Estoy en la vida como si fuese siempre un mero espectador o elemento accesorio al costado del ring: casi oliendo los miedos y las furias y los sudores y los esfuerzos y las ambiciones y todo ese enjambre de debilidades que nos hacen humanos: falibles, crédulos de nuestras propias mistificaciones. En la vida, o ante la vida, haciendo siempre las mismas preguntas que son un mero prólogo para las respuestas que esos interrogantes facilitaron hace ya tiempo. Sólo tenemos un puñado de preguntas. Y pretendemos que las réplicas son siempre distintas, novedosas. Como el puñetazo que inevitablemente termina por tumbar al boxeador menos apto o preparado. Como el golpe que, a la larga, termina por tumbarnos a todos. Que no se vea, que se haga de cuenta que ni se intuye, no lo hace menos fatal. Llevamos esos golpes dentro. Me siento así, no sólo porque efectivamente esa sea, en gran medida, mi realidad.
Pienso esto, mientras Joe Louis y Max Schmeling se miden desde las esquinas, esperando mi golpe en la campana. Cada uno proponiéndole una metáfora a la vida, o componiendo las coordenadas para futuras simetrías, o sencillamente espantando esos demonios que prevalecen en ciertas circunstancias que se presentan como trascendentales. Schmeling y Louis, en medio del griterío, obedeciendo esas corrientes que exceden a los flujos telúricos: allí, dispuestos como elementos de la historia, como anticipación del blitz (ese ímpetu terrible y efímero), de las victorias rápidas, con esa simetría inversa y levemente aberrante, a la que tan afín es el universo. Elementos del destino, calentando los músculos y recuperando vaya a saber qué afrontas o atavismos, para ahondar los motivos de esa contienda. Elementos del territorio de las proyecciones colectivas. Ellos mismos, metáforas. ¿Acaso Franklin Delano no le había dicho a Joe que se necesitaban músculos como los suyos para derrotar a Alemania? Pero, ¿era un cumplido, un aliento; o era un aviso de quiénes tendrían que ir a poner los músculos, la vida, para vencer a Alemania? Aunque, en el fondo, ninguna metáfora es convincente. En el mejor de los casos, es un consuelo, una astucia menor – casi un intento por confundir causas y efectos; nublar el vínculo: es decir, la pretensión de separarse del mundo, de abolir sus reglas y las responsabilidades que de ellas se desprenden. Todo eso pienso, mientras me dispongo a golpear la campana para que los púgiles comiencen el combate. Y pienso, también, que es increíble que tanto pueda caber en el breve movimiento de un pequeño martillo impulsado y desplazado sucintamente hacia la campana. Y también en que todo resulta, de pronto, tan ridículo: el ring, las reglas, las transferencias conscientes e inconscientes. Joe y Max, aceptando los papeles que les fueron sido asignados: reducciones, resúmenes emotivos. Quizás pienso todo esto como una maniobra inútil para retrasar el golpe en la campa: estéril porque el movimiento que propulsa mi mano proviene de más allá del Yankee Stadium, desde un tiempo increíblemente anterior a este 22 de junio de 1938. Todo es anterior a nosotros. Nuestras acciones sólo son inercia. O eso parece. Y yo, pensando que aún puedo detener el desplazamiento del martillo, que debe haber algo como aquello que llamamos voluntad, aunque no sirva más que para ejercer un acto de rebeldía sin mayor consecuencia que un abucheo. En eso pienso, cuando veo a Max en el suelo y enseguida lo veo de pie y mucho más envejecido, y pienso que no es ni remotamente la metáfora que le han impuesto; que ha logrado retener el sentido que ha dispuesto para él, que le ha ganado al destino. Quizás a eso se sube a un ring.
Lo último que pensé, o vi, más bien, fueron precisamente dos imágenes – dos pantallazos. La primera: la habitación de Schmeling en el Excelsior – en Berlin, apenas unos meses después de esta pelea -, donde, silenciosos, se ocultan dos niños judíos. La siguiente imagen: el propio Max, en un bar de Las Vegas, bebiendo una cerveza junto a Joe, que entonces no sabía que aquel alemán que seguía teniendo una cara que le mezquinaba espacio a los rasgos, pagaría su funeral. Estaba gastado, Joe. Igual que las cosas. Todo eso pensaba, y en algún momento el martillo golpeó la campana y Joe y Max se acercaron el uno al otro y de pronto Max en el suelo y el griterío y yo pensando que aún podía detener el desplazamiento del martillo, y que ello anularía todo lo que había entrevisto o pensado. Igualmente, ya era tarde, porque Max estaba en el suelo. O eso pareció en su momento. Nunca se sabe con los desenlaces, tan manchados con esa impura realidad de los epílogos; ya transformándose en relato.
© Marcelo Wio
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