Marchamos por las noches agrestes

 

Marchamos
por las noches agrestes. La piel encalada de día aún. Tanteando con la voz las presencias. Como si volviésemos a buscar una dignidad que se nos hubiese quedado atrás, o a cobrar sus retroactivos intereses.

Aquí fuimos
familia, parece que nos dijéramos. Sobre este trozo de sequía. Y allí, al borde de aquel arroyo manchado, hicimos promesas. Cada vez. A la manera que dicen los que se reparten recuerdos y parlamentos, y heroicidades de latón.

Andamos, sí.
Pero en un tiempo que ni siquiera nos pertenece – como nada de por aquí, por otra parte -: tan detenidos en una rememoración que siempre es una estafa que nosotros mismos nos hacemos.

Ya ni campanas
ni voces degradas por la madrugada. Quedaba lo justo para imponerle una memoria. Casas y formas como recuadros para rellenar a gusto.

A la noche
le quedan sólo las amenazas exiguas de los ruidos sin definición, incapaces de caber en la certeza de un recuerdo.

Por no quedar,
ni las estaciones: uniformidad de escenario vacío, abandonado luego de un revés o un cálculo de perjuicios. Ni los pobres ni los muertos. Solo el cenit implacable y la medianoche absoluta, con su humedad falaz.

¿A qué has regresado? – me pregunta una voz que camina a mi lado.

No estoy seguro de estar regresando o visitando por primera vez este caserío.

Mencionó o aludió usted a la memoria.

Todo el tiempo
la construyo. Y lo mismo da añeja que reciente. Toda ella es necesidad o necedad. Desdoblamiento entre símbolo e idea representada: nostalgia o tormento. Todo desvela trozos para ocultar vaya a saber qué: ¿Somos capaces de haber experimentado terrores o sublimes emociones que merezcan el oprobio de su encubrimiento para beneficio de la mediocridad que nos es connatural?

Siempre se nos esconde el espíritu. Su pulida vulgaridad.

Y, usted, qué busca. O, qué busca buscar.

No lo sé. Voy viendo a medida que avanzo. Como si hubiese salido a comprar caprichos con un aguinaldo extraordinario

Necesitados de mediadores…

Perpetuamente.

Pero, ¿entre qué y qué?

Una sensación atávica y una conjetura. Una necesidad inmanente y su tentativa satisfacción. Entre una inseguridad y otra. Entre una escasez y la siguiente.

A todo esto,
se han detenido ante el campanario de una iglesia semiderruida que es como el lugar común de los restos de un abandono, una contienda que perdieron todos porque ninguno se atrevió a participar de ella; el fondo idóneo para una añoranza con sufrimiento y razonable arrojo.

Hay un charco
que les niega el diálogo de un reflejo.

Pesa
la oscuridad sobre el amanecer como una burocracia de querellas y reclamos. Les pesa a ellos. Los aplasta. Los iguala con los vestigios, con la imposibilidad de conciliar el ambiente con un hilo de identidad.

El amanecer trivial
deshace el decorado de sombras y restablece la brutalidad de los rasgos.

Y donde parecía
que había al menos dos, apenas si hay uno que buscar a quien imputarle otra desilusión.

 

© Marcelo Wio

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