suyo consigo mismo. Acaso, la única forma de política que ha subsistido – quizás, quién sabe, la única que ha habido.

© Marcelo Wio

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