Ecología

Foto: Marcelo Wio

Cayó la noche y aplastó a tres grupos de acampantes no acostumbrados a la bestialidad de la oscuridad en esas remotas latitudes. Ni restos, ni rastros. Nada encontraron al día siguiente. Brutal el amanecer que quema todo para que los brotes nuevos surjan mintiendo un pasto persistente, una hermosura floral estacionalmente permanente.

Ni los nombres, ni los rostros. Nada quedó siquiera en la ciudad, que tantos tiene de ambos, que la falta de uno, dos o tres es un cómputo ínfimo. Y los amigos y los parientes y esos vínculos de cercanía codificada y afectiva, se podrá preguntar. Lo que no está estando muerto, unos eligen que está, otros que nunca estuvo. Y la implacabilidad del macroorganismo ciudadano arrastra, descompone y recompone ánimos y memorias.

Quizás el llamado, que le dicen, de la naturaleza, no sea más que una pulsión por desaparecer. El contacto con el uno mismo que cada uno cree poseer dentro suyo, como una originalidad cierta, incapaz de manifestarse por las limitaciones de la rutina, es lo que se aduce para embarcarse en esa aventura suicida. La relación con la naturaleza, es otro de esos tópicos de agencia de viajes sin imaginación, tras lo que se dice ir en busca; como si uno no fuese natural o como si estar en lo que se llama entorno natural fuese lo único capaz de restaurar la naturaleza que somos – como si la ciudad, el caserío, el pueblo, el amontonamiento no fuesen formas de naturaleza de tipo humano: ¿diría uno que un termitero no es naturaleza porque es producto ingenieril de las necesidades de las termitas?; pues lo mismo.

El llamado de la naturaleza. Eso suele mentarse. Como el instinto llamando al instinto. Mucho Jack London. Cuántas sectas hay, de esas que, aludiendo a convocatorias del espíritu, siempre elevado, siempre excepcional, de quienes obedecen creyendo decidir, arrean a esas gentes al monte mientras arrean sus dineros a paraísos de ecologías fiscales.

La naturaleza, ese cúmulo de desprolijidades caprichosas, inciertas, de mugre volando de aquí para allí, de presencias nocivas en grado diverso, está sobrevalorada y, consecuente, elevada a la categoría de noble y único retorno. Nuestro entorno, se dice, como si, a la vez que nos guarda, nos aguarda, nos asediara con sus mil una incontroladas fatalidades – se pretende que la naturaleza, que las reglas que, se afirma tan alegremente, la gobiernan, han de regirnos a nosotros; como si las leyes que tan arduamente nos hemos dado, fuesen ya no sólo inferiores, sino una violación a vaya uno a saber qué orden de cosas: y ahí tenemos a los desquiciados del medio ambiente (otro de esos eslóganes-nombre; este nos sitúa siempre en el medio de ese torrente de lava, tifones, avalanchas, picaduras fatales, tormentas de arena que acribillan a quien se interponga, de calores y fríos de andá a cantarle un ratito a Gardel; de vientos y olas como mitologías griegas). Ahí tenemos a esos apólogos de nuestro desamparo, los acérrimos enemigos del hacer, del progreso, gritando consignas desde las mismas ciudades – es decir, comodidades – de las que dicen abjurar en nombre de la naturaleza a la que conocen gracias a uno que otra revista y canal de documentales.

Dicen, estos caudillos y aventajados portavoces sectarios, que conocen de lo que hablan. Mas la prueba más contundente de su engaño es su propia subsistencia. Nadie sale de una noche en el desierto – hermosa, pero falaces, narraciones los beduinos, diseñadas como señuelos de románticos incautos o, lisa y llanamente, papanatas -, la montaña o cualquier otra de esas postales de la naturalidad. Nadie. La noche es atraída por una de esas terribles legislaciones anacrónicas a las que pretenden que nos sometamos – la gravedad; elocuente nombre -, y funde todo aquello que su negrura alcanza. Alguna noche de luna llena, si uno se pone en un claro, con suerte puede salir con algo que podría denominarse vida, aunque con heridas que requieren del auxilio inmediato que no suele estar disponible en esas remotas soledades.

Y ahí siguen, prepotentes temerarios, moralistas obcecados; pero, sobre todo, imbéciles sin atenuantes, tratando de salvar, dicen, aquello que nos acecha con vocación de aniquilamiento. 

© Marcelo Wio

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