Decoroso

La palabra, suele afirmarse, tiene el poder de diseñar un destino. No en vano se ha utilizado como instrumento prioritario para manufacturar creencias, para componer los encantos que domesticaban voluntades. La palabra siempre tuvo, si no un estatus análogo al de la realidad, de la que tantas veces pretende dar cuenta, sí una cualidad que, a lo largo de las edades lingüísticas, ha terminado por someter a ésta demasiado a menudo a la autoridad de las imágenes que es capaz de imponer, de componer.

A esa potestad implacable no pudo sustraerse Decoroso Paniagua. Cómo habría de hacer un hombre lo que cientos, justos, no han podido. Cómo podría haber evadido el influjo de la gramática tajante precisamente Paniagua, por lo demás, que carecía, por circunstancia o sino – como viene llamándose a esa pobreza que ha automatizado el funcionamiento de su incrementada perseverancia; como si ante ella, cataclismo natural, nada pudiera hacerse, salvo paliarla y buscarle eufemismos mejores –.

Usted no vale ni para respirar – repetido en casa o en la esquina. No sé para qué viene a clase, como no sea para tomar su vaso de leche diario – en clase. Ni para esto ni para lo de más allá – en todas partes, a toda hora. Para qué intenta si quietito no parece lo que es. Las variaciones son apócrifas. Las frases que le pronunciaban con afán de cachetazo eran más brutales, más sencillas y, acaso por ello mismo, más efectivas: ni a él podía escapársele el significado.

Día sí, y día también. Desde la segunda o la tercera torpeza – real o intuida. Y no es cosa de andar juzgando con moralitas de importación. Pero es lo que es, y por eso se menciona. Y, sobre todo, porque, si no explica, al menos echa luz, o, más concretamente, absuelve parcialmente a Paniagua – o, al menos, concitará una tolerancia mediana ante sus decisiones condicionadas.

Si a uno le repiten que ni para esto ni para lo de más allá, digamos que termina el destinatario de la cantinela provisto de un equipaje de entendimiento, convengamos, más bien limitado, y es añudo que uno caiga en la repetición de las facilidades que pone a mano la suerte (o, más bien, su ausencia). Quien más, quien menos, puede Decoroso Paniagua, pues, llevar y traer ladrillos y bolsas de cemento; o cajas de lo que sea. Pero ello, además de resultar poco lucrativo, repercute tremendamente en el andamiaje óseo-muscular – con una retribución pecuniaria mísera.

Así, no es de extrañar que arribara – como tantos antes que él – a otra de esas actividades que se presentan como accesibles a la habilidad media y, sobre todo en este caso, también a la deficiente: es decir, a entrar y salir de una casita con un montón de ajenidades vendibles. Que nadie está hablando de urdir más plan que el de decidirse a allanar el domicilio que toque en ese momento. Ni a Decoroso, ni a la mayoría de los perecederos, le da el intelecto ni, mucho menos, cuenta con los recursos y el tiempo al cuete necesarios para emular al prepotente Thomas Crown.

Decoroso, encima, llegó tarde a este ramo. Como a casi todo, el pobre. Y claro, quien llega a deshora, suele hacerlo con ganas de recuperar el tiempo perdido, como si tal cosa fuese posible. Así pues, entraba en el tema de la manera en que no hay que internarse en ninguna empresa: con la incompetencia confundida como solidez, como celo, como predisposición venturosa; vamos, como fausto augurio. Alguien (si Decoroso mantuvo su identidad en el leal anonimato, por qué íbamos a traicionar ese gesto) le había pasado el dato de una casa, en las afueras de la ciudad, cerca de la carretera de circunvalación. Fácil, le había dicho, con sinceridad, casi hasta queriendo enmendarle un poco la fortuna a Decoroso. Que los dueños no van a estar. Van a volver casi de madrugada porque van a no sé dónde. La información es cabal, impecable. No le dijo que Elisa le había pasado la información – para él mismo; es decir, para el que le estaba cediendo esa bicoca – porque, sin pensarlo siquiera (ya se ve lo que es la costumbre, el conocimiento general de los otros), cayó en la cuenta de que lo podían pescar y que, sin quererlo (porque, eso sí, de Decoroso a nadie iba a maliciar con una trampa, una traición), diese el nombre de la muchacha; y, tarde cayó en la cuenta, porque ya había comentado el asunto, por extensión, terminaría por delatarlo a él mismo – ya se ve, nadie está libre de su cuota de estupidez.

La casa era apenas la promesa de un par de lujos dudosos pero comerciables – dos, tres meses de paga, calculó malamente. Pero era evidentemente mejor que cualquiera de las de su barrio. Mas, se notaba el eco de una época mejor, o de una pretensión desenmascaradas: la de una clase amortiguador entre algo apenas mejor y la amenaza del desfiladero, que se había deslizado, casi sin darse cuenta, a una región aún más incierta, indefinida.

Decoroso dio una vuelta a la manzana, con ese aire que adquieren los que están por incurrir en una culpa: intentando parecer inocentes; exagerando los gestos que se le suponen a quien va por la vida libre de faltas, es decir, significándose como lo opuesto de lo que se pretende remedar.

Encendió un cigarrillo frente a la casa, que estaba rodeada por uno de esos jardincitos con pretensión de parque: prolijo, verde, pero conspicuamente sucinto. Se quedó embobado observando los rosales cuidados con mimo y un rododendro dignísimo. A eso me podría haber dedicado sin problema, pensó Decoroso. Eso podría haberlo aprendido sin dificultad: las mañas y los tiempos de lo vegetal, los caprichos de la ornamentación.

En el portón de entrada había un cartel que anunciaba que la casa estaba protegida por Alarmas Tal y Cual. Hace años que no pagan; la única alarma en esa casa es la del despertador, le había advertido el que le había pasado la información. Miró en todas direcciones, abrió el portón y entró. Aún, pensó, estaba a tiempo de ser un fulano que venía a inquirir por una changa o a pedir direcciones para tal o cual lugar. En definitiva, aún estaba del lado de lo lícito.

Oteó otra vez hacia la calle, hacia las casas de enfrente. Nada. Se dirigió por el costado derecho hacia la parte posterior de la propiedad. Un sendero de dignas losas junto a un trozo magro de pulcro césped y aleatorias plantas bien cuidadas. Sí, podría perfectamente haber trabajado de jardinero. Cómo no se me ocurrió – se dijo, como si ya hubiese efectuado una acción irreversible que clausura ese flamante sueño, o, más bien, esa ocurrencia. Y no se le había ocurrido por el mismo motivo de que no se le hubiese ocurrido a un esquimal vender pulseritas en una playa: cuestión de entorno – y, en su caso, claro, esa cantinela fatal que como una humedad percoló y le carcomió la reflexión. Ni en el caserío en el que vivía ni por donde escasamente se movía para realizar esos trabajos fatigosos, había jardines ni parques que llamaran la atención ni, mucho menos, hicieran pensar en una dedicación humana a su cuidado, a la domesticación constante de las plantas. Lo agreste no invita, a quien no está habituado, a pensar en actividades que puedan realizarse sobre dicho entorno. Máxime, cuando lo salvaje es una cotidianidad mínima, a la que no se le pueden adivinar ni beneficios ni bellezas – quién puede pensar en estas cuando lo elemental siempre es una inseguridad.

La puerta de atrás, como le había dicho el muchacho, estaba compuesta, de la mitad para arriba, por unos vidrios cuadrados que daban un aspecto de lo más agradable pero que en términos de seguridad eran una chambonada mayúscula. Rompió el cuadradito de vidrio más cercano al picaporte, encontró la llave, tanteando – siempre la dejan puesta -, y entró. Qué pena, se dijo, quizás podría haberme dedicado a algo que tenga que ver con un jardín. Pero ahora sí era un poco más tarde para esas ensoñaciones – claro que, si el robo salía bien, aún podía decidir terminar ejerciendo esas actividades.

Dio una vuelta por la casa. Eso le había dicho el muchacho: primero te das una vuelta silenciosa por la casa, y lo hacés por dos motivos: uno, no vaya a ser cosa que se haya quedado algún miembro de la familia (si oís o ves algo, salís pitando) y, en segundo lugar, para evaluar qué hay de valor y qué vas a llevarte, conviene organizarse.

Eso hizo. No había nadie. Sólo unas fotos que recriminaban levemente. Los objetos eran, efectivamente, de los que pueden convertirse en dinero fácilmente, pero que no van a cambiarle la vida a nadie. Para empezar, está bien esa casa, le había dicho el muchacho, a modo de reaseguro. Sí, estaba bien. Se sentía tranquilo. Es más, sentía que las cosas se iban a comenzar a enderezar de ahora en más.

En una tercera vuelta fue metiendo en el bolso de viaje mediano que había llevado las cosas que había elegido en las dos vueltas anteriores. Buscá efectivo, joyas, cosas chicas. Tratá de evitar lo aparatoso, aunque parezca valioso; más vale dejarse algo que vale un Perú, que después te pesquen por andar con un bolso que llama la atención por sus salientes inverosímiles. Eso le había dicho. Pibe inteligente, había pensado Decoroso. Y ahora volvió a pensarlo. Hay tipos que nacen con la suerte del balero bien amueblado.

Con el bolso ya lleno, volvió al salón. Allí, en un costado, había un mueble bajo, sobre el que había varias botellas en su primera inspección de la casa. Se acercó a mirar con más detenimiento. Coñac, whisky, gin, vodka. A la pipeta, dijo. Depositó el bolso en el suelo, a su lado, y se sirvió un culito de whisky en un vaso de cristal grueso que le pareció demasiado pesado para su función. Nunca había probado. El calor sabroso le entró más allá de los sentidos. Se sirvió aún un poquito más. Lo último y me las tomo, se dijo. A él, que el vino no lo entusiasmaba mucho, que la cerveza le daba gases, el whisky le pareció una gloria. Bebió y dejó el vaso. Iba a agarrar el bolso, pero se dijo que por qué no probar el resto de los licores. Un culito de cada uno, y me pianto. Quién sabe si volveré a tener la oportunidad. Hay quienes consideran una oportunidad lo que tiene toda la pinta de ser una pifia.

Miró el reloj pulsera que había encontrado en una de las mesas de luz de la que le pareció la habitación principal. Siete y cinco pasadas de la tarde. Aún faltaba para que volvieran los dueños – casi de madrugada le había dicho el muchacho, con lo que le pareció un aire de profesionalismo absoluto. Tenía tiempo. Podía quedarse un poco. Hacer de cuenta que su vida era otra. Buscó junto al equipo de música que hacía un rato había lamentado no poder llevarse, entre los casetes. Ahí estaba el de Edmundo Rivero. Ajustó el volumen para que la voz no se escapara hacia afuera, que no apiolara giles, pensó, y rio un tanto etílicamente. Se sirvió un poco más del whisky que le había gustado por sobre el resto – sin desmerecer a ninguna de las otras cataduras -, y se sentó en un sillón. Ah, qué bacán, che, se dijo.

Aún dio vuelta el casete y volvió a servirse y a acomodarse en el sillón. La botella de whisky le pareció más liviana que al principio. Efectivamente, había estado llena y ahora apenas si había un resto testimonial. La botella de coñac había sufrido también una merma, notoria, sí, aunque no tan considerable. Nunca había sentido un calor así, como de abrazo de sí mismo, desde adentro. Se estaba muy bien así. Casi como instalado en racha de aciertos, de suerte.

A veces se alinean los temperamento y se compone un orden de dignidades y compasiones sin lástima, que sencillamente obran con mera empatía. Es raro, pero sucede. Deben darse una serie de elementos que, quiere la estocástica, son tan factibles de concurrir a un mismo tiempo y en una distribución particularísima, como que a la comida inglesa se la considere una delicatessen.

Esa excepcionalidad se dio a las seis y cincuenta y siete de la mañana siguiente. El comisario movió con su bastón, con una delicadeza de institutriz benévola, a Decoroso, que yacía arrebujado en el suelo, entre el sillón y el mueble del descarrío. Una sonrisa que, si bien se ejercía hacia el exterior – de otra manera no la estaríamos mencionando -, debía ser evidentemente mayor hacia adentro, le daba al rostro de Decoroso un halo de tonta inocencia. Quizás por eso, el dueño de casa, luego de encontrarlo en su salón roncando una melodía mayormente escocesa, aunque con incrustaciones francesas, llamó a la policía, pero no con el tono reservado a la indignación, sino con el que adquiere la chanza, el comentario jocoso. Aquí. En el salón de mi casa. Un ladrón. Bueno, es un decir. No, no se apuren. Está durmiendo el sueño de Baco – peleona clase media, la que se agarra a esos piolines griegos… Que está en pedo, comisario. Rotundamente noqueado. Contra las cuerdas de un sillón y el mueble-bar mermadísimo. Su botín, a su lado. Parece un pasajero en tránsito en un aeropuerto inverosímil. ¿Como la de Tom Hanks?, preguntó el comisario. Eso mismo; pero beodo. Eso tengo que verlo.

Por eso fue el comisario el que se acercó a Decoroso y no algún cabo con ansias de hacer méritos o de sublimar miserias propias. ¿Qué quiere hacer?, preguntó el comisario. ¿Cómo que qué quiero hacer? No sé, ¿qué se hace? Y, habitualmente la denuncia; ya sabe, el trámite de la culpabilidad, la burocracia habitual. No sé yo; me da no sé qué el tipo. Me jode lo del whisky, no se lo voy a negar, que es caro, y era un regalo. Pero por eso tanto lío… Este, le digo – comentó el comisario -, es la primera vez que entra a robar. Ya lo ve, ahí, explayando su carácter indudable de principiante y de bobo. ¿Qué recomienda, comisario? Lo cargamos así como está, inconsciente, en el patrullero, y lo dejo en el parque Tres de Febrero, bajo un árbol. Me parece bien, para qué armar un lío donde hay una anécdota.

Decoroso amaneció cuando el sol iba más terminando el día que mediándolo. Tenía vagos recuerdos. Un gusto fuerte en la boca que no podía interpretar con los elementos de los que disponía en aquel paraje – y, qué tanto, en su propia humanidad. Se incorporó a medias, se apoyó contra el tronco de un eucaliptus y observó como si, más que mirar, esperara algo: que el pasado reciente lo alcanzara con una o dos explicaciones convincentes. Pero nada. Lo que sí vio fue una idea – que le pareció original, novedosa -, observando los árboles, los arbustos descuidados, el pasto rebelde: esto podría hacer, imponerles un orden a estas vegetaciones, hacerlas parecer como un lugar que creo haber visto, pero que seguramente imagino – pero que es igualmente válido.

© Marcelo Wio

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