Iba de su mano, caliente y firme; un amparo. Pero no era suya. Ya no estaba. Había desertado – esos eufemismos algo rencorosos de madre para culpar a mi padre de su propia muerte: pura carambola biológica, estadística, la del corazón parándose en la siesta, contagiado de esa mansedumbre que tienen ciertas horas en verano. Así pues, debía ser el tío Enefrasto; acaso el primo de mamá, Proculino. Alguien era el que me llevaba al cine que se montaba en la plaza: contra la pared del ayuntamiento una sábana blanca, y a sus pies, unos bancos de madera sin cepillar.. Y digo me llevaba, sugiriendo, o antes bien, afirmando, una multiplicidad de tales eventos idénticos, cuando, según la tía Teofrasta, como mucho me llevaría una vez el tío Aquilino (hermano de mi papá) – el primo de mamá hacía años que no aparecía por el pueblo -, como todos, poco dado a las muestras de afectos. Una vez. Y probablemente, ni siquiera, y tu recuerdo sea una benigna invención, o una apropiación, dijo una vez la tía: espectador triste de la mano de otro niño envuelta en la de su padre. Mas, ten en cuenta que entonces los padres no eran muy de cariños y psicologismos – la misma tía -: que es más probable que estrujara y arrastrara (no al cine, sino al campo o a su casa), a que contuviera y llevara o acompañara. Que la memoria está hecha de lo que uno quiso haber visto y vivido, y de lo que uno quiere creer que está hecha su identidad. Uno se crea su propio pasado. Todo esto no lo dijo la tía. Fue mi hermana Lautara, que le ha dado por leer revistas cultas.
A mi hermana, por fortuna, eso la rescató de la fe en toda está acumulación de polvo de rememoraciones. La fe en la inutilidad del pasado familiar: sus fraudulentas idealizaciones, su repetición sin pausa, como un credo. Su fe en esas revistas, la salvó – que no dejaban de ser un credo como cualquier otro; pero con menos olor a naftalina y a muertos que hablan ejemplos y amonestaciones.
No blasfemes. Pero si no he dicho nada. Lo has pronunciado tantas veces, que lo puedo ver como una neblina a tu alrededor. Esa no era mi hermana, Era la tía Astrucia, hermana de mi papá; mujer de misa de mañana y tarde, de rosario, temor y luto (primero el por su padre, luego por su hermano más joven – un tío que no conocí, y que se llamaba Flauto – , y finalmente por mi padre (el tío Aquilino, imitando una santiguada veloz, cada vez que la veía le decía: No llevarás luto por mí; y hacia un gesto de cuernos con los dedos, convencido de que la tía traía mal fario). Siempre de negro, la tía, con la pena como personalidad; cuidando a la abuela Matriculada, que no quería ser cuidada, que tenía ganas de morir de una puñetera vez, pero ahí seguía, muy a pesar suyo. Si es que Dios reparte sin tino: ahí esa mujer, más vieja que la edad, con ganas de concluir su estancia; y por otro lado, sus hijos, muertos antes de tiempo. A saber qué ideas se le mezclan en la cabeza a este Dios para que la trama le salga tan fulera.
Y en esa casa, siempre ese silencio de pequeños rumores, crujidos, suspiros, golpeteos, susurros, zumbidos, que, de tan acostumbrados, ya no se oyen. La gente anda sin andar, sin verse, sin existir: pura sombra, y un aire de otro lugar. Y afuera, la monotonía de ese sol blanco y diminuto como una saña; ni una nube, ni una brisa; y vuelta adentro, ese ambiente como de ominoso interludio: frío y oscuro; como el envés de la vida o la simiente de la transgresión.
Y usted dirá, y a mí qué me importa. Nada. Qué le va a importar. Pero es que no conviene dejar de hablar, ni aunque el interlocutor quiera meter bocado – menos que menos cuando quiere parlamentar; sustituirlo a uno en el decir -: no hablo para comunicar, lo hago para provocar la circunstancia que me permita decodificar los signos que veo en quien escucha y recomponer un significado que, aunque íntimo, precisa de esta circunvolución: examinar cómo el eco de mi voz actúa sobre sus gestos, cómo afecta a las tonalidades de la piel del rostro; los cambios de postura, la distribución del peso (si está de pie), el modo de ocupación de la silla (si sentado de lado; inquieto, etcéteras), el movimiento de las manos, el ritmo de la respiración, que provoca.
No. Es chanza. Me gusta hablar. En realidad, no sé si me gusta. Tengo que hacerlo. Además, soy muy mal oyente. Me falta entrenamiento: en casa poco había para oír: todos muy escuetos, parcos, como si cobraran un impuesto a las palabras. Eso sí, una vez fuera, eran los que más hablaban. Acaso anduviesen ahorrándolas en casa. Las palabras, digo. Siempre lo mejor es para lucirlo fuera. Como fuere, lo he intentado. Lo de oír. Me siento, como ahora, en el bar, y escucho a alguno discurrir sobre sus cuitas. Contar historias o trozos de historias. Pero enseguida pierdo el hilo: mi cabeza comienza a hablarme y, por salud mental, me veo impelido a vocalizarlas, a sacar fuera esa crecida. Y es que, siendo sinceros, no hay mucho tiempo para andar escuchando a otros, con todo lo que uno lleva adentro, tanto caudal. A usted le pasará lo mismo. A todos. Lo que sucede es que algunos está más domesticados: enseñados a soportar el embate de los vientecillos verbales y de significados ajenos. Mire, sólo de pensarlo me da algo que no sé muy bien qué es pero que no es nada bueno, es como un calorcillo en la nuca, y en el cuero cabelludo, como de inmolación de células. Pero no es sólo eso. Rara vez me interesa algo que cuente otro. El hecho de que sea de otro, lo hace poco relevante para mi supervivencia. Usted dirá: puede aprender. Se aprende haciendo, caballero. Y pifiándole a la vida. Es la única manera. Además, quien cuenta sus errores, lo hace de manera adulterada: son siempre una manera de componer prestigio, por leve y breve que sea.
En fin. Mire, de chico tenía un amigo. Glauco, se llamaba. Era menudito, blanco como un susto y calladito. Con decirle que, si no recuerdo mal, nunca le conocí la voz… Pues fíjese, que a fuer de tanto silencio, tanto censurar sus palabritas de niño, murió con nueve años. Ahogado, en el río. Vaya metáfora más truculenta. Muy puñetera la vida. Hay que hablar. A voleo. Lo que venga. Y si a usted no le interesa, se levanta y se va a la otra punta de la barra; que el mozo está preso ahí detrás y va a escuchar mi perorata le guste o no. Y, sabe lo que le digo, estoy convencido de que los mozos son una raza distinta de hombres: puro oído, puro mutismo. Y viven, calculo yo, el doble o hasta el triple que un humano de andar a pie; siempre instalados en la misma edad, en el mismo gesto de abnegación. Esparcidos para escuchar. Revoleados como quien planta al tuntún alivios o inutilidades. Porque, a fin de cuentas, si no hay nadie a mano, uno termina hablando sólo. Qué hablando; discutiendo a viva voz. Porque uno, consigo mismo, se permite ciertas impertinencias que no osa ventilar en público.
Pero a lo que iba. En casa nunca escuché nada, más allá de que Proculino se había ido del pueblo: es decir, la constatación de lo evidente. Pero en el pueblo se decían otras cosas. Y no vea cómo se hablaba entonces en el pueblo. Ahora se ha perdido eso. No sé qué le ha dado a la gente con eso de aprender a escuchar, de hablar de lo que se sabe a ciencia cierta. De decir poco. De mesurados. Pero si todo es un exceso. Una ridiculez de lo más absoluta. Andamos por ahí como si fuésemos apariencias, mientras por dentro toda esa maquinaria precarias de bombas y fuelles y ramales anda conspirando finales. ¿Se ha puesto a pensar alguna vez en ello? Una asquerosa maravilla delicada que, al menor descuido, zas, se para. Y si uno está callado (o escuchando la perorata de alguno), lo que comienza a oír es el runrún de toda ese mecanismo precario. Y cuando uno lo escucha, entonces, invariablemente, algo falla. La única manera de separarse de esa interioridad, es escupiendo la artificialidad que son las palabras que somos. La única. No hay tu tía. En cuanto uno escucha un latido o un silbido o un chapoteo o lo que sea, se acabó la partida: en unos días, a criar malvas.
Por eso ha vivido tanto la abuela. Y ahora quiere morir, pero no para de hablar. No hay manera de que se escuche el motor. Ahora, en cuanto vuelva para la casa, le digo que calle de una vez y santo remedio o, mejor dicho, extremaunción: untadita la abuela para resbalar mejor hacia el más allá. La tendría que ver. Parece una momia la pobre. Quizás, si la pusiéramos ante un espejo, se moriría del susto. Pero es una vileza innecesaria. No fue mala, la mujer. Definitivamente, no fue buena. Pero mala, lo que se dice mala, no fue. O un poco. Pero no más que el resto de vejestorios del pueblo. Otra educación. Humanidad a la que le había crecido poco el afecto: puro páramo y callo y raíz y perseverancia y labor y sol y polvo. Y silencio, porque la abuela, de hecho, aprendió a hablar, tal como lo hace ahora, hará cosa de treinta o cuarenta años. Antes, como todos, utilizaba palabras para denominar cosas muy puntuales – relacionadas con lo básico de la vida y el trabajo; de la cotidianeidad, como se dice ahora -; y a veces, ni siquiera: meros sonidos; un silbo (y sus modulaciones sucintas). Poco a poco fue incorporando más palabras y atándolas en un decir.
Será por eso que ahora no puede parar, la abuela. Tal vez tema olvidar esa ciencia. Tal vez esté diciendo lo que no dijo en los sesenta o setenta anteriores (la verdad que no sé qué edad tendrá; ¿unos ciento trece, ciento diecisiete?). Tal vez en aquel entonces hubiese podido escuchar algo de la relojería interna. Aunque el trabajo y el cansancio seguro que obraban como ahora las palabras: tapones contra la muerte.
Lacónico, ponle aquí al amigo un chatito de vino. Y a mí, cóbrame, que tengo que comentarle una idea a la abuela. A ver si finalmente se hace su voluntad aquí en la tierra.
© Marcelo Wio
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